Las manos recias repasaban, una vez y otra, el ala del viejo sombrero y los dedos tamborileaban nerviosos contra el paño gastado. No se había sentido tan nervioso en su vida, ni siquiera en Cuba, ni siquiera cuando le había confesado a la que se convertiría en su mujer, que la quería, ni siquiera cuando había enterrado a sus padres.
Ahora le embargaban la emoción y el orgullo, también le hacía temblar el respeto que le tenía a la figura que iba a tener delante en unos minutos.
¡El Rey de España!
Y él allí, un humilde labriego rodeado de las autoridades más destacadas, no ya de su pueblo, sino de toda Extremadura.
El hombre iba vestido humildemente, destacando su viejo pantalón de pana, los gastados zapatos de cuero y que sobre el pecho de la camisa llevaba clavado, un trocito de metal en forma de cruz laureada.
Entre tanto gobernador civil y militar, tanto cura y obispo y tanto mandamás el hombre no se sentía cómodo. Se lo había dicho a su compadre el alcalde el día antes, cuando este último le había contado la inminente llegada de Su Majestad para el acto de Coronación de Nuestra Señora de Guadalupe:
- Yo nada pinto ahí en medio... Además tengo que regar los pimientos...
- No seas cabezón Filomeno-le decía el alcalde entre dos tientos al vino - tú eres un héroe y esa medalla no te la dieron por arrancar cocos allí en Cuba, ¿verdad?
- Aquello era mi obligación...- le había dicho.
Ahora, mientras el coche oscuro y lujoso subía la cuesta que llevaba hasta casi los escalones de la Basílica, a Filomeno Sánchez Rubio le temblaban las manos. Igual que le temblaban aquel día en Cuba hacía tantos años...
Era julio y hacía un calor sofocante en la manigua. Los del Batallón de Arapiles número 11 llevaban toda la mañana intentando tomar la posición que llamaban del Asiento de Mabuya, pero los cubanos estaban muy bien atrincherados y habían rechazado uno tras otro los intentos españoles. Las bajas se acumulaban y el mando estaba a pique de ordenar la retirada, cuando el soldado Sánchez Rubio se había presentado ante sus superiores:
- Mi capitán... ¡Si me deja cinco compañeros yo tomaré esa trinchera!- dijo, sencillo y humilde hasta para entregar la vida.
- ¿Tú?- le había contestado alguno de los oficiales que por allí andaban y que ninguno se había ofrecido como él lo había hecho.
Pero a Filomeno aquello no le había hecho desistir de su empeño y de su resolución y le había insistido a su capitán pese a las miradas arrogantes y el desprecio indisimulado que sentía en algunos.
El oficial, impresionado, aunque con pocas esperanzas en el éxito del intento, le había concedido lo que pedía.
Sánchez Rubio y sus cinco camaradas, ante las miradas estupefactas de los oficiales que los miraban por los prismáticos -¿a dónde irá el cateto ese?, había dicho maliciosamente alguno de ellos- empezaron a desplegarse y a avanzar protegiéndose unos a otros hasta acercarse mucho a una atrinchera, bastión del enemigo y que se había convertido en la pesadilla del Batallón pues desde ella se abatía a los españoles como a conejos.
Los seis españoles, a una señal de Filomeno, que parecía el mismo Hércules revivido, asaltaron la trinchera, que estaba situada entre barrancas y acantilados, llena hasta los topes de macheteros e insurrectos cubanos armados hasta los dientes y repartieron galletas como descosidos hasta que hicieron huir despavorido al enemigo, que abandonó la posición como si hubiese aparecido de repente el mismísimo demonio.
Los oficiales no podían creerse lo que habían visto.
Toda la mañana llevaban dale que te pego a la táctica y a la estrategia, toda la mañana recordando las lecciones de la Academia, toda la mañana allí, mirándose las estrellas de la bocamanga unos a los otros y no habían podido tomar Mabuya.
Lo habían tomado los santos cojones de aquel hombrecillo humilde al que ahora podían ver recortándose contra el cielo cubano subido a una peña y vitoreado por los cinco valientes que le habían acompañado...
El coche se había detenido a unos metros y el Rey había descendido como un rayo, sin apenas dar tiempo al chófer para poder abrirle la puerta. Su Majestad sonreía ufano y contento, vestía de uniforme y en el pecho llevaba una multitud de condecoraciones.
Todo el mundo se había puesto muy rígido, tieso y marcial cuando Alfonso XIII había bajado del vehículo.
Frente a la Basílica el pueblo vitoreaba y apaludía y el ambiente era de festividad y de alegría. Nuestra Señora iba a ser Reina de España y la ocasión merecía celebrarse.
Por eso, para cumplimentar al monarca, en Guadalupe se habían congregado todas las autoridades políticas, religiosas y militares de la región y alrededores, todos vistiendo sus mejores galas y sus más vistosos uniformes, entre los que destacaba el pantalón de pana regastado, viejo, pero cepillado y limpio que llevaba puesto don Filomeno Sánchez.
Hasta el mismo Rey se había quedado un poco sorprendido mientras se acercaba al hombre y a su espalda podía escuchar a los generales preguntándose qué quién coño era ese que estaba con el alcalde...
De repente el monarca dio un respingo admirado y todo el mundo se quedó de piedra cuando lo vieron dar un paso atrás -el Rey se había puesto muy serio- dar un sonoro taconazo, cuadrarse ante el hombre del pantalón de pana y saludarle militarmente.
El murmullo subió después de intensidad cuando pudieron ver a Alfonso XIII quitarse los guantes y apretar efusivamente la mano de aquel hombre que lucía en el pecho un trocito de metal en forma de cruz.
Luego el alcalde se puso a contarle al Rey que su paisano y amigo era, además de héroe y Laureado por la Patria, Caballero Cubierto, lo que pasaba es que era tan sencillo, humilde y respetuoso que se había quitado el sombrero que ahora retorcía entre sus manos.
La gente rompió en aplausos cuando el rey cogió el paño de entre los dedos del hombre y cubrió su cabeza. Filomeno sentía arderle la cara y llorarle el corazón de alegría.
Después todas las autoridades y todos los generales y ministros que había por allí tuvieron que saludar al hombre que llevaba en el pecho la más alta condecoración que concede España, su más alta recompensa por los más altos sacrificios.
Ese día Filomeno asistió -cubierto- junto a Alfonso XIII a la parada militar que se hizo en su honor y al día siguiente, doce de octubre de 1928, Sánchez Rubio desfilaba junto al oficial abanderado delante de todo su pueblo y aplaudido por su Rey.
Todo esto lo logró don Filomeno Sánchez Rubio, hombre valiente, sencillo y generoso, tan sólo porque un día, hacía muchos años, se había ganado el honor de poder llevar colgado al pecho un trocito de metal laureado.
Y ese honor no lo tenía cualquiera...
A. Villegas Glez.
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