miércoles, 16 de octubre de 2013

DON MIGUEL DE CERVANTES Y SAAVEDRA

Debió ser allá por el año mil quinientos sesenta y seis cuando conocí al Maestro. Asistíamos a La Escuela de la Villa que estaba regentada por el duro, rígido y magistral López de Hoyos, todavía me duelen sus capones por culpa de las puñeteras declinaciones latinas, en un tiempo de juventud que pasaba entre prosa y verso.

Fue durante este período cuando se publicaron sus primeras letras, versos indecisos que ya dejaban entrever su enorme talento, tanto que hasta el maestro López incluyó unas rimas suyas en uno de sus libros.
Mías no incluyó ninguna, pardiez…

Era la época maravillosa de las sesiones de teatro en los corrales de comedias y después a perseguir a las actrices muy gallos y muy pardillos, pues las actrices preferían a los caballeros con buena bolsa y mejor espada y no a “rimaversos” imberbes y sin un maravedí en la faltriquera como éramos nosotros.
No contaba Miguel mucho de su infancia, su padre había sido cirujano, sacamuelas, sangrador y médico, y había recorrido junto a la familia media España. Había tenido mérito el hombre, sordo como una tapia que estaba había logrado sin embargo sacar adelante a Miguel y a sus cuatro hermanos.
Cuando se nombraba a su madre, a Miguel se le iluminaba el rostro y siempre decía:

- Leonor, la más hermosa mujer que vieron los siglos…

Quería también mucho a su hermanillo Rodrigo, su familia había sido lo que más le dolió tener que abandonar cuando tuvimos que salir corriendo de la Corte, pues la Justicia nos buscaba y no había iglesia a la que llamarse, pues nos habíamos cargado a un maestro de obras, más concretamente al que dirigía las reparaciones de unos palacetes de gente importante.
Pasábamos por allí y oiga, la mala fortuna hizo que el pobre desgraciado diese con mi amigo Miguel y conmigo de aliado.
Todo fue un instante de cuchilladas y de reniegos. 
Un ¡voto a tal!, un ¡vive Dios!, y en menos de lo que se tardaba en pestañear las toledanas quebraban el aire y buscaban la carne:

- ¡Clinc-clanc!, ¡aug…!. Y adiós…

Duelos de esta clase sucedían en España cada dos por tres, con la gente acuchillándose por un quítame allá esas pajas, pero nuestra mala fortuna había sido que con la escabechina y la defunción a algún conde o duque o lo que fuese se le habían retrasado las reparaciones del palacio, y claro, habiendo poderoso caballero -que decía Quevedo- de por medio, no había verso que se le resistiese. 
Así que se puso precio a nuestra cabeza y no nos quedó más remedio que emigrar a Italia. Todo esto debió suceder sobre el año sesenta y nueve del siglo poco más o menos.
En Italia, el Maestro, aprendió los secretos que escondían los clásicos y destiló la esencia de la literatura griega y hebrea y se empapó hasta los huesos de Renacimiento.

Tenían que haber visto vuestras mercedes como miraba los monumentos en Milán, en Parma, en Florencia, en Venecia y en la grandiosa Roma.
A todos estos lugares pudimos ir gracias a que habíamos entrado al servicio del Cardenal Aquaviva, que había visto en mi amigo el talento y la constancia, el valor y la mano de Dios posada sobre su hombro y se había declarado su protector. 
Y de rebote en mío.

Pero, sin duda, la ciudad que más nos gustaba era Nápoles. Pueden imaginar vuestras mercedes las razones.
¡Pardiez!, que no hay en el mundo mejor lugar para un soldado español que Nápoles.
Porque nos habíamos convertido en soldados.

Habíamos conocido a don Diego de Urbina, capitán en el Tercio de Moncada y que nos había contado la gran empresa que se preparaba contra el Turco. 
Y nos habíamos alistado sin dudar, gastándonos una buena bolsa de maravedíes en comprar el peto y el morrión, dagas nuevas, en una pica y en el mejor regalo que amigo alguno me hiciese nunca, un arcabuz nuevecito con el sello de un reconocido fabricante vascongado grabado sobre la pletina reluciente.

Sobre las tablas de la galera “Marquesa” nos batimos aquel día de octubre con el valor de la vieja estirpe, con el arrojo de los viejos reyes, con Santiago y con Nuestra Señora del Rosario junto a nosotros, y logramos vencer y enviamos a los otomanos al fondo del Mediterráneo, que no es mal lugar para una galera tuca.

El Maestro se comportó como un jabato, de tanto ensartar turcos se le rompió la pica, pero su acero toledano no se quebraba, ni su valor, pues a pesar de que le arrearon tres o cuatro rociadas de plomo moruno, el peto, un gasto bien aprovechado, le salvó la vida.

El peto y un servidor de vuestras mercedes que recargaba el arcabuz con la rapidez del rayo y lo vaciaba sobre los turcos que me miraban espantados, todo negro y gris de pólvora y lleno de salpicones de sangre, debía parecerles un demonio salido del averno.

Al Maestro le arrearon otro trabucazo de cerca en el brazo izquierdo, este sí que le hizo mucho daño, pero aguantó el resto de la batalla con el codo flexionado muy pegado al pecho. Y siguieron sus cojones peleando hasta última hora, expulsando a los infieles que se colaban a cientos por las arrumbadas de nuestra galera.

Seis meses pasamos después de la batalla en Messina, en el hospital, recuperándonos de las heridas bajo el sol siciliano, bebiendo buen vino y atendidos por las hembras del lugar que estaban entusiasmadas con los héroes de Lepanto.

Recuperados y con las bolsas más vacías que iglesia en lunes nos alistamos entonces en el afamado y duro Tercio de Figueroa. Con él estuvimos de corso por las costas de Berbería haciendo lindas razzias en las tierras del enemigo:

- Hola Mohamed, aquí de visita de cortesía… Como las vuestras pero en cristiano.

Navarino, Corfú, Bizerta y Túnez son nombres que permanecerán ya para siempre en mi memoria. Allí a espada y fuego nos hicimos con el mayor y más rico botín que soldado alguno pudiese imaginar.
Tras estas campañas regresamos a Nápoles con las bolsas cargadas y las ganas de vivir multiplicadas por ciento:

Soldados españoles éramos/ arrogantes, valientes y pendencieros/ temidos en todo el orbe/ puesto no los había más fieros. 

Que cantaba una copla popular.
En este momento los caminos del Maestro y los míos se separaron por un tiempo y tardaríamos muchos años en volver a encontrarnos en España.
Cuando le volví a ver ya había escrito El Quijote y tenía reservada la inmortalidad, aunque ni él mismo lo supiese y su patria ingrata le dejase malvivir de la caridad y luego lo dejase morir en la indigencia.
La última vez que le vi me contó sus años de cautiverio en Argel y los intentos de fuga, me contó como habían sido los hermanos Trinitarios los que le habían sacado a última hora, encadenado ya a la galera que le conducía a Constantinopla y al cautiverio eterno.

Me contó como su cabeza se llenaba de párrafos y de letras y como acudían a él las musas para besarle, como enlazaba las frases y como hilaba sus novelas. Me contó, en definitiva, como creaba aquellos mundos a los que luego nos trasladaba de manera tan magistral.
También me describió la amargura de su corazón cuando leía las críticas extranjeras ensalzando su obra, llamándole genio y literato, mientras, en su amada patria, por la que había luchado en las arrumbadas ensangrentadas y por la que escribía las maravillas que escribía, todo eran celos, envidias, acusaciones falsas y cárceles oscuras.

- En una de aquellas celdas se me ocurrió El Quijote. ¡Pardiez!, lo que hace el aburrimiento amigo- me dijo.
Y se murió, el pobre, sin un maravedí ni un panteón, sin un reconocimiento ni un honor.
En el entierro estuvimos unos pocos, los que habíamos pagado la sepultura, de las baratas pues que ninguno reuníamos tres escudos entre todos juntos. Allí estábamos nada más que soldados viejos, poetas, escritores amigos y algún familiar del Maestro, ya saben gente rica y pudiente de toda la vida.

Ahora que me va tocando a mí llegar al final del camino no quise marcharme sin recordar al Maestro, al amigo, al camarada que una vez, hace mucho, mucho tiempo me regaló un arcabuz. 
Al más grande escritor-soldado que vieron y verán los siglos. 
Don Miguel de Cervantes y Saavedra se llamaba y yo fui su orgulloso y admirado amigo y jamás tuve en vida mayor honor que ese.

Santiago de Ávila en La Villa de Madrid en el Año del Señor de 1636

© A. Villegas Glez.

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