jueves, 19 de febrero de 2015

El SUMERGIBLE: Una ficción sobre lo que pudo haber sido y no fue...

Santiago de Cuba. Madrugada del 3 de julio de 1898...

Dentro del casco de acero las tuberías retorcidas, las válvulas, las palancas y los tornillos, gordos como cabezas de ajos, le daban a todo un aspecto futurista como de novela de Julio Verne. ¿Y acaso no nos sentíamos todos un poco como el Capitán Nemo?
Sobretodo el Comandante Peral, que miraba por el periscopio buscando barcos enemigos en los que probar el nuevo torpedo.

Dentro del casco de acero podía sentirse la presión enorme que ejercía toda la masa de agua que teníamos sobre nuestras cabezas y te llenaba el alma una claustrofóbica sensación de angustia que, algunos, eran incapaces de superar. Como le había pasado a mi compadre Pedro, que después de las pruebas para convertirse en tripulante de la nueva arma secreta, había corrido, vomitando hasta la médula espinal, a alistarse en el Ejército de Tierra.

Un servidor, sin embargo, sentía más la atracción de verme inmerso-nunca mejor dicho- en aquella loca aventura, en aquel primer paso, me sentía atraído por convertirme, junto a aquel compatriota irrepetible, en escritores de la Historia.
También había leído mucho a Verne, y no podía creerme que estuviese en un sumergible, uno de verdad, exitoso, probado y reprobado, un torpedero submarino como el mundo no había visto antes. Salvo el Nautilus, claro.

Porque el barco de Peral era magnífico y sobretodo, efectivo.
Había quedado claro como el agua durante las pruebas en el Estrecho.
La Armada se había quedado boquiabierta. El barco era capaz de hacerlo todo, de sumergirse, de navegar bajo el agua con rumbo y dirección, o sea que podía ir a dónde quisiera, también funcionaba con electricidad, gracias a unas baterías nacidas del genio del Comandante. El sumergible funcionaba...

Dentro del casco de acero se podía oír el batir de las olas cuando el Comandante ordenó subir a posición de disparo. Dentro los hombres de la dotación respirábamos acompasados, el sistema de reciclado de aire funcionaba a la perfección, pero aún así, las tuberías goteaban a causa de la respiración condensada de todos nosotros. Todos teníamos miedo,¿a qué negarlo?, pero también todos sabíamos que aquella nueva arma cambiaría el curso de la guerra contra los norteamericanos:

- ¡Se iban a enterar esos...!, podían tener mil barcos, pero no tenían un sumergible Peral.

Dentro del casco de acero podían escucharse los corazones de los compatriotas que latían emocionados y que se mezclaba con el zumbido de las baterías eléctricas y con el chapoteo del agua que sonaba lejano, como si no nos separase de la muerte más que una delgada pared de metal.

- Barco enemigo a proa...- la voz del Comandante recorrió el huso de acero. Algunos se persignaron. 

Los artilleros, encargados del tubo lanza torpedos, saltaron como muelles para quedarse junto  a unas válvulas pintadas de rojo y mirando fijamente la mano izquierda del Comandante, que con el ojo clavado en el visor del periscopio, calculaba distancias y corrientes al tiempo que le daba instrucciones al timonel.

Desde dentro del casco de acero solamente se oye un ligero silbido cuando sale el torpedo. Si acierta el blanco, escuchas cómo debe ser el fin del mundo. Desde afuera no lo sé, supongo que será todo un espectáculo ver un moderno barco saltar por los aires sin motivo aparente, desde abajo sientes al mar revolverse y temblar, y las olas ofendidas hacer giros y revueltas imprevisibles que provocan corrientes que zarandean al sumergible y crujen los tornillos y las tuercas y chilla el acero y gimen las juntas y entonces, sí, nos persignamos todos los vamos a bordo.

Entre el bramido del mar, desde dentro del casco acero, se puede distinguir el sonido del terror que se había desatado en la superficie, las hélices de los otros barcos que no saben muy bien cómo reaccionar ni desde donde les estaban disparando, que batían enloquecidas el agua tratando de escapar, pero que no tienen adónde... El Sumergible Peral funcionaba a las mil maravillas:

- ¡Timonel...!- la voz del Comandante suena firme y orgullosa, satisfecha al comprobar que su nave, que su invento, nos iba a conceder la victoria- a mi orden, tres grados a a estribor... ¡Ahora!

Y el casco gira y gime mientras las hélices eléctricas nos empujan rumbo hacia otro enemigo. Se carga el torpedo, se fija la distancia y otra vez los sirvientes miran la mano izquierda del Comandante, tensa, rígida, temblando por la tensión y la emoción del momento, los demás permanecemos en silencio, confiados, sonrientes, sabiéndonos seguros allí abajo, en el reino de los peces:

- ¡¡¡Fuego...!!!- retumba la voz de Peral entre las delgadas paredes de su criatura.

Dentro del casco volvemos a sentir la explosión, el golpetazo del mar, y de nuevo, el orgullo rellena nuestras tripas con la ambrosía del heroísmo. 

- ¡Cuatro grados a estribor!... Inmersión más tres metros...
- ¡A la orden...!

Dentro del casco de acero, de aquella máquina maravillosa, hija de la imaginación, el tesón, el ingenio portentoso y las agallas de aquel hombre que no despegaba el ojo del visor, retumbaban nuestros corazones mientras fuera, en medio de la oscuridad, retumbaban nuestros torpedos contra la moderna y poderosa flota norteamericana...

Porque ellos podían tener muchos y buenos barcos, pero no tenían aquel Nautilus español al que sus tripulantes llamábamos simplemente, el sumergible.

A Vilegas Glez. 2015







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