jueves, 30 de julio de 2015

LOS MÍOS, LOS TUYOS... Asalto Inglés a Cádiz 1702

El inicio -y la mitad y el final- del siglo dieciocho no sería nada fácil para la arruinada y vapuleada España.
El último rey de la Casa de Austria se había muerto sin dejar herederos, perdido 
entre los barrotes de la locura y rodeado de buitres cortesanos que habían mantenido viva la pantomima para mantener su posición y su nivel de vida.

En su testamento el "Hechizado dejó el trono a un primo lejano, José Fernando de Baviera, y las naciones europeas se frotaban las manos ante el enorme pastel que se les ponía por delante. Los carroñeros se abalanzaban contra el cadáver de nuestro imperio.
Francia, Inglaterra y Holanda firmaban acuerdos secretos para repartirse el Imperio Español, cosa que llevaban deseando hacer desde hacía siglos y que nunca, ni juntos, ni separados, habían conseguido, 
Pero resulta que el de Baviera, que era un pretendiente más o menos aceptado por todos, va y la casca prematuramente. 

Entonces las potencias europeas contuvieron el aliento cuando el espabilado de Luis XIV rompe los acuerdos y plantea como candidato al trono español a su nieto Felipe de Anjou.
Aquí en España, por supuesto, cada uno barrería para su propia casa, y siguiendo nuestras viejas y acrisoladas costumbres, la mitad tomaría partido de un lado y la otra mitad, del otro.
Dedicamos así nuestro tiempo y esfuerzo a pelear entre hermanos mientras las tropas extranjeras, de los dos colores, saqueaban, robaban y mataban españoles de cualquier color, austriacos o borbónicos.
Estaban los que pedían fueros y que apoyaban al pretendiente austriaco y estaban los otros, que se pusieron del lado del nuevo monarca, al que veían como única solución para evitar el desmembramiento del imperio y la pérdida de las Provincias, ya que tener a Felipe en el trono nos convertiría en aliados de la todopoderosa Francia, que a despecho de todos era la que partía el bacalao en Europa.
 
Empezaba la Guerra de Sucesión Española, ¡ojito, que la de Secesión, sería la norteamericana. 

Una de las primeras acciones de la guerra fue el ataque anglo-holandés contra la ciudad de Cádiz en agosto de mil setecientos dos. 
Fondearon en la bahía, más chulos que un ocho, cincuenta navíos de guerra a los que se sumaban incontables barcos de transporte en los que había embarcados más de quince mil hombres. La expedición la mandaba el almirante inglés George Rooke y venían los hideputas dispuestos a desembarcar, tomar Cádiz y luego invadir toda Andalucía.
España imaginen cómo estaba. 
Ni Andalucía ni ningún otro sitio estaba prevenido ni preparado para un ataque de aquella magnitud. Todo era abandono, miseria y dejadez.

En la ciudad el Comandante Militar contaba con apenas trescientos soldados para defenderlo todo, y el Gobernador de toda Andalucía y responsable de su defensa, Francisco Castillo, Marqués de Villadarías solamente consigue reunir una pequeña compañía de ciento cincuenta lanceros.

Así tomaron fácilmente los pueblos de Rota y de El Puerto de Santa María. Las dos poblaciones sufrirían saqueos, asesinatos y violaciones. Los salvajes ingleses profanaron las iglesias y forzaron a las monjas de los conventos, a las que utilizaron compañías enteras para luego morir degolladas.
La bestialidad anglo-holandesa provoca que, desde toda la provincia y desde Andalucía entera, acudan los hombres, a veces armados solo con una navaja, para formar milicias y defender la ciudad de Cádiz.
Porque Cádiz aguantaba. 

La artillería de los fuertes españoles mantenía en respeto y bien lejos a los poderosos navíos enemigos.
Los españoles tenían muy poca pólvora, pero, ¡pardiez!, la poca que tenían la utilizaban bien. 
Muchos de los barcos enemigos, que se habían acercado demasiado, habían tenido que volverse con palos desmochados o una carnicería en la cubierta superior.

Mientras, los ingleses desplegados en Rota, terminada la vorágine saqueadora, atacaron el Fuerte de Matagorda, que apenas sí tenía municiones ni pólvora con la que defenderse, pero que con la valerosa ayuda de las galeras de Ferrán Nuñez, que machacaron las trincheras inglesas, lograron rechazar los intentos de los casacas rojas.
La Plaza se defendía con uñas y dientes.

En la orilla de Rota tenían desplegados los ingleses a más de dos mil infantes, pero los mantenía quietos y expectantes, la incertidumbre. 
Los oficiales herejes no se fiaban ni un pelo de aquellos españoles y desde sus posiciones en Rota podían ver que cada día se alzaban enormes polvaredas por el camino de Sevilla y cada noche, frente a ellos, se encendían docenas y docenas de fueguecillos de campamento.
Y además estaba la compañía de los lanceros locos, que aparecían cuándo menos se lo esperaba uno para ensartar sin piedad  a todo lo que se les ponía por delante.
Los oficiales ingleses pensaban que delante de ellos se estaba concentrando todo el ejército español.

Sin embargo todo era una estrategia y un artificio del Marqués, que ordenaba que se levantasen aquellas polvaredas y que se encendiesen fogatas por centenares. 
También era el que ordenaba las incursiones contra las trincheras enemigas. 
Incursiones que ponían los pelos de punta a los ingleses.
La realidad era que frente a los ingleses solamente estaban los ciento cincuenta jinetes de Villadarias -la compañía de jinetes locos- y los paisanos que iban llegando y reuniéndose en la orilla opuesta, todos deseando degollar ingleses en cuanto les dejase el Marqués.
Así estuvieron casi un mes. Cañonazo va, cañonazo viene, lanzazo va, lanzazo viene….

Hasta que el mando anglo-holandés decidió que lo mejor era reembarcar a sus aguerridas tropas y largarse con viento fresco de aquella 
maldita bahía en la que se estaba desangrando lo mejorcito de la expedición aliada.
Se da entonces la orden de que se abandonen las trincheras y las posiciones y de que la tropa agarre el camino de Rota para ser reembarcados.

En cuanto las unidades enemigas comienzan su lento repliegue -más de dos mil casacas rojas, recuerden- la compañía de lanceros empieza a ensartar ingleses como a novillos. 
Para darle más color a la degollina, Villadarías les suelta la correa a los milicianos locales, que eran casi todos padres, tíos, primos y hermanos de las forzadas en El Puerto y en Rota.

Entonces los pasos apresurados de los ingleses se convirtieron en alocada carrera y poco después en pánico desaforado.
Corrían, corrían los casacas rojas que se las pelaban directos hacia las barcazas que les estaban esperando y que, muy pronto, se vieron rebosantes y desbordadas de infantes ingleses que intentaban huir del espanto que se abalanzaba sobre ellos.
En el agua intentando nadar y alejarse había docenas de ingleses mientras los lanceros rebuscaban por entre las calles de Rota más enemigos que ensartar.
La milicia local degollaba a mansalva, sin dejar nadie vivo detrás, ni anillo ni cadena, ni diente de oro…
El agua estaba roja y había cuerpos flotando por todas partes acuchillados de mil maneras distintas. 
Parecía una almadraba, y acaso, ¿aquello no era Cádiz...?

El agua roja empapaba a los hombres, a los lanceros y a los caballos que miraban alejarse las atestadas barcazas inglesas.
Detrás habían dejado el campo cuajado de enemigos muertos o agonizantes que eran rematados sin piedad.
Dos hombres se miraban el uno al otro, los dos sostenían sendos sables que chorreaban sangre inglesa, los hombres se conocían bien y nunca habían sido amigos. 
Uno era leal al Archiduque de Austria y el otro al nuevo rey.
Una y mil veces habían discutido y una y mil veces casi habían llegado a las manos, una y mil veces habían defendido ardorosamente cada cual sus convicciones.
Los dos habían sido cabezones, fanáticos y cerriles como buenos españoles que eran.

Ahora se miraban el uno al otro mientras los cuajarones de sangre enemiga se les secaban sobre la ropa:

- ¡ Ohú, picha...!- deja escapar uno de ellos.
- ¡Malditos ingleses...!- dice el otro.
- ¡De los tuyos eran...!
- ¿De los míos...?
- Claro, de los que apoyan al austria...

Entonces, el segundo hombre reflexiona un momento, se rasca el cogote y le contesta:

- Los míos son la gente de Rota y del Puerto, ¡cohone...!

A. Villegas Glez. 2012


Imagen: Plano de la Bahía de Cádiz. 1702.






martes, 21 de julio de 2015

NO TODO FUE CORRER: La Posición Intermedia A

Los gritos mezclados de las bestias y de los hombres eran espeluznantes, el chillerío agónico y aterrorizado, crecía y crecía al mismo ritmo que la inmensa polvareda lo cubría todo mientras el desastre se abatía sobre las líneas españolas.
Centenares de hombres formaban una riada espantada que lo devoraba todo a su paso, los caballos, los mulos y los vehículos se amalgamaban y se entremezclaban entre coces y bocinazos mientras los hombres enloquecidos trataban de agarrarse a las crines, a los guardabarros o a dónde pudiesen con tal de salir de allí. 
El espectáculo sobrecogedor provocaba que el Capitán Escribano se estrujase las manos con nerviosismo y agachase la cabeza avergonzado. 
¡Todo Dios estaba huyendo...!

Los moros aprovechaban la circunstancia para saldar viejas deudas y dejar abiertas, de par en par, las puertas del odio y la venganza. 
Detrás de la avalancha que huía venía otra ola, una ola pavorosa de muerte que degollaba sin piedad a cuanto soldado encontraba en su camino. 
Toda la línea se había derrumbado y la única orden había sido: ¡sálvese el que pueda!

Escribano, sin embargo, no estaba dispuesto a entregar su posición ni a abandonar su puesto, así se le viniesen encima todos los agarenos del mundo. 
Cosa que era, precisamente, lo que estaba sucediendo.

La intermedia "A" guardaba el camino entre Annual y Ben Tieb, estaban también las posiciones "B" y "C" y las tres no eran más que una débil empalizada de sacos terreros desfondados, dos cañones Krupp, un par de ametralladoras y noventa soldados, entre infantes, ingenieros y artilleros, para defenderlo todo.
Las tres posiciones se habían ocupado tras el desastre en monte Abarrán y debían servir, en caso de retirada, para dar protección a las columnas.

Claro que para proteger algo primero deberían haber existido columnas de repliegue -pensaba Escribano- sin quitarle ojo a la avalancha alucinante que seguía pasando ante su posición. 
Nadie, ni oficiales ni soldados, se había detenido, nadie había parado su alocada carrera, más bien al contrario, cuando los que huían veían a los hombres de Escribano asomados a los sacos terreros les gritaban que huyesen, que corriesen para salvar la vida.

El pánico colectivo se había apoderado de los hombres y nadie hacía otra cosa más que correr tratando se salvar el propio pescuezo.
Nadie, excepto algunos pequeños grupos de Regulares que mantenían el fuego intentando proteger a los que huían, racimos de soldados que se arremolinaban alrededor de algún oficial para vender cara la piel. También estaban ellos, los hombres que defendían la posición de Peña Tahuarda.
Noventa españoles, algunos sacos terreros, un poco de alambre de espino, dos cañones, dos ametralladoras y ciento ochenta pares de huevos.

Asomados al parapeto los oficiales de la posición se estremecieron como gorriones helados y sintieron cómo se les erizaban los vellos de la nuca cuando escucharon a su Capitán decir lo que les dijo:

- ¡Señores, es hora de morir por la patria... La posición no se abandona!

Ninguno de los hombres respondió más que: ¡A la orden!

- Medina... ¿Cuánta munición tenemos para las piezas...?
- Para tres días, mi Capitán...
- Pues tiren ustedes a blanco seguro y reservando la metralla para cuando se nos echen muy encima...
- ¡A la orden...!
- ¡Márquez...!- el Capitán tenía los ojos chispeantes y el corazón le palpitaba a doscientas mil pulsaciones por minuto.

El joven Teniente de la Sección de Ametralladoras dio un respingo al oír su nombre:

- ¿Sí, mi Capitán...?
- Las máquinas en el sector de la puerta, que crucen el fuego y no dejen asomarse a ningún turbante...
- ¡A la orden...!
- ¡Fernández...!- el tercer oficial ya sabía lo que iban a decirle, era el más veterano y en caso de que cayese el capitán, sería el que tomase el mando.

- ¡Sordenes...!- Fernández siempre había sido un cachondo y ni siquiera en medio de la calamidad que les rodeaba perdía el sentido del humor.
- Usted cubrirá el flanco Norte, ya sabe, en dónde las chumberas y las pitas llegan casi hasta  el parapeto...
- ¡No pasará ni uno mi Capitán..! Hasta que nos maten a todos, claro... - el Teniente sonreía de oreja a oreja, impasible.

Fuera, la riada enloquecida había perdido intensidad y ya solamente pasaban soldados o mulos sueltos a la deriva, con las bocas resecas y los ojos abiertos como platos cargados para el resto de la vida con imágenes aterradoras. 
Escribano miraba entre la humareda de los incendios y el polvo amarillo los movimientos de los que huían pero, sobretodo, observaba el avance del enemigo al que se podía oír muy cerca mientras saqueaba a los muertos o asesinaba a los heridos. 

Los moros seguían avanzando imparables y más pronto que tarde tuvieron a los primeros encima de la posición.
Llegaron envalentonados, calientes, cubiertos de sangre española y se lanzaron, muy seguros de sí mismos, al asalto pensando que todo el monte era orégano.

El Capitán ordenó abrir fuego a discreción y en mitad de la desbandada, en mitad de la locura y del desastre, se oyeron tronar, por primera vez, las dos piezas de la posición:

¡BOUMM, BOUMMM, BOUMM!

Las primeras oleadas rifeñas fueron destrozadas pero los cabileños redoblaron sus esfuerzos y se lanzaron, encolerizados ante la resistencia, contra las lomas de Peña Tahuarda que muy pronto se vieron anegadas de moros muertos, o a pique de estarlo.
Los soldados del "San Fernando" se cubrían de gloria y de heroísmo metidos en los pozos de tirador que conformaban su pequeño reducto.

El día veintiuno y su noche pasaron entre asaltos y combates a cuchillo, entre el estruendo de los cañones del Teniente Medina que no dejaban de disparar. Entre gritos, sangre, sudor y muerte.
La mañana del veintidós no cambiaría el panorama en absoluto. O sería peor, mucho peor, con los moros lanzándose en valientes y suicidas oleadas desde cada peña, matojo y chumbera.
Arrojándose contra los parapetos a centenares, incansables y decididos a acabar con todos los que había dentro de la posición española.

Pasarían así los días veintitrés, veinticuatro, veinticinco y veintiséis de julio de mil novecientos veintiuno. El año del Desastre.

Y los españoles que seguían con vida en la Posición Intermedia continuaban peleando sobre los parapetos destrozados y cuajados de muertos. 
Apenas les quedaban municiones, no tenían agua ni víveres, una de las ametralladoras había reventado recalentada y la enfermería se hallaba sobre los mismos parapetos, pues, salvo los heridos muy graves, todos los hombres preferían morir en su puesto.

Como el Teniente artillero, al que le habían pegado un tiro en la pierna y otro en una mano, y ahí seguía, ordenando sin cesar: 
¡carguen, fuego, carguen, fuego...!

Los moros les ofrecieron más de mil veces una rendición honrosa:

- ¡Paisa, paisa no disparéis y  nosotros dejar marchar a Melilla...!

Pero el Capitán Escribano, con la cabeza liada en un vendaje ensangrentado y con su última colilla humeando ente los labios, los envió a tomar mucho por... Ahí...

- No me fío ni un pelo de éstos... 
Luego ordenó seguir disparando.

- ¡A blanco seguro mis valientes que vale cada bala un ojo de la cara!- le jaleaba el Teniente Fernández.

Sus valientes, pues otra cosa no eran cada uno de aquellos hombres, siguieron disparando desde las posiciones ensangrentadas.

El veintiocho de julio, a unos pocos kilómetros de allí, la destrozada Columna del General Navarro formada por los restos de las Unidades desperdigadas y por las guarniciones y los blocaos en retirada, escucharon perfectamente las últimas detonaciones, a espoleta cero, de los dos cañones Krupp que que todavía defendían la Intermedia "A".

¡BAUM, BAUM, BAUMMM...!

Luego solamente se escuchó el silencio...

Y desde Navarro hasta el último de los hombres que formaban aquella malhadada columna, bajaron los ojos avergonzados de sí mismos.

A pocos kilómetros de allí el Capitán Escribano y los cuatro gatos que le quedaban vivos se defendieron como leones mientras la avalancha rifeña se abatía sobre ellos y los ahogaba a todos.

Cuentan que el último de los hombres murió defendiendo el humilde mástil sobre el que ondeaba nuestra bandera...

A. Villegas Glez. 2015


Imagen: Plano de las posiciones españolas alrededor de Annual en el verano de 1921.






















lunes, 20 de julio de 2015

SANCHO DÁVILA Y DAZA. El Rayo de la Guerra.

El día que nació una tormenta anunciaba que aquel niño estaba predestinado a blandir la espada y la daga para convertirse en uno de los mejores capitanes de aquel tiempo tan cuajado de grandes capitanes y de hombres valientes.
Era hijo de Antonio Blázquez de Ávila y doña Ana de Daza, y sus progenitores quisieron encaminar sus pasos, desde la más tierna infancia, hacia el sacerdocio y el servicio a la Iglesia, por eso nada más alcanzar la edad requerida lo enviaron a la mismísima y grandiosa ciudad de Roma para que allí estudiase Teología con los mejores maestros y fuese ordenado sacerdote lo más pronto posible.

Sin embargo a Sancho Dávila lo que le gustaba de verdad era la vida de la milicia y miraba con mucha envidia a los muchos soldados españoles que pululaban por la Ciudad Eterna. 

Su mayor deseo era convertirse en uno de ellos por encima de todas las cosas.

Así que en el año mil quinientos cuarenta y tres cuelga los hábitos, deja los libros de rezos y se hace soldado en el Tercio de Álvaro de Sande, que estaba preparándose para salir hacia el norte, allí los príncipes protestantes se habían alzado en armas y estaban exterminando a los católicos sin compasión, extendiéndose la furia iconoclasta como un barril de pólvora encendida, por todos los estados alemanes.

Sancho Dávila aparecería por primera vez en los libros de Historia en el año mil quinientos cuarenta y siete.
Tenía veinticuatro años cuando junto a otros nueve españoles se arrojó sin dudarlo a las heladas aguas del río Elba. Los nueve lo cruzaron con las dagas entre los dientes para luego desollar vivos a los tudescos que guardaban unas barcazas que servían como puente, las requisaron y regresaron a la orilla propia para que el Emperador Carlos y el Ejército Imperial pudiesen cruzar el caudaloso río y propinar a los herejes la soberana paliza de la batalla de Mühlberg, en la que acabaría de un plumazo con la rebelión y la arrogancia de sus enemigos.
Felicitado por el mismísimo Emperador y agasajado por el Duque de Alba, Sancho Dávila regresaría tras la campaña con su Tercio, que sería destacado en la isla de Sicilia. 
Allí Sancho participará en la callada pero no menos sangrienta guerra mediterránea que España sostenía en solitario contra los otomanos.

Era ya capitán de infantería española cuando se embarcó para la desastrosa campaña contra la Isla de Gelves. En la retirada resultaría herido y hecho prisionero por los turcos, y gracias, ya que su cabeza no formaría parte de las que se usaron para alzar la llamada Torre de las Calaveras, en la que serían apilados, en terrorífico monumento, los cráneos de los tres mil españoles que habían caído después de defender, durante dos largos y terribles meses, la ciudadela de la isla en la que Álvaro de Sande y su gente se enrocaron tras las murallas y no dejaron de matar turcos como demonios hasta el final.
Como recuerdo y advertencia, el Bey argelino mandaría construir aquella torre macabra que permanecería en pie durante un par de siglos.

Sancho Dávila sería rescatado al año y pico de cautiverio. 
Como recompensa por las fatigas sufridas el nuevo rey, Felipe, le concedería la Castellanía -un título análogo al de Gobernador- de la hermosa ciudad de Pavía.
Allí se mantendría solamente un año, y no por gusto, ¡pardiez!, si no porque el Duque de Alba le reclamó a su servicio.
Dávila, pagando de su bolsillo, claro, reclutaría una Compañía de Caballería que pasaría a ser la escolta personal del Duque de Hierro en Flandes, corría el año mil quinientos sesenta y ocho.

El Rey le concedió entonces el espinoso cargo de Gobernador de la Ciudadela de Amberes.
Dávila, a pesar de la falta de medios y de hombres, no tenía ni la mitad de los que debería tener para defender un perímetro como el de la ciudadela, ordena reparar los revellines y los baluartes de las murallas.
Sancho no se fiaba ni un pelo de los herejes. Y hacía bien.

Los holandeses de nuevo incendiaron Flandes con la rebelión y el flamante Gobernador, Sancho Dávila no sería ajeno a los vaivenes de la guerra: derrotaría en el río Mosa al enemigo, que luego le ganaría en la escaramuza de Quesnoy, en la que el mismo Dávila resultaría herido. 

Después recuperado y rehecho, perseguiría a los herejes hasta muy lejos, hasta pasar el gran río Rin y la ciudad de Dahlem en la que se habían refugiado los herejes.
Los españoles arrollarían a sus enemigos. 

Estará también el valiente Capitán Dávila al frente de las filas de su Tercio en la batalla de Gemingen, en la que el enemigo no encontraría esquina en la que poder ocultarse.
Gracias al arrojo desmedido de Dávila y de sus hombres, que impidieron que los holandeses abriesen las esclusas con lo que se habrían ahogado casi todos, se pudo ganar la batalla.

En otra célebre ocasión y marchando con su Tercio por la región de Frisia se encontraron con un numeroso ejército hereje que se había atrincherado al otro lado de un canal.
Sin dudarlo -ya tenía Dávila experiencia en cruzar cursos de agua- se arrojaron con los caballos al canal y agarrados de las crines o las colas de las bestias, la Compañía de Dávila al completo cruzaría el curso de agua para después derrotar a los sorprendidos y boquiabiertos holandeses.
Poco después en el pueblo de Tilermont, en una espectacular y audaz encamisada, pasaría a cuchillo a ochocientos enemigos.

En el año setenta y dos de siglo Sancho fue en ayuda de los españoles que estaban sitiados en Midelburgo, acosados, sin víveres ni municiones y a punto de capitular.
Nada más aparecer Dávila y sus hombres se lanzaron al ataque y consiguieron romper las líneas de asedio herejes que huyeron despavoridos, pero no contento con aquello, Sancho Dávila, persiguiría al enemigo en desbandada que se refugia en el puerto hereje de Arnemuinden.
Dávila, audaz y decidido ordena que se capturen unos cuantos barcos enemigos, luego los carga de infantería y se lanza contra un hermoso galeón holandés que había atracado y al que los españoles abordaron y metieron fuego, el resto de la flota holandesa y los refugiados, viendo lo visto, huirían como corderos ante los lobos.
Desde aquella hazaña, sus amigos y algunos admirados enemigos, como el francés Brantome, le bautizarían con el sobrenombre de: “El Rayo de la Guerra”
¡Pardiez, que estuvo acertado el gabacho!

En el año mil quinientos setenta y tres el viejo y duro Duque de Alba sería retirado de la gobernación de Flandes y dejaría su puesto al más moderado Luís de Requesens.
El nuevo Gobernador puso al mando del Ejército de Flandes a Sancho Dávila, por ser el más bravo y capacitado de todos sus capitanes.
Sancho lo volvería a demostrar durante el asedio y toma de Mastrique.
Harto de la resistencia holandesa, tras rezar junto a sus ochocientos soldados y al grito de ¡Cierra...!, Sancho y sus hombres acometieron los adarves ensangrentados y se pasaron por la piedra de amolar a más de mil y pico herejes, tomaron las murallas y permitieron que las banderas del Rey Católico ondeasen sobre las torres de la ciudad rebelde.

Al año siguiente, ocupando el centro del ejército español, destrozaría a los holandeses en la batalla de Mook. 

Allí se dejarían los herejes treinta banderas y estandartes, muchos cañones, más pertrechos y una suma incontable de muertos y de heridos. 
Por tan gran victoria el viejo Sancho Dávila, que tenía cincuenta y un años de calendario, más de la mitad de ellos pasados en mitad de la briega flamenca, recibiría en agradecimiento una carta manuscrita del mismísimo Emperador.
¡Generoso que te rilas el monarca…!

Era otra vez el Gobernador de la Ciudadela de Amberes y en octubre de mil quinientos setenta y seis se vio rodeado de enemigos por los cuatro costados. 
Los herejes lamían los adarves de la ciudadela ya que los mercenarios tudescos que tenían que defender el perímetro se habían pasado tan ricamente al enemigo.
Setecientos españoles estaban dentro de los muros dispuestos a morir todos antes que rendir la fortaleza.
Los ciudadanos de Amberes, tan piadosos, montaron chiringuitos y puestos de pescado frito muy cerca de las murallas de la Ciudadela, y las multitudes enfervorecidas aplaudían y jaleaban cada vez que un cañonazo abría una brecha en las murallas almenadas y algún compatriota acababa hecho puré contra las piedras. 
Ningún refuerzo había podido pasar las líneas enemigas y todo parecía perdido para Dávila y sus hombres.

Hasta que, de repente y cantando a pleno pulmón, aparecieron por el horizonte dos mil soldados españoles que venían desharrapados y hambrientos.
Eran los mismos que se habían amotinado hacía unos días en Alost porque ya no les quedaba ni cuero que poder roer.
Ahora avanzaban con ramas de laurel puestas en los morriones en señal de la segura victoria. Al verlos llegar los herejes- y perdonen la expresión- se cagaron vivos, y los dos mil españoles pudieron alcanzar la Ciudadela sin apenas resistencia.
Juan de Navarrete, que era el capitán electo de los amotinados, se abrazó a Dávila y le expuso su ferviente deseo de batir al enemigo y ocupar la ciudad.
Dávila le sugiere entonces que descansen y coman que luego se atacará. Navarrete le contestó:

- “Señor capitán, nosotros venimos a comer en el paraíso o a cenar en Amberes..”
Así que los españoles se lanzaron al ataque mientras que los soldados franceses, ingleses, tudescos y holandeses que debían guarnecer Amberes huyeron como conejos y los alegres ciudadanos que habían aplaudido y chillado jubilosos mientras bombardeaban la Ciudadela, chillaban ahora pero aterrados mientras Amberes empezaba a arder por los cuatro costados.

Poco tiempo después se firmaría el rimbombante Edicto Perpetuo que de perpetuo no tuvo nada ya que duró menos que un indígena con viruela. 
Sancho Dávila vería interrumpida su anhelada estancia en España-¡ah, la patria!- ya que Juan de Austria se había tenido que refugiar en la ciudad de Namur y solo Luxemburgo se mantenía fiel tras la nueva rebelión. Y allí que fue Dávila, con cincuenta y cinco primaveras en el lomo, Camino Español arriba.
Pero la repentina e inesperada muerte de don Juan, y la vuelta a la calma en el teatro flamenco, hicieron que Dávila regresase a España con el nombramiento en el bolsillo de Capitán General de la Costa de Granada. Su misión era la de luchar contra la piratería berberisca que asolaba las costas españolas.
Sancho Dávila acometería su labor con la diligencia y el valor acreditados.

Poco después pasaría la corona portuguesa a manos del rey Felipe y el viejo Sancho Dávila tendría que regresar a la guerra. 

Ahora en el frente portugués contra el pretendiente Prior de Crato y sus aliados gabachos e ingleses que pretendían quedarse con el trono y las colonias lusitanas.
Las cosas se dirimieron en la batalla de Alcántara que una vez acabada y con victoria española, el Duque de Alba ordenó al “Rayo de la Guerra” que persiguiese y aniquilase al enemigo en retirada.
Sancho le puso tanto ardor y buen mando que conquistaría la ciudad de Oporto dando por finalizada la campaña. 
Era el año mil quinientos ochenta.

Tres años después Sancho Dávila enfermaría muy gravemente a causa de una infección mal curada. Moriría en Lisboa el ocho de junio a la edad de sesenta años.
Hasta el mismo Emperador lloraría su muerte y reconocería públicamente que con la muerte de Dávila había perdido a uno de sus mejores soldados.


Sus restos reposan en la Capilla Mayor de la iglesia de San Juan Bautista sita en la pequeña, hermosa y cuajada de Historia en cada una de sus amuralladas esquinas, ciudad de Ávila.

A. Villegas Glez. 2013


Imagen: Sancho Dávila. 
















jueves, 16 de julio de 2015

JUNTOS Y REVUELTOS

Las Navas de Tolosa. 16 de julio de 1212…


Entre la inmensa y densa polvareda, con la cara desencajada, sin mirar atrás y cubiertos de sangre asomaron los primeros soldados cristianos que huían despavoridos. Los gritos de cien mil voces retumbaban por todo el llano de las Navas con quejidos de rabia y de espanto, de dolor y de muerte alaridos terroríficos que helaban la sangre en la venas.
El centro cristiano se estaba derrumbando…

Sobre una loma tres jinetes contemplaban la espeluznante escena, consternados, la pinza almohade se cerraba inexorable sobre el centro cristiano en el que, De Haro y los Caballeros de las Órdenes Militares, combatían a la desesperada y por su propio pellejo.

Uno de los hombres, hablando el castellano con marcado acento catalán, le dice a otro, que es rubito, guapote y que miraba desolado el campo de batalla:

- ¡Mira Alfons, está pasando igual que en Alarcos…!
- ¡No me toques los cojones, haz el favor, Pedro…!

El tercer jinete había llegado a última hora y agobiado por su propia conciencia que le había impulsado y empujado a apoyar a los castellanos, a pesar de que no le gustase la alianza, algo por dentro le había retorcido las tripas a Sancho de Navarra al pensar en que podría no haber estado allí aquel día, como no estaba el Rey de León...

- Dejaros de pamplinas -dice Sancho- ¡Habrá que hacer algo…!
- ¿Y qué hacemos…? -le interroga Alfonso.
- ¡Cargar…! -el navarro permanece impávido.
- ¿Cargar…?... ¡Mare de Deu!- contesta Pedro de Aragón mientras se persigna.
- ¡Que Ella nos ayude...!- musita Alfonso de Castilla.
- ¡Lo hará, pardiez, que lo hará!, por algo somos todos hermanos… O lo seremos...

Los otros dos hombres miran entonces al Rey de Navarra como si se hubiese vuelto loco de repente pero en el fondo de sus almas saben que el montañés tiene más razón que un Santo.

Mientras tanto sobre el llano siguen volando miles las flechas sarracenas y continúa la Caballería almohade ensartando cristianos a pares, la carnicería y la matanza no se habían detenido en ningún momento.
Los fanáticos almohades habían barrido toda resistencia a su paso y regresado a la más férrea ortodoxia islámica, gritaban enardecidos y seguros de que la victoria estaba, una vez más, al alcance de su mano.
Su primer envite les había llevado hasta las fronteras del Tajo y casi a conquistar la capital cristiana, Toledo. Su plan, cuando destrozasen a los cristianos de la Península, era seguir hacia el Norte, más allá de los Pirineos y como Aníbal llegar hasta la misma Roma donde Al Nasir, que era el líder almohade, pretendía clavar la bandera blanca y verde del islam y que su caballo abrevase sobre las destrozadas pilas bautismales de la Basílica de San Pedro.

Y estaban los sarracenos a un paso de conseguirlo, porque si vencían en Las Navas ya nadie sería capaz de detenerlos. 

Solamente se interponían en su camino aquellos españoles que, igual que las taifas musulmanas, resultaban avariciosos y envidiosos y entre ellos se daban de puñaladas traperas traicionándose a la menor ocasión.
A pesar de que habían acudido casi todos a lo que habían nombrado como Cruzada, Al Nasir, estaba seguro de que nada podrían lograr frente al poder fanático de los almohades que combatían todos unidos bajo un mismo ideal.
Los intereses mezquinos de los cristianos no podrían vencer a la unidad inquebrantable de los que rezaban al Profeta.

Los tres jinetes de la loma continuaban su conversación mientras la segunda línea de infantería cristiana acudía a toda prisa para reforzar el centro e intentar detener la apisonadora almohade, que destrozaba las Milicias.

- ¿Quién es el Abanderado de Castilla, Alfonso…?
- López de Haro…
-¡Vaya par de cojones…!
- Vascongado ya se sabe, ¡estos montañeses, pero qué te voy a contar que tu no sepas, Sancho…!
- Tus almogávares no dejan detrás más que desolación y muerte, Pedro…
-Ya ves… Si es que son unos bestias…
- ¿Bestias...? Para salvajes y valerosos los leoneses, asturianos y gallegos que han venido “de estrangis”, sin que su rey se entere…
- Al final voy a tener que darte la razón, Alfonso… Esto de juntarse para degollar moros te hace sentir dentro cosas. Cosas extrañas-
 Pedro de Aragón miraba el centro cristiano que se deshacía como un azucarillo:
- Claro... ¡España...!- a Alfonso de Castilla le brillaban los ojos.
- ¿Quién…?- el navarro se hacía el despistado…
- ¡Joder, Sancho…!

-¡Estos navarros...!

Y una carcajada sincera, franca, amistosa sale de las gargantas de los tres hombres que, por un instante, logra acallar los terribles sonidos de la batalla. 
La risa de los tres hombres sube hasta el cielo y el sol hace brillar castillos y leones con reflejos rojos y amarillos mientras las nubes forman unas cadenas y en el corazón de los tres hombres germina una certeza.

Si vencen, si consiguen doblegar a su enemigo, aquello será un final y un principio. 
El final de la ansiada meta que había marcado Don Pelayo y el principio de algo mucho más grande y más hermoso, de algo inexplicable y que les convertía a todos en hermanos de la misma madre.

Los Reyes se miraron. 
Las monturas estaban nerviosas igual que los caballeros que tenían tras ellos, hombres que, desde hacía mucho rato, observaban a sus reyes y afilaban sus espadas.

Sancho iba a hacer el gesto de alzar el Estandarte y ordenar la carga, pero se detiene y mira al Rey de Castilla, que era el principal Reino cristiano y el que más tropas y dineros había puesto para la empresa, y por tanto, debía ser su Rey y no otro, el que diese la orden de ataque. 


Al paso se despliegan los caballeros de Castilla, de Aragón y de Navarra con sus tres Reyes al frente, en rápida sucesión pasan al trote y luego al galope. El llano de Las Navas retumba bajo los cascos de la Caballería cristiana que se lanza imparable a la carga, resuenan las trompetas y se llena el aire con las voces enardecidas de los jinetes mezcladas con los bufidos de las bestias.

La masa almohade los ve venir y los soldados de la infantería cristiana, que huían, los ven venir y el tiempo y el espacio se funden durante un instante con todos los ojos fijos en las tres figuras que cabalgan hombro contra hombro, espuela contra espuela y con las lanzas apuntando hacia el enemigo

Luego llega el estruendo indescriptible cuando la cuña, encabezada por los tres hombres, se incrusta como un estilete en el centro de la infantería almohade. Los cristianos acuchillan como salvajes y el miedo se torna en temeridad.

Las cartas cambian de golpe de manos y son ahora los soldados sarracenos los que huyen espantados, pues todo el cristiano que había podido agarrar una espada, lanza o hacha, había seguido enardecido y valiente a sus tres Reyes.
Sancho de Navarra y sus guerreros exterminan a la temida guardia negra del Sultán, obligando a Miramamolín a tener que correr hasta Jaén dándose patadas en el culo. 
Pedro de Aragón alcanza su posición, llega el aragonés cubierto de sangre y jaleado por sus almogávares.
Pedro le pregunta a Sancho si no se va a llevar algún recuerdo de la victoria:
 
- Una cadena de esas de los negros estaría bien para tu Escudo, Sancho.
- ¡Cierto es…!- Sancho miraba las cadenas ensangrentadas con las que los guardias negros se ataban al suelo para morir defendiendo al Sultán. Y lo habían hecho. No había quedado ni uno vivo.

Cuando Alfonso de Castilla se une a ellos los tres hombres se funden en un apretado abrazo, luego desmontan para clavar las espadas y las rodillas en la tierra y darle gracias a Dios por haberles concedido la victoria.
A su alrededor el peligro almohade se había desintegrado y miles de muertos tapizaban el llano de Las Navas de Tolosa:

- ¡No sé ni cómo hemos podido lograrlo…! ¡Cien mil sarracenos…!- Alfonso contemplaba el campo de batalla.
- ¡Yo sí lo sé…!
- ¿Tú, Sancho?... El último que ha llegado…
- ¿Que tiene que ver?… Vine, ¿no?, pues eso… ¡No me toques los huevos, Pedrito…!
- ¡Calma…! No empecemos… A ver Sancho, cuéntanos…

Sancho miraba atravesado a Pedro de Aragón, sus tierras eran fronteras y habían tenido más de un encontronazo los soldados navarros y los aragoneses. 
Sin embargo el sentimiento de hermandad era demasiado fuerte todavía. 
Mañana, Dios diría:

- Hemos ganado porque hemos permanecido unidos- dice Sancho.
- Otras veces nos hemos aliado contra el infiel- le contesta Alfonso.
- Pero no como ésta, Alfonso, no como ésta…
- ¿Y qué tiene esta vez de distinta…?- replica Pedro de Aragón.

La luna estaba casi sobre el campo que olía a muerte y en el que miles de cadáveres se descomponían desnudos tras haber pasado sobre ellos la rapiña y el saqueo. 
Mañana serían los buitres los que llegasen y se abatiesen sobre todos los muertos. 
También sobre la frágil unidad que los cristianos habían conseguido.
Pero aquella noche no.

Aquella noche del dieciséis de julio de mil doscientos y doce, dentro de los corazones de cada uno de los miles de hombres que habían combatido juntos sobre aquel polvoriento llano de Jaén, una llamita les hacía sentir que lo habían hecho por algo mucho más grande y mucho más especial, algo que quizás ninguno de ellos alcanzara a entender, pero que ahí estaba, brillando dentro de cada uno de sus corazones.

Sancho de Navarra seguía mirando impasible al aragonés, luego se rasca el cogote sorprendido de sí mismo y de su propio pensamiento, ¡y mira que le fastidiaba reconocerlo, pardiez!, a él que era un montañés de Navarra pero así eran las cosas, luego, impávido, mira a sus camaradas y les dice:

- Hemos ganado la batalla a los moros porque los españoles de cada una de las cuatro esquinas hemos peleado juntos y revueltos…

Fin

© A. Villegas Glez. Del Libro: "Ni un Pedazo de Tierra sin una Tumba Española". Glyphos Publicaciones. 2015

Imagen: Tapiz de las Navas de Tolosa. 









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