En la orilla occidental del río Ishora el paisaje embarrado y removido enmarcaba las figuras de dos hombres, dos camaradas, dos amigos que, aprovechando una de las pocas pausas en el combate, calentaban un poco de agua con la que poder lavarse y así librarse, al menos un poco, de los miles de piojos que les acompañaban en las trincheras.
Al otro lado del río la artillería soviética había hecho también una pausa en el bombardeo, quizás Iván también estaba quitándose los piojos que no entendían de más ideologías que la de alimentarse y multiplicarse por millares.
Era el mes de abril del año cuarenta y tres, los dos hombres llevaban en Rusia desde hacía más de un año, pero a ellos les parecía que habían pasado diez, o más...
En aquel año y pico de vida habían aprendido más cosas y madurado más que en todo lo que llevaban vivido y quizás en todo lo que les quedaba por vivir.
Habían aprendido que cuando callaban las trompetas y los tambores de los desfiles y se apagaban los vítores de la gente, cuando estos cambiaban por los gritos desgarradores y el sonido de los huesos haciéndose añicos partidos por la metralla, en aquellos momentos de locura desatada y con la muerte segando sin compasión, solamente se peleaba por el camarada que estaba a tu lado, hombro con hombro, sudor con sudor y sangre con sangre.
Porque al fin y al cabo, al final, mientras estallaban cientos de granadas y silbaban miles de balas alrededor, lo único que se tenía eran el miedo, la resignación, la rabia y el valor compartidos.
Y aquellos dos camaradas que se lavaban la cabeza el uno al otro lo habían aprendido con creces desde que habían llegado a Rusia, pero sobretodo desde que los soviéticos habían lanzado su ofensiva hacía dos meses.
Ofensiva que, a costa de mucha sangre y sacrificio, aquellos dos hombres junto a otros muchos compatriotas habían detenido.
El cubo con agua caliente estaba casi listo y uno de los hombres le dice al otro que se prepare:
- Tú primero Rafa...
- No, que tú eres suboficial...
- no me toques los cojones y siéntate anda...
De repente el instinto de soldados veteranos se dispara y ambos se arrojan a tierra. Pero ya es demasiado tarde, además la granada de mortero ha caído muy cerca de los hombres.
Rafael Bravo Espejo siente una brasa ardiente que se le clava en la pierna y un dolor intenso y lacerante que se expande por todo su cuerpo como una llamarada, los oídos le sangran y apenas puede ver más que una nube polvorienta en la que, curiosamente nítido, resalta el cubo de lata que sostenía su amigo.
¿Dónde estará...? - se pregunta.
Pero no alcanza a ver más que un bulto inmóvil y desmadejado entre la polvareda. Luego, con el cuerpo convertido en una marioneta dolorida pierde el conocimiento.
Horas más tarde, en la camilla del hospital de campaña, lo primero que hace al despertar es tocarse la pierna herida y comprobar aliviado que seguía en su sitio y entera.
Luego recuerda la explosión y el cuerpo de su amigo.
Entonces grita desolado sabiendo sin querer saber. Otro camarada de la Compañía le certifica la noticia sin demasiada delicadeza, porque amigo, aquello es Rusia y allí todos los día se moría la gente:
- Al Sargento Paulo le han matao, Rafa...
Sabiendo sin querer saber, a Rafael Bravo Espejo los ojos se le llenan de lágrimas. Su compañero seguía hablando, pero él apenas podía oírle:
- A ti te han "arreao" fuerte amigo, casi pierdes la pata... ¡Pero te vas a España, camarada!
¡A España...!
Sin embargo a Rafael le quedaba todavía un largo trecho y mil peligros que afrontar antes de poder regresar.
Roto por la pérdida de su amigo y herido grave le metieron en un tren alemán de heridos.
Un tren que llevaba su Cruz Roja pintada en el techo y que solamente serviría para que los pilotos de los temibles Sturmovick soviéticos atinasen mejor el blanco y lo ametrallasen hasta hacerlo estallar en mil pedazos.
Los supervivientes del tren se refugiaron en un bosque cercano y se ayudaron los unos a los otros durante dos días con sus noches, solos y perdidos en mitad de territorio hostil, heridos, desarmados y sin apenas comida ni agua ni abrigo.
Gracias a Dios les encontrarían antes los alemanes que los soviéticos y casi todos lograron regresar a su lejana y hermosa patria.
Rafael Bravo lo primero que haría, todavía con la pierna dolorida y que apenas podía apoyar, sería llevarle a la familia de su amigo las pocas pertenencias que éste guardaba: unas cartas manuscritas, un reloj de pulsera, una crucecita de plata, dos camisas, cuatro fotos...
En su pueblo le recibieron con banda de música y declararon el día de fiesta, el alcalde le abrazaba, el cura le bendecía y las mozas se lo comían con los ojos.
Sin embargo a Rafael Bravo Espejo, a pesar de la alegría y el orgullo que sentía, una vocecita le susurraba y el corazón se le encogía deseando no estar allí sino con sus camaradas del frente.
La voz le decía:
- Acuérdate de que, en Rusia están...
Fin
A. Villegas Glez.
Dedicado a la memoria del Sargento Paulo y al señor D. Rafael Bravo Espejo, de noventa y tres años, herido en el frente de Leningrado en abril de 1943.
Muchísimas gracias a su hijo por permitirme contar su historia.
Imagen: D. Rafael Bravo Espejo. Fotografía cedida por la familia.
¡Muy bien narrado!
ResponderEliminarGracias por este relato GRACIAS GRACIAS.
ResponderEliminarPecioso relató como siempre
ResponderEliminarMuchas gracias Maese Villegas
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