Los gritos mezclados de las bestias y de los hombres eran espeluznantes, el chillerío agónico y aterrorizado, crecía y crecía al mismo ritmo que la inmensa polvareda lo cubría todo mientras el desastre se abatía sobre las líneas españolas.
Centenares de hombres formaban una riada espantada que lo devoraba todo a su paso, los caballos, los mulos y los vehículos se amalgamaban y se entremezclaban entre coces y bocinazos mientras los hombres enloquecidos trataban de agarrarse a las crines, a los guardabarros o a dónde pudiesen con tal de salir de allí.
El espectáculo sobrecogedor provocaba que el Capitán Escribano se estrujase las manos con nerviosismo y agachase la cabeza avergonzado.
¡Todo Dios estaba huyendo...!
Los moros aprovechaban la circunstancia para saldar viejas deudas y dejar abiertas, de par en par, las puertas del odio y la venganza.
Detrás de la avalancha que huía venía otra ola, una ola pavorosa de muerte que degollaba sin piedad a cuanto soldado encontraba en su camino.
Toda la línea se había derrumbado y la única orden había sido: ¡sálvese el que pueda!
Escribano, sin embargo, no estaba dispuesto a entregar su posición ni a abandonar su puesto, así se le viniesen encima todos los agarenos del mundo.
Cosa que era, precisamente, lo que estaba sucediendo.
La intermedia "A" guardaba el camino entre Annual y Ben Tieb, estaban también las posiciones "B" y "C" y las tres no eran más que una débil empalizada de sacos terreros desfondados, dos cañones Krupp, un par de ametralladoras y noventa soldados, entre infantes, ingenieros y artilleros, para defenderlo todo.
Las tres posiciones se habían ocupado tras el desastre en monte Abarrán y debían servir, en caso de retirada, para dar protección a las columnas.
Claro que para proteger algo primero deberían haber existido columnas de repliegue -pensaba Escribano- sin quitarle ojo a la avalancha alucinante que seguía pasando ante su posición.
Nadie, ni oficiales ni soldados, se había detenido, nadie había parado su alocada carrera, más bien al contrario, cuando los que huían veían a los hombres de Escribano asomados a los sacos terreros les gritaban que huyesen, que corriesen para salvar la vida.
El pánico colectivo se había apoderado de los hombres y nadie hacía otra cosa más que correr tratando se salvar el propio pescuezo.
Nadie, excepto algunos pequeños grupos de Regulares que mantenían el fuego intentando proteger a los que huían, racimos de soldados que se arremolinaban alrededor de algún oficial para vender cara la piel. También estaban ellos, los hombres que defendían la posición de Peña Tahuarda.
Noventa españoles, algunos sacos terreros, un poco de alambre de espino, dos cañones, dos ametralladoras y ciento ochenta pares de huevos.
Asomados al parapeto los oficiales de la posición se estremecieron como gorriones helados y sintieron cómo se les erizaban los vellos de la nuca cuando escucharon a su Capitán decir lo que les dijo:
- ¡Señores, es hora de morir por la patria... La posición no se abandona!
Ninguno de los hombres respondió más que: ¡A la orden!
- Medina... ¿Cuánta munición tenemos para las piezas...?
- Para tres días, mi Capitán...
- Pues tiren ustedes a blanco seguro y reservando la metralla para cuando se nos echen muy encima...
- ¡A la orden...!
- ¡Márquez...!- el Capitán tenía los ojos chispeantes y el corazón le palpitaba a doscientas mil pulsaciones por minuto.
El joven Teniente de la Sección de Ametralladoras dio un respingo al oír su nombre:
- ¿Sí, mi Capitán...?
- Las máquinas en el sector de la puerta, que crucen el fuego y no dejen asomarse a ningún turbante...
- ¡A la orden...!
- ¡Fernández...!- el tercer oficial ya sabía lo que iban a decirle, era el más veterano y en caso de que cayese el capitán, sería el que tomase el mando.
- ¡Sordenes...!- Fernández siempre había sido un cachondo y ni siquiera en medio de la calamidad que les rodeaba perdía el sentido del humor.
- Usted cubrirá el flanco Norte, ya sabe, en dónde las chumberas y las pitas llegan casi hasta el parapeto...
- ¡No pasará ni uno mi Capitán..! Hasta que nos maten a todos, claro... - el Teniente sonreía de oreja a oreja, impasible.
Fuera, la riada enloquecida había perdido intensidad y ya solamente pasaban soldados o mulos sueltos a la deriva, con las bocas resecas y los ojos abiertos como platos cargados para el resto de la vida con imágenes aterradoras.
Escribano miraba entre la humareda de los incendios y el polvo amarillo los movimientos de los que huían pero, sobretodo, observaba el avance del enemigo al que se podía oír muy cerca mientras saqueaba a los muertos o asesinaba a los heridos.
Los moros seguían avanzando imparables y más pronto que tarde tuvieron a los primeros encima de la posición.
Llegaron envalentonados, calientes, cubiertos de sangre española y se lanzaron, muy seguros de sí mismos, al asalto pensando que todo el monte era orégano.
El Capitán ordenó abrir fuego a discreción y en mitad de la desbandada, en mitad de la locura y del desastre, se oyeron tronar, por primera vez, las dos piezas de la posición:
¡BOUMM, BOUMMM, BOUMM!
Las primeras oleadas rifeñas fueron destrozadas pero los cabileños redoblaron sus esfuerzos y se lanzaron, encolerizados ante la resistencia, contra las lomas de Peña Tahuarda que muy pronto se vieron anegadas de moros muertos, o a pique de estarlo.
Los soldados del "San Fernando" se cubrían de gloria y de heroísmo metidos en los pozos de tirador que conformaban su pequeño reducto.
El día veintiuno y su noche pasaron entre asaltos y combates a cuchillo, entre el estruendo de los cañones del Teniente Medina que no dejaban de disparar. Entre gritos, sangre, sudor y muerte.
La mañana del veintidós no cambiaría el panorama en absoluto. O sería peor, mucho peor, con los moros lanzándose en valientes y suicidas oleadas desde cada peña, matojo y chumbera.
Arrojándose contra los parapetos a centenares, incansables y decididos a acabar con todos los que había dentro de la posición española.
Pasarían así los días veintitrés, veinticuatro, veinticinco y veintiséis de julio de mil novecientos veintiuno. El año del Desastre.
Y los españoles que seguían con vida en la Posición Intermedia continuaban peleando sobre los parapetos destrozados y cuajados de muertos.
Apenas les quedaban municiones, no tenían agua ni víveres, una de las ametralladoras había reventado recalentada y la enfermería se hallaba sobre los mismos parapetos, pues, salvo los heridos muy graves, todos los hombres preferían morir en su puesto.
Como el Teniente artillero, al que le habían pegado un tiro en la pierna y otro en una mano, y ahí seguía, ordenando sin cesar:
¡carguen, fuego, carguen, fuego...!
Los moros les ofrecieron más de mil veces una rendición honrosa:
- ¡Paisa, paisa no disparéis y nosotros dejar marchar a Melilla...!
Pero el Capitán Escribano, con la cabeza liada en un vendaje ensangrentado y con su última colilla humeando ente los labios, los envió a tomar mucho por... Ahí...
- No me fío ni un pelo de éstos...
Luego ordenó seguir disparando.
- ¡A blanco seguro mis valientes que vale cada bala un ojo de la cara!- le jaleaba el Teniente Fernández.
Sus valientes, pues otra cosa no eran cada uno de aquellos hombres, siguieron disparando desde las posiciones ensangrentadas.
El veintiocho de julio, a unos pocos kilómetros de allí, la destrozada Columna del General Navarro formada por los restos de las Unidades desperdigadas y por las guarniciones y los blocaos en retirada, escucharon perfectamente las últimas detonaciones, a espoleta cero, de los dos cañones Krupp que que todavía defendían la Intermedia "A".
¡BAUM, BAUM, BAUMMM...!
Luego solamente se escuchó el silencio...
Y desde Navarro hasta el último de los hombres que formaban aquella malhadada columna, bajaron los ojos avergonzados de sí mismos.
A pocos kilómetros de allí el Capitán Escribano y los cuatro gatos que le quedaban vivos se defendieron como leones mientras la avalancha rifeña se abatía sobre ellos y los ahogaba a todos.
Cuentan que el último de los hombres murió defendiendo el humilde mástil sobre el que ondeaba nuestra bandera...
A. Villegas Glez. 2015
Imagen: Plano de las posiciones españolas alrededor de Annual en el verano de 1921.
Magnifico relato, felicidades
ResponderEliminarNo todo fue correr, por supuesto, tal y como hemos venido venido manteniendo un buen grupo de interesados en los temas africanos. Unos 3.000 soldados españoles estaban en el campamento de Annual con un equivalente a 32 compañías. El convoy sanitario y las tres compañías de Intendencia salieron en perfecto orden y sin bajas. De las cinco baterías dos capitanes de batería admiten desorden pero no citan ante el juez más de cuatro bajas mortales en cada una de ellas, en cambio hay mucho mulos (con la pérdida de carga) muertos.En las cuatro compañías de ingenieros hay bajas pero la mayoría leves aunque hay dos oficiales muertos en la 4ª. Las cinco compañías de Africa llegan a Drius sin haber perdido más de 25/30 hombres, es decir unos 5/6 por compañía. De las cuatro compañías de San Fernando dos perecen defendiendo la salida de la posición. En las cinco compañías de Ceriñola se habla de 200 desparecidos, rompiendo la estadística anterior sin tener otros datos al respecto. Resumiendo: de 3.000 soldados españoles que salieron del campamento unos 2.500 llegaron a su destino porque las órdenes se dieron: Replegar la posición hasta Dríus. Entre unas y otras razones unos 500 no llegaron y muchos fueron muertos más por los habitantes que por la propia Harka. Y llegaron cansados, sin moral y con el temor de toda retirada pero no fueron tiroteados y "fusilados" a mansalva.No hubo órdenes a las intermedias porque los jefes habían muerto. Unas se sumaron a la columna y otras permanecieron en sus puestos. Dura, durísima retirada.... ¿Corriendo? Yo no lo sé. Yo no estaba allí.
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