La Vida de Don Antonio Sangenís y Torres (1767-1809)
Nace Antonio en Albelda en el seno de la familia
de los Barones de Blancafort , es el tercero de los hijos y el mismo Rey Carlos
III le nombra subteniente de infantería cuando todavía no es más que un crío
imberbe, un crío que pronto destaca especialmente en una materia: Las Matemáticas.
Por su destacada mente y siendo teniente en el
Regimiento del Príncipe lo envían a la Academia Militar de Barcelona en la que se
destaca en su curso y consigue su despacho de Teniente del Cuerpo de Ingenieros con todos los honores. Corren los últimos años del siglo y el joven Antonio Sangenís es
destinado al Cantábrico, con el encargo de reparar y poner en estado de defensa
todos los fuertes y baterías de la cosa, desempeño que cumple con tanta eficacia, denuedo y rapidez que es ascendido al grado de Ingeniero Extraordinario.
Su siguiente destino le acerca hasta la primera línea de
combate pues participa, ascendido ya a capitán, en las operaciones de la Guerra de
la Convención y después junto a General Ricardos en la del Rosellón.
Para cuando en el año mil ochocientos cuatro, el capitán don Antonio
Sangenís Torres es destinado como profesor a la Real Academia de Ingenieros de
Alcalá de Henares, es ya un curtido y veterano soldado y un respetado matemático
y erudito.
En 1805 asciende al empleo de comandante.
En 1805 asciende al empleo de comandante.
Y entonces llegan los franceses…
Después del Dos de Mayo y con los gabachos buscando
civiles y militares para que Goya los retratase contra una tapia, los alumnos y profesores de la
Academia se dispersan a los cuatro vientos.
Sangenís llega a Zaragoza en dónde se pondrá de
inmediato a las órdenes del Comandante
General de la Plaza.
Asomado a las tapias de Zaragoza Antonio
Sangenís es ahora el jefe del Batallón de Zapadores, miembro de la Junta de
Defensa y Director de las Fortificaciones. Los franceses han puesto sitio a la
ciudad.
Es junio de 1808.
Es junio de 1808.
Entre los cascotes que volaban por todas partes,
asomándose a las tapias para hacer sus cálculos, siempre animando a los defensores, organizando los revellines y las aspilleras, marcando los objetivos a los artilleros, sudando a mares y cubierto
de polvo y de sangre, así vivía el Sitio Antonio Sangenís.
El día cuatro de agosto, muertos todos los defensores de
la batería de la Puerta de Santa Engracia y colándose ya los franceses por
ella, el bravo comandante de ingenieros, despreciando el peligro y derrochando
bravura, se arrojó contra el enemigo enardeciendo a cuantos por allí había que le siguieron hacia la brecha,
disparando la pieza que había quedado desguarnecida y rechazando el asalto francés. ¡Con dos cojones!
Por esta acción Palafox le ascendió a Coronel y le
nombró Defensor de la Patria.
Las malas lenguas afirmaban que Palafox le tenía cierta envidia por la inmensa popularidad y respeto que Sangenís tenía entre los defensores de Zaragoza. Pero esto eran solamente habladurías de las que nuestra Patria rebosaba, igual que de envidia.
Las malas lenguas afirmaban que Palafox le tenía cierta envidia por la inmensa popularidad y respeto que Sangenís tenía entre los defensores de Zaragoza. Pero esto eran solamente habladurías de las que nuestra Patria rebosaba, igual que de envidia.
Para nuestro héroe tan sólo existía un
objetivo. Detener a los franceses.
Cosa que lograron a final de agosto de 1808, aunque todo el mundo sabía que regresarían, con más cañones y con más tropas.
Cosa que lograron a final de agosto de 1808, aunque todo el mundo sabía que regresarían, con más cañones y con más tropas.
Así que cuando los gabachos se retiraron se encargó a Antonio Sangenís para reparar las defensas, organizar los puntos fuertes, ordenar excavar aquí o allá y apuntar los cañones a los lugares precisos, improvisar cortaduras, contraminas y galerías de
comunicación.
Como todo Dios sabía, los franceses regresaron. Zaragoza, por supuesto, no se rendía.
Y allí estaba el coronel Sangenís. En las murallas,
en las baterías, entre los cascotes y la metralla, entre los muertos y los
heridos, asomándose para poner su mente a trabajar en parábolas y ecuaciones,
en operaciones que se solucionarían con enemigos muertos y defensores aullando de
júbilo su nombre.
Don Antonio Sangenís y Torres no abandonó un segundo
los puestos de mayor riesgo, ni cejó en su empeño de organizar, animar y
pelear hasta el final.
La noche del once de enero de 1809 estaba una vez
más en su puesto. Los franceses acababan de tomar el convento de San José o lo
que quedaba de él tras una lucha que se había tornado carnicería indescriptible y en
la que se había peleado literalmente por cada centímetro del suelo del convento.
El Comandante calculaba parábolas y direcciones de tiro y puntos en los que hacerse fuertes mientras las bombas
francesas caían a su alrededor, un día más en Zaragoza… Una de las bombas le alcanzó mientras tomaba sus notas. Murió al pie de la trinchera, en el revellín, entre las piedras derruidas de la heroica Zaragoza.
Cuando el pueblo se enteró de su muerte un velo de
desesperanza cayó sobre los defensores. Todo el mundo lloró la muerte del que
se había convertido, por derecho propio, en el alma de la defensa.
En mitad del asedio, conteniendo los asaltos en las
tapias y los conventos, bajo el incesante bombardeo francés, Antonio Sangenís y
Torres fue enterrado con todos los honores en la Basílica de Nuestra Señora del
Pilar.
Una vez alguien le había preguntado por la posibilidad de
la capitulación, a lo que el coronel, indignado, había contestado:
“Que no se me
llame nunca si se trata de capitular, porque jamás seré de opinión que no
podemos defendernos”
Valgan sus propias palabras para describir a un
hombre que reunía dentro muchas luces, mucho valor y mucho amor por su
patria. Cosas todas ellas que hoy día nos harían mucha falta.
Un hombre que no dudó en pone todo su ardor, toda su fuerza, todo su ímpetu y todo su conocimiento al
servicio de un objetivo que para él y para todos aquellos compatriotas de hace
doscientos y pico escasos años, era más importante que su vida, la libertad de su patria.
La misma que hoy pisamos,(o pisoteamos), nosotros, sus descendientes.
La misma que hoy pisamos,(o pisoteamos), nosotros, sus descendientes.
© A. Villegas Glez.
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