domingo, 20 de octubre de 2013

UN TOCAYO DE PASAJES

En el año mil quinientos setenta y siete, la Señora de la Torre de Lasarte daba a luz a un niño al que no le corría la sangre por las venas, corrían la sal y el viento, corrían la pólvora y el fuego. Hijo de Miguel de Oquendo, el mismo que estuvo junto con Álvaro de Bazán en la grandiosa victoria de la Isla Terceira, y que moriría durante el desastroso regreso de la Felicísima Armada, diez años después.

El joven huérfano ingresará entonces y con dieciséis años recién cumplidos como Caballero Entretenido destinado en las Galeras de Nápoles. Entretenido estuvo de sobra peleando contra los turcos, los piratas y los venecianos sobre las tablas, escurridizas por la sangre, de las Galeras del Rey. ¡Pardiez, aquello si que era un bachillerato!

Antonio de Oquendo obtiene matrícula de honor en todas las asignaturas, destacando en "Aritmética del Degüello" y en "de aquí no vais a salir vivos, cabrones",
sorprendiendo a propios y a extraños por su arrojo y osadía, a la par que por su estudiada y depurada técnica y estrategias para el combate.

En el año mil seiscientos cuatro, tiene dieciocho años, le dan el mando de una pareja de Bajeles con la misión de encontrar y hundir a otra pareja de navíos ingleses que andaban practicando el corso entre Andalucía, Portugal y Galicia.
El día siete de agosto, los cuatro barcos se encuentran sobre un mar calmado y liso como una balsa de aceite.
Los ingleses, muy arrogantes y sobrados, atacan sin contemplaciones y muy seguros de la victoria, como perros rabiosos abarloan una de sus naves contra la de Antonio, pero el joven Capitán no se arruga ni se acobarda, cuando abordan su nave los marineros del “Delfín de Escocia”, que así se llamaba el barco enemigo, con el sable en la mano animando a sus hombres, dando voces que espantan se abalanza como un ciclón contra los ingleses que le abordan. Los otros se quedan a medio abordar, viendo venir contra ellos a toda la dotación del barco español, con el chiquillo aquel por delante dando tajos como un carnicero loco.
Mientras tanto el otro barco inglés y “La Dobladilla”-que vaya nombre para un bajel español- se destrozan el uno al otro a cañonazos, pero manteniéndose los ingleses lejos, en respeto, esperando a ver qué pasaba con las naves capitanas que permanecían aferradas una a la otra, con la cubierta española rebosando de gente matándose. Allí se suceden dos terribles horas de sablazos, arcabuzazos, hachazos, golpes, porrazos y mordiscos, de insultos en inglés y en buen castellano, dos horas de sudor que huele a agrio, de sangre que lo inunda todo, de muertos y heridos que se arrastran dando alaridos.

Tras las dos horas de degollarse mutuamente sin descanso por ninguna parte, los ingleses empiezan a recular y a intentar cortar los cabos que les aferraban a aquel bajel que estaba lleno de asesinos, de gente que les rebanaban los huevos y en medio de todos, el niñato de los cojones venga dar órdenes y espadazos como un poseso:


- “Pa cagarse, Rosemary…”

Por eso cuando los españoles, remolcando su presa humeante, entraron en el puerto portugués de Cascais, fueron aclamados como héroes. Hasta el mismo Rey Felipe se molestó en escribirle unas líneas laudatorias al bravo y joven Capitán Oquendo. Todo un honor.
Con esta sola aventura ya se podrían hacer sobre su vida y su hazaña tropecientas mil películas. Pero a Antonio, todavía le quedaba mucho que pelear.

En el año mil seiscientos siete, le nombran General de la Escuadra Vizcaína, a la que se unen poco después la de Guipúzcoa y la de las Tres Villas. 
Puede ser casualidad pero con el sólo nombramiento de Oquendo bastó para que una flota holandesa, que venía muy chula en dirección a los puertos españoles del Cantábrico, se diese la vuelta y se retirase hacia el Canal y las cercanías de sus costas. 

- Hace muy mal tiempo para atacar nada, ¿no te parece Van de Gagaardem?

- Pues sí... Y encima está de Comandante el niñato ése tan famoso... Mejor nos volvemos...

Con aquella fuerza naval, que era la de su tierra, se encargaría durante un tiempo de la protección de los convoyes que hacían La Carrera de Indias, también amparaba las costas cantábricas de los corsarios holandeses, ingleses, gabachos y de la madre que los parió a todos.

Entonces, llega el año mil seiscientos diecinueve y pese a sus leales y valerosos servicios lo meten en la cárcel. ¿El motivo?, se niega en redondo a sustituir al Almirante Fajardo, que estaba ya hasta la gola del Rey y de barcos y había solicitado una vez y otra el retiro desde hacía años, pero su Católica Majestad se lo había negado siempre. Así que Fajardo, ni corto ni perezoso, se había jubilado aplicando el Artículo Siete, sí, ése que dice: “Lo hago porque me sale de los cojones”.
Y claro a Fajardo lo habían encerrado por desobediencia. 
Luego el Rey le ordenó a Antonio de Oquendo que lo sustituyese al mando de la Flota. Él dijo que nones porque prefiría la cárcel y la deshonra antes que mancillar el honor de su compañero.

De esta manera entró Antonio en sus años negros, perseguido por la inquina y la envidia de sus enemigos, cosa natural y normal, pan nuestro de cada día, aquí en nuestra Patria.
Fue juzgado con cargos falsos, acusándole de meter mano en las brillantes bodegas de los galeones y de favorecer a sus amigos en los beneficios de "La Carrera".
Antonio pudo demostrar que era todo mentira sin muchas dificultades, pero la broma le cuesta doce mil ducados, un pastizal de la época, y el castigo, mayor todavía que el otro, de no poder mandar la Escuadra del Océano durante al menos cuatro años. 

Sin embargo…
En el año mil seiscientos veintiséis ya le encontramos como Almirante General del Mar Océano. 
España no podía prescindir de un hombre así por muchas envidias que despertase. Su admirado amigo, Filiberto de Saboya, había intercedido por él ante el Rey y éste le había escuchado:
- Oquendo es lo mejor que tiene la Armada, y diría que todo el Ejército, Majestad…
- Dicen tantas cosas sobre él, Filiberto…
- ¡Mentiras y calumnias, Felipe!

- Es indisciplinado, cabezón, deslenguado...
- Es el más valiente y leal soldado de su Majestad…

- ¡Ummmmmmmm!, veremos…

Dos años después el Almirante Oquendo, sin esperar permisos reales ni 
burocráticos pepinos en vinagre, reúne a toda prisa barcos y hombres y los envía de urgencia hacia Fortaleza de la Mámora, que estaba asediada por los moros.
Gracias a su rapidez de acción la plaza se salva de la degollina.
Tres años después zarpa desde Lisboa, al mando de una armada que daba protección a doce carabelas portuguesas en las que iban embarcados tres mil soldados de infantería que marchaban de refuerzo a Pernambuco, cuidad que estaba en el punto de mira holandés. La flota española de protección salía muy mermada de medios y de hombres. Con pequeños galeones de apenas trescientas toneladas y cañones de "a ocho" y de "a veintidós". La Capitana era el galeón “Santiago”.

El día doce de septiembre de mil seiscientos treinta y uno se encontraron la flota española y la poderosa flota holandesa que mandaba el Almirante Hans Pater. Los herejes contaban con galeones de novecientas y de mil toneladas, armados con cañones de "a veinticuatro". Los holandeses, viendo el panorama, se lanzaron al ataque a toda vela, muy seguros de que arrollarían a los pequeñajos barquitos españoles y luego de postre hundirían las carabelas portuguesas que iban atestadas de soldados.
Pero se equivocaban.

El Conde de Bayolo que era quien mandaba manda la infantería portuguesa embarcada y la flotilla de carabelas de transporte, se ofrece muy hidalgo para apoyar a los españoles, pero Antonio de Oquendo, echando un arrogante vistazo al enemigo, muy seguro de sí mismo y de sus hombres, le grita al portugues desde la popa del “Santiago”:
- “Es poca ropa…”.

Y le ordena que arriben a toda vela hacia Pernambuco, que para eso habían venido.
De los holandeses ya se encargaría él.
Y se encarga.


Realizando una peritísima maniobra marinera, le coge el barlovento al enemigo y disparando todos sus cañones al tiempo, consigue arrimar  su nave al costado de la almiranta enemiga y la aborda sin contemplaciones. Son las ocho de la mañana las flotas se encuentran muy cerca de Los Abrojos y las aguas se tiñen de rojo y el aire se llena del olor a la pólvora quemada.

Los españoles habían aferrado el navío enemigo entre sus temibles brazos y ya no lo soltarían, al contrario apretaban y apretaban ahogando a los holandeses.
El Capitán Castillo, que mandaba la infantería embarcada española había saltado con ganchos, garfios y cabos y detrás suyo sus hombres y habían muerto casi todos mientras aferraban al holandés, pero que ahora estaba bien cogido de los aparejos. Poco a poco se van sumando a la escabechina más barcos, que pegan sus costados a las dos capitanas y se forma una melé horripilante un irreconocible batiburrillo  de velas, palos, cabos, cofas, gritos, sangre y muerte por todas partes.
Las horas pasaban y los hombres nos se cansaban de degollarse unos a otros y de disparar cañonazos a boca de jarro haciendo que saltasen las tablazones salpicadas de tripas y de restos sanguinolentos.
Sobre las cuatro de la tarde un cañonazo disparado desde el “Santiago”, cargado de estopa y de brea, consigue prenderle fuego al barco enemigo.
Ahora todo son prisas y voces apuradas en desamarrar y cortar los cabos que unen el barco español al holandés:


- ¡Corre Paco, que nos achicharramos…!

Los compañeros consiguen remolcar al "Santiago" y alejarlo de la tea en la que se estaba convirtiendo el enemigo. Muy poco después de separarse los dos barcos, el holandés revienta en mil astillas, llenando el aire de madera y trozos de holandeses, entre ellos los de su flamante Almirante.
Se captura el Estandarte de Holanda y se le hacen dos mil muertos al enemigo.

Pocos días después de la batalla se cruzarán de nuevo ambas flotas, pero el Almirante Tir, que había tomado el mando tras el fallecimiento de su Comandante, huirá despavorido pese a su superioridad en naves y en artillería. En noviembre regresará la 
victoriosa flota  a España, después de haber conseguido pararles los pies a los holandeses en el Brasil. Quien sabe si quizás hoy se hablaría otra cosa allí, que no el idioma de Saramago, de no ser por Antonio de Oquendo.


De nuevo en España y de nuevo... A la cárcel. Esta vez, nuestro Almirante visita el trullo por haberse batido en duelo en Madrid y haber dejado tieso al otro caballero. Por aquella causa y entre unas cosas y otras -le buscaba la ruina su carácter noble y sincero- lo dejan “hibernando” en la Isla de Mahón, como Gobernador. 
Para entretener la espera, Antonio de Oquendo ordena que se repararen y mejoren las fortificaciones y las dota con artillería que trae él mismo desde Nápoles. Y que paga, ojo.
El año mil seiscientos treinta y nueve le vuelven a entregar el mando de una escuadra que, junto a la de Escuadra de Dunkerke, debería llevar refuerzos y caudales hasta la lejana Flandes. Una travesía que resultaba muy peligrosa, casi suicida.

A la altura de Calais les estaban esperando los holandeses con una inmensa flota que habían dividido en dos grandes cuerpos, sumaban noventa galeones pesados y veinte brulotes incendiarios.

Durante tres intensos días de septiembre se combatiría en el mar sin apenas descanso, persiguiéndose con saña unos a los otros, atacando los holandeses y defendiéndose los españoles como gatos panza arriba. Tras los tres días no quedaba otra opción que la de refugiarse en el puerto amigo -en aquel momento, lo era- de Las Dunas, en la costa inglesa, para reparar las averías y evaluar los daños y las opciones que se tenían. Aunque, la única opción posible estando Antonio de Oquendo al mando, era la salida al mar, el cumplimiento de la misión o la muerte en el intento.
Así que, reparadas averías y contada la pólvora, se sale, a despecho del bloqueo holandés y de su superioridad numérica. ¡Con dos cojones!

Los españoles consiguen burlar el bloqueo se y entregar en los puertos amigos los caudales y los refuerzos.
Se habían perdido en la pelea cuarenta y pico barcos. El galeón “Santiago” había sido acosado y perseguido por toda la flota holandesa, pero ninguno había podido atraparlo, muy al contrario, el “Santiago”, con Oquendo en el alcázar, había echado a pique o dejado maltrecho, a todo barco holandés que se le había acercado demasiado.
Cuando el "Santiago" consiga llegar a puerto amigo, se podrán contar en sus tablazones mil setecientos impactos de cañón de todos los calibres. Mil setecientos cebolletazos, pardiez…
Por eso el Almirante holandés, cuando le preguntaron la razón por la que no se había podido capturar al barco español, sencillamente contestaba:


- “La Capitana Real de España, con Don Antonio de Oquendo al mando, resulta invencible”

Ahí queda eso…

Sin embargo Antonio cuando llega a las costas españolas tiene la salud muy quebrada, aquejado de fiebres que se lo llevan poco a poco mientras empapa trapos y más trapos de sudor. Cuando costea cerca de su Pasajes natal, algunos oficiales viendo su grave estado le ruegan que entre en puerto y que se vaya a su hogar, que estaba allí mismo, a dos pasos.
Pero él se niega en redondo. Su misión era llevar el barco hasta La Coruña y hasta allí lo llevaría. Corría el año mil seiscientos cuarenta.

Postrado en la cama y con la Parca a su lado esperando para llevárselo, Antonio de Oquendo escucha unos cañonazos.
Son las salvas disparadas en honor a la procesión del Corpus, el valiente marino, pese a la debilidad y la postración, se yergue sobre las sábanas empapadas empujado por su heroico resorte:
- ¿Enemigos...?- pregunta inquieto al oír los cañonazos- ¡dejadme ir a la capitana para que defienda la armada…!

Tenía sesenta y tres gloriosos años. 
Don Antonio de Oquendo y Zandategui se llamaba. 

Y yo, ¡pardiez!, jamás me había sentido tan orgulloso de mi nombre y de poder decir que tengo, un tocayo de Pasajes.

A. Villegas Glez. 2013


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