sábado, 7 de marzo de 2015

EL CRÁTER II

4-

Pocos días después mi nombre estaba en los listados de los que se iban a casa… ¡Por fin!
Llevaba en Rusia desde el principio y añoraba el aire de mi tierra, añoraba mi viento, mis sierras, a mi Virgen del Pilar, añoraba los viajes a Pamplona con Pedro el arriero, añoraba el vino de Logroño. Añoraba mi patria, mi vieja y destrozada tierra, la añoraba tanto que mi corazón se arrugaba y los ojos se me llenaban de lágrimas cuando pensaba en ella.
Igual que al cocinero gaditano, que volvía 
también a casa y que no dejaba de llorar como un niño, con lagrimones gordos como uvas que le caían por la cara aceitunada:

- ozú picha -me decía- ¡qué jartá de llorar me voy a dar en cuanto crusemo los Pirineos…!

Pero La Suerte, ésa perra caprichosa, nos dio la espalda.

Empezó mal todo cuando, de casi mil tíos que nos íbamos para casa, 
fue a los de mi Compañía a los que nos tocó la papeleta de quedarnos, con cara de haba, de pie en el andén de la estación viendo cómo se alejaba el tren en el que se apiñaban los camaradas. 
No había más sitio, dijeron, y a alguno le tiene que tocar, dijeron, y nos tocó a nosotros...

Durante los primeros momentos nos mirábamos unos a los otros con desconfianza, tratando de averiguar quién de nosotros era el cenizo, el gafe que había provocado aquella situación.

Después son la impaciencia y la rabia las que te inundan el alma y ganas nos daban de acercarnos hasta el Cuartel General para quejarnos muy a la manera española.

Pero, al rato, llegaron los tres camiones que nos habían prometido y todos, casi al unísono, suspiramos aliviados. 

Eran tres viejos Renault de la campaña del año cuarenta, cuando parecía que los alemanes se iban a comer el mundo entero. 
Ahora el mundo se los estaba comiendo a ellos. 
Y se los estaba comiendo crudos.

Algunos compañeros comenzaron
 de inmediato a rezarle a San Apapucio y al Copón Bendito, rezaban bajito pero el murmullo llenaba, lúgubre, el cajón del camión, que estaba en un estado lamentable, completamente destartalado, la lona sucia, vieja y recosida, también chirriaba lastimosamente la suspensión mientras rebotaba con cada bache del camino, pero al menos las ruedas rodaban y en cada giro nos alejaban del frente y nos acercaban a la añorada España.

Los que rezaban pedían que la aviación rusa no viese a aquellos tres camioncitos que, vistos desde el aire, serían un regalo para cualquier piloto de Sturmovick. 
Pero Dios debía andar ocupado en asuntos de mucha más enjundia e importancia que cuarenta españolitos que iban camino de su casa, porque poco más o menos a la media hora de haber iniciado la marcha, y con algunos ya roncos de rezar, los pilotos soviéticos localizaron el convoy y se abatieron sobre nosotros sin contemplaciones.

El mortal ronroneo que producían los aviones enemigos que iniciaban el picado se mezclaba con los lamentos de los que íbamos en la caja del camión:

- ¡Virgen Santa!, ¡Maldita Suerte!, ¡Me cago en esto y en lo otro!


Se oían blasfemias de todos los colores. 
No me extraña lo más mínimo que Dios no nos hubiese hecho ni puto caso.

Del primer camión 
nadie logró salir vivo ya que explotó en mil pedazos rodeado por una inmensa bola de fuego. 
Nuestro vehículo de repente elevó del suelo el eje trasero mientras una enorme llamarada convertía en torreznos a los que viajaban en la parte trasera, como un chicharrón se queda uno si te atrapa una bomba incendiaria de las que tiran los rusos.
Ayuda norteamericana, dicen. Digo yo que los yanquis podrían haber ayudado a su puñetera madre.

El caso es que el camión voló por los aires y el trompazo resultante resulta terrorífico. 

Se retuercen los hierros y los hombres, como muñecos manejados por manos invisibles, salen despedidos trazando extrañas parábolas en el aire, otros resultan aplastados bajo el chasis retorcido.
Y entre el caos del camión dando vueltas de campana, el polvo y la sangre, el piloto soviético sigue ametrallando los restos que se desparramaban sobre el camino a quinientos metros bajo sus alas.

Contra todo pronóstico y con la ayuda de Dios, de nuestro camión logramos salir vivos cinco hombres, tres íbamos sin daños demasiado graves, el mareo, las náuseas y las contusiones por todo el cuerpo.
Uno de los camaradas llevaba el brazo derecho colgando de dos hilos de pellejo sanguinolento, era Matías, un gitano del barrio del Perchel que gemía: ¡ay mi arma, ay mi arma!
El otro camarada estaba más grave todavía, a Pedro de Alcaudete, las tripas le colgaban y rozaban el suelo mientras lo llevábamos casi en volandas.

Había otros tres compatriotas, supervivientes del tercer Renault. Uno de ellos arrastraba el muñón de la pierna izquierda mientras los otros dos, más enteros, le agarraban por los hombros.
Tras ellos el camión ardía con el hierro tan recalentado que chirriaba y gemía.
Soldado para siempre contra la puerta metálica se había quedado el cuerpo carbonizado del conductor, un letón que solamente había aprendido a decir lo típico en español: “puta madre”, “sangría” y “olé”.
Desde las cuencas vacías y renegridas de su cráneo convertido en torrezno nos miraba con reproche.
Para colmo de males estábamos rodeados de rusos por todas partes… 

Fueron unos artilleros, con sus respectivos comisarios políticos al lado, los que nos encontraron y nos regalaron, faltaría más, la primera mano de palos nada más dar con nosotros.
Y mucha suerte tuvimos los seis que la recibimos. 
Porque a los tres heridos, Matías, Pedro y al otro, uno de Albacete apellidado, Suárez, los habían matado como a perros, mientras se reían muy fuerte y nos miraban, a los que quedábamos vivos, con lúgubres y funestas promesas reflejadas en sus oscuros ojos soviéticos.

Ya les había dicho en alguna ocasión que en Rusia hacía un frío de mil pares de cojones, ¿Verdad?, pues ahora sí que podíamos sentir cómo nos helábamos por segundos mientras los rusos nos llevaban, en cuerda de presos, descalzos y casi desnudos hasta sus líneas.

Allí nos esperaba el interrogatorio más feroz y luego Siberia, si no nos mataban, claro…O si antes no nos moríamos de frío, que camino llevábamos.

Yo me estremecía y una rabia demoníaca me corroía las entrañas cuando veía cómo, uno de los soldados rusos, un mongol llegado de más allá de los Urales, se arrebujaba entre los pliegues de la manta que mi madre había tejido junto a la lumbre allí, en la vieja y lejanísima España.

5-


Las agujas de hielo se me clavaban en la cabeza y en los pulmones, podía sentir cómo mi corazón se iba deteniendo, igual que un reloj al que la cuerda se le estuviese agotando. 
Ya no sentía como propios ni los brazos ni las piernas ya que los tenía helados, entumecidos y empapados. 
No debía de quedarme mucho tiempo.
Julián, el murciano amable y callado, estaba en silencio para siempre, tirado a un lado como un saco inservible y con la nieve, que llegaba hasta el lago en gélidos ventisqueros, cubriendo parte de su cuerpo.


Los rusos reían y bebían vodka sin parar, mientras abrían el agujero en el hielo, mientras nos iban agarrando y metiéndonos allí de cabeza por turnos, no dejaron de reír y de beber los hideputas. 
No nos habían preguntado nada en absoluto pues nada necesitan saber de nosotros, aquello era solamente un divertimento, una crueldad más que sumar a otras crueldades de la guerra. 
Lo malo era que me había tocado a mí… 

Pero ya se sabe que la suerte se va siempre con quién menos te lo esperas y suele ser caprichosa y voluble.
Lo mismo te da la espalda que te abraza para llevarte en volandas hasta los lugares más maravillosos.

De los seis hombres que habíamos logrado sobrevivir de entre los restos carbonizados de los camiones, solo quedábamos tres con vida. 
Y a ninguno nos quedaba mucho tiempo. 

Mientras metían y sacaban mi cabeza del hielo me convertí en un muñeco rígido entre las manos de aquellos salvajes, solamente pensaba en mi pobre madre, y cuando me sacaban la cabeza, que se helaba de inmediato al contacto con el aire, dando la sensación de que te la fuesen a arrancar de cuajo, podía ver al soldado que seguía enrollado, mirando el espectáculo, tan pancho, en la manta que mi madre había tejido para mí.

Entonces la impotencia y la rabia me dolían en el alma, más todavía, que todas las torturas del mundo juntas.

Pero no podía hacer nada, porque ya estaba muerto desde hacía rato y aquel martirio era solamente la antesala del Purgatorio del que tanto hablaban los curas. 
Ya mismo iba a comprobar por mí mismo si todas las letanías, rezos y devociones servían para algo. Desde luego esperaba que sí, ya que teniendo la muerte tan cerca no era poco el consuelo que daba pensar en un paraíso y en un cielo.

Luego sucedió todo en un instante, tan rápido y acelerado que apenas me di cuenta de lo que pasaba… 
Paco de Jaén, al que le había llegado el turno de que le metiesen la cabeza en el agujero del hielo, sería, para su desgracia, el que menos se enteró de todos. 
Los rusos que le sujetaban cabeza abajo cayeron acribillados y allí se quedó el pobre Paco, pataleando como un pollo descabezado hasta que sus pies empezaron primero a batir muy rápidos, golpeteando el hielo con furia, para luego quedarse muy quietos y muy rígidos, temblequear espasmódicamente un par de veces y detenerse para siempre.
Las lágrimas de rabia y de impotencia se helaron contra mi rostro cuando vi morir, de aquella terrible manera a mi camarada.

Con los primeros tiros el instinto de soldado te empuja a buscar refugio, aunque sea arrastrándote con los dientes, así que junto a Miguel Pedraza, que era el otro compatriota que quedaba vivo, empecé a arrastrarme sobre la nieve en dirección hacia el lugar del que habían salido los disparos, había varios bultos pardos tirados aquí y allá y su sangre creaba pequeños riachuelos y charquitos que brillaban sobre el hielo.
Uno de aquellos bultos llevaba enrollada la manta de mi madre y sin dudar ni un segundo, cambié de dirección y me arrastré hacia él:

- ¿Dónde coño vas, González...? ¡Deja la puta manta!

- ¡No…!

Seguí arrastrándome sobre un costado ya que tenía las manos atadas a la espalda y el hielo se clavaba en mi piel desgarrándola, el aire quemaba en los pulmones y por todas partes se oían silbar las balas, las explosiones de las granadas lo regaban todo de metralla y de nieve licuada y sobre el lago helado se extendían, en ecos mortales, los gritos de los hombres que morían y mataban.


Estaba a dos metros del ruso que me había robado la manta, cuando un alarido espeluznante me hizo mirar hacia atrás. 
Dos rusos estaban cosiendo a bayonetazos a Pedraza, que era de Ávila y añoraba sobre todas las cosas del mundo la bellísima Sierra de Gredos. 
Las cuchillas entraban y salían de la barriga con los dos soviéticos pinchando como dos máquinas de coser. 
Luego, después de dejar al compañero convertido en una masa sanguinolenta, volvieron la mirada hacia donde me arrastraba, los ojos de los soldados brillaban homicidas y, automáticamente, me puse a rezar sabiendo que mi hora había llegado.
Pero quiso Dios -o de nuevo, la suerte-  que no fuese así.
Yo nunca he sido especialmente creyente, pero tanto vaivén de la vida y tanta fortuna me estaban haciendo cambiar de idea.


A los rusos de las bayonetas los hizo pedazos el mismísimo Sargento Peláez.

Jamás en mi vida me alegré tanto de verle como aquella mañana. 

Había aparecido como un indio caribe entre la arboleda, gritando: ¡Santiago! -cosa curiosa en alguien que fardaba de anarquista-, con las barbas escarchadas, el vaho ocultaba su rostro cosido de cicatrices y los ojos rojos, encendidos de odio, como dos carbones en mitad de unas cuencas hundidas y oscuras como un pozo. 
En una mano empuñaba la bayoneta de su máuser, que yo sabía afilada hasta la exageración y en la otra un palo tallado que usaba a modo de maza. 
No sé si les había dicho alguna vez que el Sargento Peláez era una bestia salvaje.

Entonces las fuerzas me abandonaron, debió ser la tranquilidad de verme bajo la protección del Sargento, poco a poco la oscuridad me cubrió y las energías se me agotaron de golpe. Me sentí como una bombilla que se apagaba con un último chispazo.
Lo último que vi fue al Sargento que me echaba algo por encima y lo enrollaba alrededor de mi cuerpo.
Era la manta de mi madre…

Al final iba a servirme de mortaja, pensé, luego dejé que la oscuridad me engullera.

6-


¡¡¡FFFFIIIIIIIIIIIIUUUUUUUUUU…!!! 

¡¡¡BOOOOOUUUUUUUMMMMM!!!

¡¡¡FFFFIIIIIIIIIIIUUUUUUUUUUU…!!!

¡¡¡BOOOOOUUUUUUUUMMMM!!!

El suelo retumbaba y las camas de campaña, que eran unas simples lonas amarradas a un esqueleto metálico, saltaban y se estremecían con cada impacto. 
Caían los proyectiles cerca, muy cerca y en cadencia de uno o dos zambombazos cada cinco minutos, una minucia si lo comparabas con las descargas, cerradas, interminables y horrorosas que solía disparar la artillería soviética:

- Solamente están afinando, demarcando los sectores de cada batería… Esto es sólo morralla, lo gordo llegará después…

El que me hablaba era un Teniente de Artillería, un hombre maduro de pelo ralo y cráneo tostado por el sol, con los ojos marrones claros limpios, honrados y con un punto de amargura en el fondo de los iris, de vez en cuando aquellas pupilas bajaban hasta los muñones en los que se habían convertido sus piernas, se quedaban allí un instante y luego volvían a mirarme…


Yo me estremecía ante aquella mirada, porque en los ojos del oficial no había resentimiento sino resignación, no había odio ni lástima, solamente estoicismo, solamente la certeza de que le había tocado la china, de que había salido su número en la rifa. 

Y el teniente no se quejaba, aquella misma granada que le había segado a él las piernas había convertido en pedacitos sanguinolentos a todos los hombres de su batería. 
Y aquello era mucho peor, sí señor, mucho peor.

Igual que los compañeros que se habían subido conmigo a aquellos camiones y de los que, solamente yo, había sobrevivido.
Ellos habían acabado peor, sí señor, mucho peor, porque estaba vivo y entero, tumbado en una cama del hospital y con los huesos despegándose poco a poco el frío, enrollado como un canelón entre ásperas mantas militares y bajo ellas, en íntimo contacto con mi piel, la manta roja y gualda que mi madre me había tejido.
No imaginan cómo calentaba…

De mis pensamientos vino a sacarme la mano vigorosa del oficial mutilado que me ofreció una 
brillante petaca  de plata:

- ¿Esto es que lo regalan al salir de la Academia?- le pregunté intrigado.

El otro por un momento pareció que no sabía muy bien de lo que le estaba hablando, luego miró un instante la petaquita y comprendió pero no dijo nada, se bebió otro sorbito y me la volvió a ofrecer con una sonrisa dibujada en la cara. Parecía un niño travieso.

- Es que el teniente Ruíz tenía una igual…- le dije y al nombrar al que había sido mi oficial, al mutilado se le entristeció todavía más la mirada, nubes negras que recorrieron su mente, recuerdos recientes que le removían cosas oscuras por dentro, cosas desagradables que provocaron que le diese otro trago a la petaca.
La debe haber dejado lista -pensé- lástima no haber aprovechado y haber catado el licor:

- ¿El Teniente Ruiz de la Espada...?- me preguntó y dentro de mí
saltaron cientos de chillonas alarmas . 

Algo me decía que la 
funesta premonición de mi joven oficial -"...yo no saldré de Rusia, González..." -se había cumplido.

- Sí…

- Lo mataron hace dos días…

- Descanse en paz… ¿Cómo pasó...?

- Lo de siempre, ataque soviético con carros, infantería y artillería por un tubo. Ruíz y algunos de sus hombres se quedaron copados y resistieron como jabatos hasta que el último hombre cayó sobre la ametralladora que les quedaba. Aquel hombre era el Teniente Ruíz…

De nuevo me ofreció la petaca y esta vez sí que la cogí para vaciarla de un trago. 
Al mutilado de guerra no pareció importarle porque volvió a sonreír como un infante, para agarrar la petaca de entre mis manos temblorosas, girarse sobre sí mismo en hábil movimiento y alcanzar algo que ocultaba debajo de la cama.

Estando el oficial en aquella postura pude contemplar, en todos sus horrendos detalles, la piel recosida y rojiza, los moratones y las venas azuladas que iban a morir en los muñones, la horripilante visión de un hombre sin piernas, un hombre que jamás volvería a caminar. 
El futuro del teniente era más negro que la boca del mortero que lo había lisiado para siempre.
Pero, impasible al desaliento, o sabiendo disimularlo muy bien, sonriendo como si estuviésemos en el Retiro madrileño y no en un sucio y maloliente hospital de campaña del frente del Este, rellenó la petaca con la botella de brandy que escondía bajo la cama y me la pasó con un guiño:

- Es que disimula más la petaca -me dijo con su cara de niño travieso- que estos médicos son peores que los comisarios políticos… ¡Qué he perdido las piernas no el estómago, coño…!

Luego se reía, con risa fuerte y valiente pero un punto amarga, miraba al techo y su mandíbula se endurecía. 
Bebía entonces sorbito a sorbito, despacio, con los ojos muy lejos de allí, para después regresar de golpe, desde el lugar en el que se encontrase hasta la cama del hospital ofrecerme más licor y volver a bromear sobre los médicos, sobre sus piernas, o la falta de ellas- ¡menos mal, González que los cojones siguen ah!- sobre la guerra, sobre Hitler -y la puta austriaca que lo trajo a éste mundo- y sobre la vida, sus reveses y sus sorpresas.

Así pasamos aquella tarde del mes de enero del año mil novecientos cuarenta y tres el Teniente Gutiérrez de Las Heras, mutilado por la patria y este que les escribe, congelado grave en proceso de recuperación, aunque dos dedos del pie izquierdo, otro del derecho y el meñique de la mano diestra ya no los podría recuperar nadie, ya que me los habían amputado en el acto y arrojado luego junto al montón de brazos y piernas congeladas que había en la parte de atrás del hospital.
Allí estarían también, heladas como carámbanos, las extremidades inferiores del Teniente Gutiérrez, mezcladas entre el batiburrillo de carne congelada que me habían recordado a unos bacalaos que una vez, hacía siglos, vi descargar desde un mercante noruego en el puerto de Bilbao.

Muy pronto me darían el alta y ya no se iba nadie a casa y el relevo se podía solicitar pero nadie te hacía ni puto caso, así que volvería a mi Compañía. No quería por supuesto, quería regresar a mi casa, pero de allí solamente se largaba uno en caja de pino, hecho fosfatina como el Teniente o poco a poco, paso a paso, metro a metro, como siempre se había retirado, cuando se retiraba, la vieja y fiel infantería española.

7-

Hacía tanto frío que los rusos no detenían los motores de sus carros, desde las trincheras los podíamos escuchar ronroneando mientras los soviéticos mantenían calientes los vehículos y se preparaban para el asalto y a
montonaban la munición junto a los cañones, se podía escuchar perfectamente el martillear de los artilleros mientras enclavaban las piezas… 
Kolpino era un hervidero de rusos afilando las bayonetas.

Todo el mundo sabía que iban a venir, que se lanzarían valientes y decididos a por el pueblo de Krasny Bor, para romper el cerco de San Petersburgo, la antigua, hecha pedazos y hambrienta ciudad de los zares.

Tan claro estaba el asunto, aquella fría noche de febrero, que el Capitán Miranda le había pedido al Páter que nos bendijese a todos.
Yo creo que les había dado apuro darnos la Extremaunción, aunque todos sospechábamos que, la Misa y la Comunión de aquella noche, hacían el mismo avío.
La muerte planeaba sobre todos nosotros y aquella noche de febrero la banda sonora la ponían los rusos con sus martillos, sus preparativos y sus risas anegadas de vodka.

Cuando salí del hospital el Batallón de Regreso estaba al completo y yo debería esperar al próximo, si es que había algún otro. 

El Teniente De Las Heras sí que embarcó, con su sempiterna sonrisa y sus muñones horribles.
A la patria regreso -me dijo- que tengas mucha suerte González… 

Y me regaló su petaca de plata mientras nos miraba a los que nos quedábamos con envidia:

- Dos piernas nuevas daría por quedarme a pelear con vosotros…

Luego el tren hizo “chú-chú”, como en la canción, para alejarse entre la humareda con los camaradas relevados y los heridos de dentro que regresaban a España cantando a pleno pulmón. 

No imaginan la envidia que me dieron.

A mi lado el Sargento Peláez mordisqueaba un trozo de pan duro que chupeteaba hasta poder reblandecerlo para luego engullirlo con parsimonia, aquella era su dieta principal, pan duro, aguardiente de cualquier clase y sangre de ruso. 
No había querido regresar a España con ningún relevo y junto a mí era de los pocos que quedaban de los que habíamos llegado a Grafenwort -o como coño se dijese- aquel día ya tan lejano de mil novecientos cuarenta y uno:

- Nos vamos a tragar los tres actos, González -me dijo entre dos mordiscos

- Con entremeses y todo, mi Sargento…

Los guripas recién llegados me miraban con mucho respeto, además me habían ascendido a Cabo y los tres galones rojos, aparte de las noticias y los rumores que sobre mí circulaban, hacían que para los recién llegados mis órdenes fuesen como las del Papa y las del Sargento como las del mismo Dios.


En mi cabeza, a aquellas alturas de la película, el único deseo que me acuciaba era el de mantenerme vivo y regresar a casa, en dónde mi madre se estaría retorciendo las viejas y arrugadas manos por la angustia, mientras el Tío Emilio esperaba paciente heredar una hacienda que jamás le había importado un carajo, pero que ahora, muerto mi padre, en Rusia yo y su hermana vieja y desvalida, pasaría sin duda a sus manos.
Tenía él que haber venido a Rusia…

Hasta al General Muñoz habían enviado a casa con el relevo, ahora otro General, Esteban Infantes, nos mandaba. Menudo marronazo que le había caído, al pobre.

Porque los rusos habían estado acumulando reservas y material sin descanso desde la última ofensiva que les habíamos fastidiado.
Pero claro, como lo que les sobraba a los soviéticos eran cañones y tanques y gente para lanzarse al asalto por millares, pues a una ofensiva brutal le sucedía otra y luego otra y así hasta que vencían.
En combate el Ejército Rojo te apabullaba, te ahogaba por su número ingente, por la ola de gente, de tanques y de bombas que se lanzaban contra ti. 

Pero nosotros éramos españoles, como decía el Capitán Huidobro, que iba el hombre por todo el campamento gritando: ¡No pasarán!, como habían dicho los rojos -que al fin y al cabo eran españoles- durante la batalla de Madrid.

Cuando el Capitán gritaba muchos lo miraban riéndose, otros lo miraban como si el oficial estuviese loco de remate, algunos con desprecio mal disimulado, pero a todos, a todos sin excepción, se nos hacía un nudo en el pecho y se nos apretaban los huevos contra el culo cuando oíamos aquello tan sencillo y tan cierto:

“¡Qué somos españoles, coño!”… 

Y era verdad, llevaba razón el Capitán Huidobro: ¡No pasarían!

El Sargento Peláez resumía el sentir de la tropa cuando se cruzaba con el Capitán. 
El viejo y feroz suboficial, ex regular, ex legionario y ex miliciano, se cuadraba muy marcial con las hirsutas barbas heladas que le llegaban al pecho y gritaba:

- ¡Olé sus cojones, mi Capitán!… ¡No pasará ni uno!

Enrollado en mi manta rojigualda, que estaba manchada con la sangre del ruso que me la había quitado, sucia de barro y quemada en una esquina por algún fogonazo, contemplaba el campo enemigo que estaba a tres escasos kilómetros.
El río Ishora levantaba brumas heladas aquella madrugada del diez de febrero del año mil novecientos cuarenta y tres.

No sé si les he comentado alguna vez que en Rusia hacía un frío de mil pares de cojones, como en las sierras de mi tierra, pero con mucha, muchísima más mala leche.
Tenía la petaca casi acabada, el Teniente De Las Heras -sus iniciales estaban grabadas en el metal- estaría ya en Alemania o camino de España. 

A mi mente llegaron entonces como un relámpago las imágenes de los muñones que eran ahora sus piernas. Dos masas horripilantes azules y rojas con la piel recosida, dos informes pedazos de carne y de hueso aserrado.
Recé a Dios para no verme de aquella manera, mutilado para el resto de mi vida, pues por muy gloriosas que fuesen mis heridas, por muy valerosa y sacrificada que hubiese sido mi acción defendiendo mi patria, aquella vieja alcahueta desagradecida y olvidadiza me pagaría solamente con las miradas de pena y de desprecio de mis paisanos, con una vida relegada a ser el tullido del pueblo, que malviviría de limosnas y al que, una vez al año, cuando el aniversario de lo que fuese, sacarían a pasear como a un puto mono de feria.


Sin embargo cuando pensaba en desertar y largarme con los rusos, como ya habían hecho algunos, algo dentro de las tripas se me retorcía tanto que me dejaba paralizado y sin aliento. Dentro de la cabeza una voz me gritaba traidor, perro, cobarde y me susurraba que no merecería si desertara, el título de español, que allí ostentábamos todos como máximo orgullo. 
Era tan fuerte la sensación como un disparo e igual de dolorosa, aquel sentimiento que me invadía cuando pensaba en arrojar el fusil, tirar el casco y correr hacia la líneas rusas.

En las noches de centinela solitaria, cuando era más sencillo escaparse y lo imaginaba arrobado por el frío, la sensación de vértigo era tan fuerte que alguna vez hasta había vomitado, y luego al acabar la guardia, el regusto amargo en la garganta duraba hasta bien entrada la mañana, hasta que veía izarse la vieja bandera y el sentimiento de orgullo barría al egoísmo y a la cobardía.
Allí estabas junto a tus hermanos, lejos de casa y luchando por las vidas de todos, protegiéndose los unos a los otros, españoles en territorio hostil, españoles solos que solamente tenían la espalda de otro español para poder apoyarse y subsistir. 

Y aquel sentimiento de hermandad y de patria nos hacía fuertes y peligrosos.

A las seis de la mañana llegó mi relevo, era un guripa recién llegado con los ojos fanáticos, dispuesto a comerse a todos los comunistas del mundo. 

Un hijo de papá que quería ganar puntos para su expediente, para que después, bien colocado en algún puesto importante, no le echasen en cara que estaba dónde estaba gracias a su padre. 
Al menos había tenido los cojones de alistarse en la División. 

Aquel muchacho, que tendría mi edad, yo acababa de cumplir los veintiún años, tenía ojos de soñar con medallas y menciones y allí se quedó muy atento, soltando vaho por la boca y soplándose las manos intentando calentárselas, cosa imposible en Rusia en donde hasta el aire de los pulmones sale helado como la muerte.

Eran más o menos las siete menos cuarto de la mañana cuando el estruendo me despertó, había caído sobre mi mugriento rincón del refugio y me había quedado dormido al instante, tras haberme calentado las tripas con el último trago de la petaca.

El infierno había caído sobre nosotros.
Aquello no era una preparación artillera, aquello era el dios Zeus lanzando rayos y la tierra temblaba y el cielo temblaba… 
Dentro del agujero rezaba ya que no podía hacer otra cosa, mientras llovía del cielo la muerte, sin descanso, sin pausa, regando de fuego y de metralla nuestras líneas y nuestras trincheras, cada centímetro de ellas. 
La nieve se derritió convirtiéndolo todo en lodazal, las trincheras quedaron despedazadas, hechas añicos las posiciones y volatilizados los hombres.
El mundo parecía derrumbarse mientras a mi alrededor gritaban los camaradas con las gargantas que se les llenaban de la arena que no dejaba de caer del techo, con los ojos desorbitados bañados en lágrimas, el sudor convertido en fango que se pegaba a la piel y el olor del miedo, acre y pesado, que llenaba el pequeño refugio.

¡BOOM!, ¡BAAAUMMMM!, ¡BAUMM!, ¡BOOOOOOOOOOUUUUMMMMM!

Uno tras otro caían los pepinazos soviéticos de todos los calibres y sin otro objetivo que el de no dejar metro de terreno sin batir, con la intención de enterrarnos vivos a todos, los hideputas.

Al poco rato, “La Parrala”, que así llamábamos a la aviación enemiga, se sumaba también al ataque, los bombarderos en picado daban pasadas ametrallando el suelo y dejando caer sus bombas en los pocos huecos que dejaba la artillería, que seguía a lo suyo dispara que te dispara, se ve que el camarada Estalin tenía sobrante de municiones.

Perdí la noción del tiempo y del espacio, me retumbaba la cabeza y apenas sabía dónde me encontraba, me miraba las manos que me temblaban y que apenas podía reconocer como propias, a mi alrededor podía sentir más que ver los bultos encogidos que eran ahora mis camaradas, llenos de polvo y mierda, temblando acurrucados unos contra otros, con rosarios entre las manos y los dientes y los huevos apretados esperando la bomba que nos mandase a todos al infierno.

Una de las veces que abrí los ojos, sólo pensaba en mi madre y en los paseos que daba con mi padre, asesinado por aquellos mismos comunistas que ahora me arrojaban todas las bombas del mundo, estaba ante mí el Sargento Peláez.


Podía ver su boca moverse con los dientes amarillentos y grandes como los de un caballo muy cerca de mi cara, pero tan sólo oía un pitido continuo, como el silbato de los marineros pero mucho más intenso.
El Sargento me tenía agarrado de la pechera y me zarandeaba, me sentía un muñeco de trapo entre sus manazas, pero solamente cuando me arreó un guantazo pude empezar a escuchar una voz lejana, atenuada todavía por el pitido, que me decía:

- ¡González, González!... ¡Vamos Cabo, a dar la cara, coño, vamos “joputa”!,que no puedes dejarme solo… -pero yo no reaccionaba, seguía entre las nieblas, atontado por el bombardeo.

- ¡Me cago en la manta que te tejió tu puta madre, González!

Aquello lo pude escuchar perfectamente y mi puño se lanzó automático hacia el rostro del Sargento.

Dentro de la barriga el caos y la desorientación y en las orejas el pitido se tornaron en una oscura y lúcida mala leche que recorrió todo mi cuerpo como un calambrazo. 

Sin embargo el Sargento Peláez que era perro viejo, atajó el golpe, sonrió, me palmeó afectuoso el hombro, levantando una pequeña polvareda al hacerlo, y me dijo:

- Así me gusta, González… ¡Venga, a matar comunistas…!

Cuando se levantó le pateó el culo a otros dos soldados que, como yo, estaban aturdidos y llenos de escombros y sin saber muy bien quién era aquella bestia verdosa que se les arrojaba encima gritando:

-¡Venga mariconas!... ¡Que no se diga que los españoles no sabemos morir…!

Cuando salí del refugio me quedé desolado.
Nada era reconocible, ni trincheras ni pozos de tirador ni búnkers ni nada… 

Una masa informe de tierra removida y de cráteres de artillería eran ahora las posiciones españolas.
De la tierra asomaban algunos restos destrozados de los pocos vehículos de los que disponíamos y las retorcidas puntas de los cañones anticarro, posiciones aquellas batidas con mortal preferencia y eficacia por los rusos. 
Había restos humanos por todas partes, trozos de camaradas repartidos aquí y allá, una pierna, un torso, una cabeza, media mano, unas tripas, montones rojizos y malolientes que horas antes habían sido compañeros, camaradas, compatriotas…

Las tripas se te revolvían, los guripas nuevos, poco acostumbrados a la casquería de la guerra echaban hasta los calostros con que los habían alimentado sus madres y hasta el duro Sargento Peláez había perdido el color cuando al salir del agujero había contemplado con sus ojillos astutos el horror y el caos absoluto en el que se habían convertido nuestras posiciones defensivas.

Luego se escuchó un alarido enorme de cuarenta mil gargantas enemigas que gritaban: “¡Hurra!” y “¡Povieda!” y también que nos iban a arrancar los huevos a todos los que encontrasen, si es que encontraban alguno, pues hasta ellos mismos estaban anonadados después de las tres horas consecutivas de bombardeo combinado de artillería y de aviación.

Quedábamos con vida cuarenta españoles de distintas unidades, unos de aquí, otros de allá, unos traían un mortero, otros, minas, aquellos una ametralladora y munición y cada cual tenía sus granadas y su fusil. Eso era todo.


Cuarenta españolitos bajo el mando de un Sargento y un Cabo, pues el refugio de los oficiales era ahora un enorme boquete sanguinolento en mitad la tierra.
A tres kilómetros de nuestra posición los carros soviéticos se pusieron en marcha y detrás una masa inacabable de uniformes pardos. 
La tierra temblaba cuando hasta nosotros llegaron las vibraciones de las cadenas, durante un instante nos quedamos todos petrificados, mirando como imbéciles la enorme avalancha de fuerzas que se abatía sobre nosotros:

- ¡Dios nos asista... !-dijo alguien.

Y en gesto automático, los cuarenta españoles que mirábamos al enemigo que se aproximaba, nos persignamos y dijimos “Amén”, tan al unísono, tan juntas nuestras almas, que llenando el aire todavía aquellas palabras sagradas, nos miramos unos a otros y sonreímos.

Después un tanque hizo el primer disparo que se llevó por delante a dos o tres camaradas, luego el Sargento Peláez gritó: ¡Viva España! y se lanzó corriendo directo hacia el enemigo.


¡Está loco, nos van a hacer pedazos! -pensaba mientras echaba a correr tras el Sargento y detrás nuestro se lanzaban los otros treinta y pico españoles, gritando que sí que: ¡Viva España!, y que vivan nuestros cojones!

El Sargento llega hasta una pequeña loma en la que, un impacto de artillería había formado un gran cráter justo en la cima, formándose una especie de baluarte natural, de bastión que nos protegía un poco del fuego enemigo:


- ¡Aquí una máquina, allí la otra, fuego, fuegoooo…!- Peláez era una bestia desatada que dirigía la defensa

Porque los primeros rusos estaban muy encima y sobre nosotros caían las balas como el granizo. Los carros habían fijado todas sus miras en nosotros. 
Un carro subía por la pequeña ladera exponiendo la panza, el fuego enemigo resultaba terrible pero el nuestro no lo es menos, con las ametralladoras tan al rojo que ni meándolas conseguíamos enfriarlas.
El carro ruso sigue subiendo la ladera, inapelable, entonces veo cómo dos de los guripas nuevos, que llevan entre las manos sendas minas anticarro, se arrastran ladera abajo, a uno lo acribillan nada más asomar y se queda allí tirado panza arriba y con los ojos muy abiertos, pero el compañero consigue llegar hasta el tanque enemigo, pega la mina al metal, arranca el seguro y estalla en mil pedazos junto con el tanque, que empieza a arder y del que salen gritos espeluznantes.


Nos quedamos todos cuajados como el requesón contemplando el sacrificio de nuestro camarada, pero su gesto nos enardece y nos da fuerzas para resistir el asalto de la infantería a la que tenemos encima por decenas… Llegan gritando como salvajes.
Es inenarrable el combate cuerpo a cuerpo… Espeluznante. 

Hombres que se matan como bárbaros y contra más sangre mejor.
Te conviertes en una bestia, una bestia que mata y mata hasta que otra bestia acaba con ella. Peleas con el fusil, con la bayoneta, con las manos y con los dientes, entre sangre y gritos, solamente sangre y gritos y bultos que llegan hasta dónde estás y los agarras y te enzarzas con aquellos bultos en una pelea a muerte, sin piedad ni cuartel. 

Matar o morir, todo se reduce a eso.

Y aquella mañana del diez de febrero los españoles de la improvisada posición íbamos a morir todos, nadie esperaba salvación alguna, pero moriríamos matando. 

Y de esta manera logramos contener a los rusos hasta más allá de la una del mediodía. 

No teníamos radio ni noticias de las demás posiciones españolas, copados por el enemigo, que no dejaba de atacarnos y de querer tomar aquel pequeño reducto que se negaba a entregarse, aquel puñado de españoles habíamos decidido que aquel cráter sería nuestra sepultura.
Y de repente, empezó el bombardeo propio… 


Las pocas posiciones artilleras que debían quedar intactas, o la retaguardia o vaya usted a saber quién era, empezó a hacer fuego sobre nuestra posición. 

Supongo que nadie se esperaba que estuviésemos resistiendo treinta españoles locos en aquel cráter. Pero allí estábamos.
Y la artillería alemana nos estaba machacando, los pepinazos ya se habían llevado por delante a algunos camaradas.

Entonces el Sargento Peláez se quedó mirándome muy fijo. 

La manta, me dijo.
Y yo tardé un momento en entender… 


¡Claro!, la manta roja y gualda que me había tejido mi madre y que conocía todo Cristo en la División, siendo historieta adornada que se contaba a los reclutas.

- A los soviéticos no les va a gustar ver ondear una bandera, mi Sargento…


- ¡Que se jodan los rusos, González!... Al final va  atener razón el teniente Ruíz… ¿Te acuerdas…?

Yo me acordaba perfectamente de las palabras del oficial aquella noche de guardia junto al Volchov: “...Puede servir de bandera...”, había dicho, y había acertado, igual que había acertado cuando dijo que él no saldría jamás de Rusia. 
Se le había olvidado avisarnos de que, de allí, no saldríamos ninguno.

Busqué un trozo de madera que me sirviese de mástil y me costó poco trabajo encontrarlo aunque casi me matan por alcanzarlo. 

Seguían cayendo los bombazos, pero, gracias a Dios, la artillería propia era mucho menos numerosa que la enemiga, aunque no menos efectiva ni mortal.
Volaban también las balas rusas y la metralla por todas partes, dos carros Kauve habían reventado en mil pedazos alcanzados de lleno y muy cerca de la cresta de nuestra posición.

Entre toda aquella humareda y toda aquella carnicería, primero tímida para después flamear orgullosa, izamos la manta rojigualda sobre aquel campo de horror y muerte en que se había convertido el frente de Krasny Bor.
Un grito de veinte gargantas sedientas resonó por encima de la batalla:

¡¡¡VIVA ESPAÑAAAAAAAAA!!!

La artillería propia, que nos machacaba, cesó el fuego al instante y los veinte españoles que quedábamos vivos nos hincamos de rodillas bajo aquella bandera improvisada.


En el aire se olía la pólvora, el combustible quemado, la carne destrozada y la sangre coagulándose mientras los veinte españoles que quedábamos con vida nos mirábamos unos a otros estoicos y resignados. 
Las voces del enemigo, que había redoblado su ánimo al ver izarse aquella extraña enseña, se habían multiplicado por mil y volvieron a retumbar contra la tierra las cadenas de los carros...

La mano me dolía horrores de sujetar el retroceso de la ametralladora pero aguanté hasta terminar la última cinta, con el cañón ya casi torcido, para luego ponerme de pie con la bayoneta en la mano. 

Los rusos inundaban el cráter…

Sobre nosotros, mientras matábamos y moríamos ondeaba la manta roja y gualda que mi madre me había tejido en la lejana y querida España. 
A su lado el Sargento Peláez manejaba su estaca con furia y junto a él vi caer a los últimos compatriotas.
Acuchillando sin parar me fui acercando hasta ellos, para poder morir bajo aquella bandera y al lado de mis camaradas.
Aquellos soldados valientes conocidos en el orbe entero como españoles…

FIN

© A. Villegas Glez. /2012


Lámina: Krasny Bor. Augusto Ferrer Dalmau.

























































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