viernes, 22 de enero de 2016

TIEMPOS DUROS

I



Aquel contrato aunque fuese eventual y solamente cubriese unos pocos días de su maltrecha vida laboral, le había venido como anillo al dedo. Un cabo salvador en mitad del mar feroz, negro y embravecido que quería engullirlo desde hacía tanto tiempo. Un pequeño soplo de aire para las maltrechas velas de su vida.

De camino a la dirección que le habían facilitado en la oficina de empleo la mañana era fría y desapacible, con negros nubarrones que anunciaban agua para la tarde. Caminaba renegando de Dios y del Diablo mientras soplaba entre sus manos el aire poco cálido que salía de sus pulmones. ¡Maldita fuese su estampa!, se sentía tan helado por dentro y tan vacío que apenas ya nada conseguía llenar el abismo que se había abierto en sus entrañas.

A lo lejos algunas figuras pateaban la acera intentando quitarse el frío de los huesos. Allí era. Y aquellos que bailoteaban el tango helado del desempleo y la desesperanza eran los que iban a convertirse, durante unos días, en sus compañeros:

- Buenos días- dijo, educado pero frío y distante. Solo dos de las cuatro personas respondieron a su saludo:

- Buenos días…

Comprobó con media sonrisa dibujada en el rostro helado que los otros, que llevaban allí más rato y ya habían roto el primer hielo, le miraban curiosos.
Alargó un instante el momento de hacerlo, ese segundo en el que unos y otros dejaban de mirarse de reojo y con desconfianza para pasar a empezar a convertirse en camaradas y que cada cual ocupase el lugar que le correspondiese en el entramado social del grupo:

- ¿Estáis aquí por lo del curro…?- preguntó.

- ¿A ti también te envían los del paro…?- le preguntó a su vez el que parecía haber adoptado el papel de líder. Un hombre mayor, delgado y de tez agitanada al que quizás era mejor no encontrarse en esquinas oscuras.

- Claro… Presentarse aquí tal día a tal hora… ¿Sabes de qué va la faena…?- el hombre se dirigía al de la piel aceitunada.

- Pues ni idea compadre pero mientras paguen…

Al oír aquello los demás rieron afirmativos, como si el hecho de que te pagasen por tu trabajo se hubiese convertido en algo anormal y dado a celebraciones. Y, por desgracia así era en muchas ocasiones. Empresas que no pagaban, liquidaciones salariales y empresarios paseándose en Mercedes último modelo y gastando dinero a espuertas en juergas y hembras mientras los trabajadores pasaban las de Caín sin cobrar los salarios durante meses.

- Mientras paguen y coticemos para el paro…- apostilló otro que no parecía haber pasado hambre en su vida ya que era como Obelix pero sin menhir. Tampoco parecía que hubiese trabajado jamás.

El hombre de destellos verdes en los ojos que entornaba al amanecer se apartó del grupo, lió un cigarrillo y se puso a fumar contemplando cómo los rayos del sol empezaban a superar los edificios de la ciudad. Detrás los cuatro hombres seguían su conversación, que siendo españoles como eran tenía múltiples y variados temas, dándose la circunstancia de que cada uno de ellos se declaraba experto, entendido y catedrático.
Todos los españoles llevábamos dentro un entrenador de fútbol, un Capitán General del Ejército y un Presidente de Gobierno. Y así lo dejábamos ver en cada discusión y cada debate. Y así nos iba, claro.

Al poco rato la gruesa puerta de madera que daba a los escalones sobre los que dos de los hombres se habían sentado a esperar, se abrió entre graznidos de goznes viejos y mal mantenidos.
La mujer que asomó era pequeña y enjuta, con la piel apergaminada y los ojos brillantes y vivos tras unas gruesas gafas que parecían tan viejas y antiguas como ella misma.
Miró a los cinco hombres de arriba abajo chasqueando la lengua con indisimulado desprecio. Luego, seca como el aire que ahora corría por las calles, preguntó:

- ¿Alguno de ustedes lee libros…?

Dos hombres levantaron la mano como escolares obedientes. Uno de ellos era el gordo lo que sorprendió al otro que había alzado el brazo, al de los destellos verdes en los ojos.
La mujer les miró con algo más de atención, explorando sus rostros con paciencia de indígena precolombino y pareciendo satisfecha con lo que encontró, pues, esbozando una metáfora de sonrisa, dijo:

- Bien, ustedes dos conmigo a empaquetar los ejemplares… Ustedes tres los acarrearán hasta el patio y el furgón…

De aquello se trataba… Bien, no estaba tan mal… Libros y legajos y vaya usted a saber qué más cosas se encontraban allí dentro. Al hombre una sonrisa de niño curioso le endulzó el rostro curtido. A la vieja de las gafas el detalle no le pasó inadvertido.

Aquel lugar era enorme… Los estantes llegaban casi hasta el techo, que estaba rematado por viejas vigas de madera llenas de telarañas y polvo acumulado de siglos, de ellas colgaban los tubos fluorescentes cuyos soportes estaban cuajados de roña y moscas muertas de hacía décadas, los estantes eran también de madera antigua y el lugar despedía un olor dulzón, a papel pudriéndose desde hacía más años que todos los allí reunidos.
Algunas estanterías ya estaban a medio vaciar y había paquetes de de archivadores de los que rebosaban documentos amarillentos montados en unos carritos parecidos a los de los supermercados. Había papeles por el suelo, cajones de madera abiertos por casi todas partes y se podía sentir que el viejo edificio gemía estremecido mientras escarbaban en sus tranquilas tripas.

La mujer organizó de inmediato a los tres “porteadores”. Indicando a los hombres los carritos y el camino hacia el patio interior, un patio grande que daba al otro lado de la calle en el que esperaba una furgoneta. El conductor apenas saludó a la mujer y esta siguió con sus precisas instrucciones a los tres hombres. 

El de la tez aceitunada y peligro evidente permanecía muy atento, con los que eran ya sus dos compinches, más atentos todavía a sus órdenes.
El trabajo era sencillo. Agarrar los carros aquellos, cargarlos de paquetes y meterlos en el furgón hasta llenarlo y así durante toda la mañana, ¿fácil, no…?

El gordo y el hombre siguieron a la mujer de nuevo hasta el interior del edificio. La señora empezó a hablarle a él directamente pues era evidente que la sola presencia del mantecoso ser que les acompañaba la incomodaba y repelía:

- Nosotros tenemos que vaciar las estanterías y la sala de las máquinas y empaquetar todo lo mejor que podamos…

- ¿Sala de las máquinas…?- preguntó el hombre sin poder contener la curiosidad.

- ¡Bah!, cuatro artefactos y tres hierros retorcidos del siglo catapún… Ideas locas de hombres más locos todavía…

Cada vez que bajaba un libro, o un manojo de legajos viejos se estremecía. ¿Cuántas vidas habría en aquellos papeles que removían?, ¿cuántas personas allí representadas…?
Le habría encantado pararse un momento y leer alguno de aquellos papeles y documentos, mirar a través de los siglos en un viaje a través de aquellos escritos.
Casi todo eran documentos que pertenecían a la Universidad y a los museos de la ciudad. Expediciones, compras y ventas de piezas, burocracia a espuertas, exposiciones, relaciones de colecciones…
Casi todo eran cosas sin valor que iban a ser digitalizadas antes de que se perdiesen para siempre carcomidas por las ratas y el tiempo. Había muchos libros, no ejemplares raros o valiosos, pero sí había infinidad de ediciones de libros de texto que había usado la Universidad en sus clases o enciclopedias desfasadas, había colecciones de clásicos abandonadas allí, literatura española y universal que se pudría en los estantes sin oportunidad de ser leída.

Sobre las once de la mañana abrieron la sala de las máquinas…
Fue decepcionante, claro, como había dicho la mujer , ya que allí adentro solamente había basura.
Unos globos terráqueos oxidados, algunos hierros y alambres irreconocibles, bidones arrugados, pipetas y utensilios de química y laboratorio, unos estantes metálicos que sostenían oscuros botes llenos de cosas irreconocibles, paneles de mariposas e insectos llenos de polvo y al fondo algo que era clavadito al generador de corriente de la película del hombre de Frankestein.

Así lo había descrito el gordo muy acertadamente, tanto que la vieja le miró por primera vez sin desprecio en el mentón.

- Qué cosa tan extraña éste artefacto… No debería estar aquí… No toquen nada, voy a avisar al Profesor…

Sin embargo la atracción sobre el extraño objeto se había apoderado del obeso que, apenas hubo salido la mujer de la sala de las máquinas, se acercó hasta el aparato y comenzó a pulsar botones y a mover palancas. 
Al principio no sucedió nada…

Luego un destello, como el del sol irrumpiendo de golpe en una habitación oscura, cegó el mundo y un bramido, como el de un oso herido de muerte, rasgó la tierra.
El hombre había estado a punto de decirle al gordo que no tocase, pero, ¿para qué decir nada si no le iba a hacer ni puto caso?, ahora se veía empujado hacia atrás por una fuerza sobrehumana y manejado como un muñeco de trapo por la onda expansiva. 
Del gordo, pensaba, no habrá quedado ni una uña…

II

El pitido agudo que inundaba su cabeza, poco a poco, fue decreciendo. Escuchaba voces a su alrededor y sentía manos recias que movían su cuerpo:

- Es español y católico…

- ¿Cómo lo sabe vuestra merced…?

- Porque llevaba esta medalla de la Virgen… Y ha hablado en castellano, aunque muy raro, eso si, muy clarito...

Las voces llegaban a él amortiguadas, como si los que hablasen estuviesen a centenares de metros cuando las dos figuras estaban casi encima suyo, detrás otros bultos se movían entre la sombra y la bruma de la inconsciencia.
Recorrió su cuerpo con las manos, alegrándose de encontrar intactos los brazos y las piernas, luego al abrir los ojos se encontró ante dos rostros barbados, sucios y malolientes que le miraban curiosos y precavidos:

- Bienvenido al mundo, camarada…- la voz era de trueno y, aunque había entendido perfectamente el idioma, este le había parecido antiguo, de otra época que él solamente había conocido en los libros.

- ¡Agua…!- pidió, con una sed que de golpe le exigía el líquido elemento desde cada poro de su cuerpo.

Alguien le alcanzó una desportillada jarra de barro que contenía un agua de color indefinido que el hombre bebió sin miramiento hasta notar la boca terrosa y los dietes llenos de arenilla. 
Escupió sobre el suelo mientras los dos hombres, que se habían incorporado y le miraban en pie con cara de sorna, reían sin disimulo:

- Primera lección en Flandes. El barro si no es de vino no se vuelca del todo, camarada…

El hombre que había hablado era pequeño y recio, con una barba bermeja que se partía en mitad del rostro con una fea cicatriz, los ojos vivos e inteligentes no dejaban de buscar en todas direcciones y la voz tenía un acento norteño que al hombre le había parecido de Galicia o por ahí. 
El otro hombre, más alto y delgado tenía los ojos grises igual que el pelo y la mirada tranquila de quien estaba ya de regreso de todo. Una banda roja, desgastada y zurcida, cruzaba el pecho del hombre.

- ¿De dónde ha salido vuestra merced…?- preguntó.

El hombre, que empezaba a sospechar en qué lugar del mundo, y sobre todo, en qué época se encontraba, miró al hombre recio y luego al hombre alto, se sentó en el jergón de paja húmeda y miró a su alrededor. 
Los ojos ya se habían habituado a aquel ambiente de penumbra y sombras, el olfato aún tardaría en acostumbrarse al hedor mezcla de sudor, sangre, heces, vómitos, cebollas, ajo, vino rancio y miseria que inundaba la estancia, alumbrada pobremente por velas de sebo, en la que se encontraba.

- ¿En qué siglo estamos…?- preguntó.

- ¡Pardiez…, pues vaya pregunta!

- Háganme el favor los señores soldados de responderme…- el hombre utilizaba sus lecturas y sus conocimientos para mantener un respeto que él sabía fundamental para relacionarse con aquellos hombres. Fue el hombre alto el que le contestó.

- Estamos en el año mil seiscientos y veintidós…

Tuvo que agarrarse fuerte al borde del jergón para no caer de cabeza al suelo. ¿Cómo era aquello posible…¿estaría muerto y aún no se había enterado…?
Haciendo un soberano esfuerzo se puso de pie, al principio el mareo se multiplicó y las náuseas le inundaron, pero respiró profundamente tres o cuatro veces sin prestar atención a los hombres de la cabaña, había al menos cinco allí dentro, luego anduvo despacio levantando polvo del suelo hasta alcanzar una de las desvencijadas paredes y poner la mano sobre la madera. 

Estaba frío y la madera desgastada y llena de astillas raspaba la piel. Aquello era real. 
Vio el marco de la pieza de madera que hacía las veces de puerta y resuelto fue hacia ella. Nadie le detuvo, los hombres le contemplaban absortos.
El golpe de aire tuvo un efecto balsámico. 
Estaba helado pero al respirarlo se sintió más vivo que nunca. Recordaba el artefacto de la sala de las máquinas, al gordo, a la vieja de las gafas… Recordaba el estallido de luz… ¿Cómo coño había llegado hasta allí?

Una mano se apoyó en su hombro izquierdo. El hombre alto miró un instante hacia el horizonte:

- Flandes… dijo.

- ¿1622…?- preguntó el hombre.

- Si…

- ¡Pardiez…!

El hombre alto sonrió al oír aquella palabra.

- Eres español, no hay duda…

- Lo soy, pero de otra España…

- ¿Otra…?

- Bueno, no otra, la misma pero de otro tiempo…

- No le entiendo a vuestra merced…

- Si me da usía un vaso de vino se lo cuento, no van a creerme vuestras mercedes…

Era un vino áspero pero que le supo a gloria, la jarra de peltre abollada y los cinco pares de ojos que le miraban entre barbas y bigotazos, cicatrices, dientes desportillados, pardieces, voto a tales y blasfemias le seguían indicando que aquello que estaba viviendo no era un sueño.

- Me llamo Manuel Pérez y vengo de España… Pero de una España distinta -bebió otro trago de vino-… Vengo de otro siglo, señores…

Un murmullo se extendió por la cabaña. 
Algunos de los ojos le miraron incrédulos, algún hombre se persignó y todos siguieron mudos escuchando el extraordinario relato de aquel hombre, compatriota suyo sin duda a pesar del extraño castellano que utilizaba y que, vestido con ropas antes nunca vistas y sin espada ni daga, habían encontrado en mitad del lodazal flamenco muy cerca de la ciudad de Fleurus.

El hombre recio le rellenó la jarra de vino. Siga contando tan gran prodigio vuestra merced, le dijo:
Bebió de nuevo y mirando a cada hombre, pero en especial al alto del pelo cano, continuó lo que, hasta para él mismo, era una fábula increíble:

- Un servidor estaba en el paro…

- ¿Paro, qué es eso…?

- Es cuando uno no tiene trabajo…

- Habiendo turcos, herejes y demás no ha de faltar el trabajo, pardiez…

- Deje vuestra merced de preguntar cosas o no acabaremos de oír la historia de Maese Manuel…- el hombre de la banda roja ponía orden en la conversación.

- Continúe vuestra merced…

- Me enviaron a un sitio a trabajar, allí había una extraña máquina que explotó y me he despertado aquí, con vuestras mercedes, en Flandes, cuatro siglos después… O antes...

- ¿Quién le envió a usía a trabajar…?

- Los de la oficina del paro…

- ¿Quiénes…?

- El Gobierno…

- ¿El Rey… ?

- Más o menos…

- Pardiez…

Los hombres rumiaban lo que el extraño viajero del tiempo les estaba contando. 
En verdad que vestía de manera harto extraña y que su manera de hablar era distinta, pero llevaba una medalla de la Virgen y conocía la manera de moverse y ser de los españoles, sin duda era un compatriota, pero, ¿sería todo, tal y como contaba, un extraño fenómeno acontecido sin saber muy bien cómo y por qué? ¿Sería cosa del Demonio…?

- Veo la mano del Maligno en todo esto Capitán Álvarez.- dijo uno de los hombres mientras acariciaba un crucifijo que le colgaba del pecho. Deberíamos avisar al Páter- apostilló.

- ¿El maligno…?, no diga tonterías un señor soldado curtido como vos.

- No puede ser otra cosa, capitán…

- Puede ser lo que Maese ha contado… ¿o duda de su palabra?

- Voto a las barbas de San Pedro que resulta increíble… La opinión sabia del Páter nos alumbrará…

Un murmullo apoyó aquellas últimas palabras y hasta el hombre recio, mano derecha del otro, el de la banda, hizo un ademán afirmativo con la cabeza. 

No estaría de más el cura por aquí, decía el gesto.
El hombre alto, sin duda el oficial de aquella tropa, lo pensó un instante, luego le ordenó a uno de los hombres que fuese a buscar al Páter que a aquellas horas andaría por donde los heridos dando extremaunciones y demás labores de su oficio.

Después se acercó hasta el hombre de ojos verdosos y le rellenó la jarra de peltre.

- Pardiez camarada que hasta a mí me parece cosa de brujería…

- Es natural señor capitán, para mí que estoy muerto y esto es solo una especie de antesala, quizás por las cosas que leí sobre vuestras mercedes…

- ¿Hay libros que hablan de nosotros?

- Hay toda clase de libros y al alcance de todo el mundo. Hay muchas maravillas y también hay muchas miserias.

- Es del todo increíble que andéis por aquí…

- Lo sé… Para mí lo es también… Y sois reales, puedo oleros y sentir el calor…

- Y si se acerca vuestra merced al río, en donde están los herejes, olerá la pólvora y la sangre coagulada… Allí sí que campa a sus anchas la muerte…

- Me gustaría verlo…

- No es hermoso espectáculo…

- ¿Por qué llamar al cura…?

- Es hombre sabio y leído… Como vos… ¿No os gustan los párrocos…?

- Lo justo…

- Pero llevabais a Nuestra Señora al cuello…

- No tiene que ver… En mi tiempo los curas ya no mandan, al menos no tanto…

- ¡Que me empalen los turcos tres veces seguidas…!

- También hemos perdido la fe y la esperanza, hemos perdido tantas cosas que ya no parecemos los mismos.

- ¿Los españoles…?

- Los mismos…

- Voto a Cristo y a su corte celestial…

- En mi tiempo ni somos potencia ni somos nada, solamente un cúmulo de regiones que entre ellas se apuñalan, se desprecian y se pisotean, un grupo de minorías que gritan mucho y acallan la razón y el sentido común de la mayoría, un montón de pueblos y pueblerinos que quieren ser y aparentar no ser lo que todos somos…

- ¡Que me atraviese una lanza luterana…!

- Pues no he empezado… España ya no es por lo que pelean vuestras mercedes, dejó de serlo hace mucho tiempo y ya no pinta nada en el concierto de las naciones porque sus hijos ponen en duda que España mismo sea una nación…

- ¡Cristo Bendito…!

- Mi tiempo es un tiempo de miseria escondida tras grandes luces y colorines, de sufrimiento y de pérdida. Mi tiempo es un tiempo oscuro en el que España, tal y como la conocemos, dejará de existir…

- Me está dejando el corazón y el alma más helados que el aire flamenco vuestra merced…

- Solo le digo lo que sucede señor capitán, o quizás es como yo lo contemplo…

Ahora fue el hombre alto el que se rellenó la copa de peltre hasta el borde y bebió despacio, a sorbos cortos y con la mirada perdida en el infinito, como queriendo ver aquellas imágenes que el hombre proyectaba con sus palabras.

III

El paisaje flamenco apenas había cambiado en cuatro siglos. Si uno quitaba las modernas carreteras e infraestructuras, los edificios y los coches, allí estaba, el mismo fango denso y oscuro, los mismos canales fríos y el mismo sol pálido que apenas calentaba el carácter de los lugareños. 
El viento del norte golpeaba incesante desde el otro lado del Canal oliéndose el aire salitroso del mar desde muchos kilómetros tierra -o fango- adentro.

El hombre alto y canoso, el oficial de aquella tropa abigarrada y con pinta de peligrosa le había dejado un chapeo y un capote encerado, tan solo le faltaba una espada al cinto para no diferenciarse demasiado de los hombres que le rodeaban, solamente sus modernas botas de piel, que habían provocado las miradas avariciosas de más de uno- ¡pardiez, no les cala el agua!, había exclamado maravillado uno de aquellos soldados, desentonaban con su aspecto.
Las botas y que él no era un soldado español del dieciséis…

Apoyado en un viejo y reseco tocón rumiaba la situación increíble que estaba viviendo, o quizás es que estaba muerto y remuerto y el cielo era aquello o la antesala o lo que fuese, el caso es que olía la miseria humana que le rodeaba, el sudor reseco en la ropa, la mugre acumulada en la piel grasienta, los manchurrones de potajes y restos de comida en los jubones, las heces y orines que hedían desde las letrinas enfangadas, el olor dulzón de los cientos de cuerpos que se pudrían bajo una cuarta de barro, el estiércol de las caballerías que se mezclaba con el fango y se extendía por toda la tierra empapada, olía las fogatas de madera húmeda y la humareda que cubría todo el campo, olía la pólvora de los arcabuces, la grasa de ensebar el asta de las picas, olía el esmeril que usaban los soldados para afilar sus espadas y olía a acero brillante.

Allí, en mitad de la miseria que se respiraba, podía oler lo que era el valor y la honra sobre la que tantas veces había leído.
En mitad de las tiendas ondeaban tres banderas. 
Estaban viejas y ajadas, recosidas con parches más nuevos que destacaban del resto. Tenían algunos desgarrones y agujeros de pelota de arcabuz y las tres permanecían reposadas, apoyadas una sobre los pliegues de las otras. A su alrededor, en unos soportes fabricados para tal fin, estaban las picas del Tercio. Altas y afiladas, rematadas por moharras de buen acero español, el mismo con el que aquellos hombres, en mitad del barro y de la mierda, defendían nuestro imperio.

Se estremeció con un escalofrío largo que le recorrió la espina dorsal haciendo que se arrebujase en el capote encerado, caía una leve llovizna hereje y el frío arreciaba, más por dentro que por fuera.

Sintió unas enormes ganas de fumar y se preguntó que dónde estarían su tabaco y su cartera. Quizás alguno de aquellos hombres atesoraba ahora aquellos extraños objetos despojados al no menos extraño ser que habían encontrado en mitad del lodo flamenco:

- ¿Dónde están mis cosas…? – la pregunta salió de él como un escopetazo, con una brusquedad que no había pretendido. 

El oficial le miró de arriba abajo durante un largo instante, con la mano apoyada en la cazoleta de su espada y preguntándose si sería honorable o no ensartar a aquel mal educado como a un espetón.

- ¿Qué cosas, Maese…?- la mirada seguía siendo helada.

- Disculpe vuestra merced… Conmigo traía una carterita de piel que contiene ciertos documentos…

- Solo se encontró esa medalla que lleváis al pecho…

- ¿Seguro…?

- ¿Dudáis de mi palabra, Maese…?- el hombre sintió que el ambiente se volvía espeso como el chocolate caliente.

- En absoluto señor oficial… Solo que me apetecía fumar…

- Haberlo dicho antes… Yo tengo unos tabacos de los indios…

Parecían caliqueños pero eran mucho más gruesos y bastos. El humo denso le había hecho toser hasta casi doblarse en dos y el oficial sonreía mientras resoplaba la punta de su “tabaco” con satisfacción:

- ¿No os apetecía fumar, camarada…?

- Sí, ¡tjo, tjo, tjo!, pero no éste veneno…

- Tabaco de las Indias, el mejor de la isla de La Española…

- Prefiero el Winston…

- Ilústreme vuestra merced….

- Son cigarrillos, con filtro, más suaves… Se fabrican por millones y te provocan enfermedades y adicción…

- ¡Por los clavos de la Cruz!, ¿y siguen fumando vuestras mercedes…?

- ¡Claro….!

- Son tantas las maravillas y prodigios que contáis…

- Solo es el futuro… Y no es hermoso…

- Tampoco el presente lo es…

De repente, en la lejanía sonaron mosquetazos, primero uno, luego dos y luego una cadencia creciente de petardazos que rompieron la tranquilidad de la mañana. 
En poco rato a los mosquetazos se les unieron los bombazos de la artillería y el griterío de los cuadros de infantería que cerraban contra el desprevenido campamento español desplegado muy cerca de la ciudad de Fleurus.

La actividad a su alrededor se tornó, en un momento, de caos indescriptible y carreras alocadas al principio, en disciplina, calma y templanza mientras cada soldado acudía a su puesto de combate. 
El hombre sintió su corazón expandirse de orgullo y admiración al contemplar cómo aquellos hombres aprestaban sus armas e iban formando los cuadros y la Caballería los escuadrones y sin aspavientos, con mucho beso a escapularios y cruces y mucho rezo en voz baja, encaraban al enemigo que tenían a cuatro pasos y con toda la intención de no dejar ni un español con vida.

El oficial le gritó a bocajarro que se refugiase en la cabañuela, que allí estaría seguro, a no ser que perdiesen la batalla, claro.

- Puestos a que me maten, mejor entre las filas de mis compatriotas- dijo.

- Pero no sabe manejar espada, ni daga ni arcabuz…

- A la fuerza ahorcan…

- ¡Recristo…!

En cuatro pasos, los que había hasta el cuadro que ya formaba la Compañía, le explicó el manejo del arcabuz… Se meten pólvora y la bala, se ataca todo, más pólvora en la cazoleta, mecha en el serpentín, palancazo y ¡Bam!, hereje muerto…

- Estaré junto a vuestra merced todo el rato… le dijo el oficial del pelo cano y ojos grises.

En una de las esquinas del cuadro de infantería española se estaba en el lugar más peligroso del mundo. Así lo pudo sentir cuando pasaron sobre sus cabezas las andanadas holandesas para ir a incrustarse en mitad de las picas del cuadro. 
Los gritos de los que alcanzaba la pelota enorme de hierro y a los que amputaba piernas o brazos, o peor la cabeza, aunque a estos últimos, claro, no los oías gritar, estremecían el alma y anunciaban que, en cualquier momento podía tocarle a uno la china.

Después, cuando acababa la lluvia de hierro, llegaba la carga de Caballería Pesada. 
Toneladas de músculo y de acero bruñido que se lanzaban al galope contra las filas apretadas del cuadro español. Vibraba el suelo y temblaba la luz bajo aquella masa inmensa de lanzas y de bufidos enardecidos de bestias y de hombres, parecía que nada en el mundo podía detener aquella avalancha.

Pero sí…
Las picas se abatían y los caballos chocaban contra las moharras deshaciéndose la primera línea de jinetes entre cuajarones sanguinolentos y gritos espantados de quien moría descuartizado o pisoteado por los caballos que reventaban riñones y vientres mientras, desesperados, trataban de zafarse del abrazo mortal de las moharras españolas.

Después alcanzaba el cuadro la infantería enemiga. O lo intentaba, porque mientras se iban arrimando los arcabuceros se despachaban a gusto vaciando los Doce Apóstoles.

El hombre tardó un poco en cargar su arcabuz de tanto cómo le temblaban las manos de la emoción y del miedo y le costó mucho esfuerzo poder rellenar la pletina.
Avanzó unos pasos junto a los demás, sus modernas botas se clavaban en el barro flamenco pero ya nadie prestaba atención a si se mojaban o no, todo el mundo miraba el cuadro holandés que se acercaba.

Encaró el arma, acarició el disparador mientras el corazón le palpitaba rápido en el pecho, bombeando toda su sangre al dedo índice que apenas rozaba la llave del arcabuz. 
De repente retumbó el mundo entero con la escopetada:

¡PAMPAMPUMPAMPAMMM!

Su dedo actuó por instinto. 
Apretó la llave y en segundos sintió la pólvora arder y cegarlo, luego la coz brutal del mocho contra su hombro y las piernas esforzándose por mantenerlo erguido.

- ¡La madre que lo parió…!- gritó con toda la fuerza de sus pulmones colmados de humo acre de pólvora quemada, los ojos le escocían y lloraban lágrimas grises. Ni había visto a donde había ido el tiro.

A su alrededor la neblina gris de pólvora quemada se fue disipando entre gritos que enardecían y bramidos que espantaban:

- ¡España, Cierra, Cierra…!- trufado todo con mil insultos en todos y cada uno de los acentos de España.

Luego alcanzaron el cuadro las picas enemigas removiéndose en mitad arrancando alaridos y destrozando la carne. 
Allí, tan cerca del enemigo que podía ver sus rostros desencajados de odio y miedo y podía ver el barro chapotear ensangrentado bajo los pies de los hombres y escuchaba los alaridos de los que resultaban heridos, allí, en mitad de la locura sentía el corazón henchido y el alma enervada, la piel encendida y los ojos, que suponía desorbitados entre lágrimas de pavor y valor.

Entre las filas enemigas vio meterse a algunos hombres que cortaban tendones y asestaban puñaladas como relámpagos de acero que se incrustaban en los riñones del enemigo. Las picas españolas se removían con saña en mitad del cuadro holandés que se deshacía entre cuajarones de sangre y miembros desgarrados.

El cuadro hereje reculaba con los hombres de las filas de atrás huyendo desbordados por la masa inamovible de redaños españoles. Los gritos llamando al Apóstol crecieron en intensidad y algunos hombres quisieron correr tras el enemigo que huía.

Él fue uno de ellos, pero el oficial del pelo cano le detuvo poniendo la recia mano derecha sobre el pecho:

- Vuestra merced tiene que contarme más cosas sobre ese futuro de fábula…- dijo.

Así que no le quedó más remedio que obedecer. Encaró su arcabuz, que había recargado como si llevase toda la vida haciéndolo y apretó el disparador del serpentín…

El olor a pólvora quemada inundó sus sentidos y el mundo se tornó en una inmensa cascada de luz que lo cubrió todo con una inmensidad fosforescente… 

IV

A lo lejos escuchaba el monótono ulular de una sirena.

Abrió los ojos con dificultad para verse deslumbrado por un intenso haz de luz que recorría sus pupilas con insistencia. Alguien tiraba de sus parpados con poca delicadeza mientras otras manos recorrían su cuerpo que podía sentir helado, con un frío extraño y profundo que le nacía en el centro mismo de su existencia.

- ¿Han ganado los herejes…?- se preguntó, sin darse cuenta de que lo hacía en voz alta.

- Está delirando… ¡Fibrilación…!

Fue lo último que escuchó antes de perder el sentido definitivamente. Luego la oscuridad le engulló y le dio lo mismo si habían ganado ellos o los otros, total, él estaba muerto y todo lo demás ya no importaba en absoluto.

Epílogo.

La habitación del hospital estaba iluminada por el radiante sol de la mañana. Estaba feliz porque por fin había llegado el día en que le daban el alta, por fin podía salir de nuevo a ese mundo que había estado a pique de abandonar.

Manoseaba entre los dedos una pelotita de plomo. 

Se la veía antigua y cubierta de la pletina que adquiría el metal viejo. Mientras la pasaba entre sus dedos el hombre sonreía recordando la conversación con el Jefe de Cirujanos que era quien le había extraído del cuerpo aquel pedacito de plomo:

- ¿Sabe usted qué es esto que tenía cerca del hígado…?

- ¿Una bala…?

- Sí, un proyectil de plomo…

- Algún trozo de lo que había por allí en el almacén, supongo…

- Eso fue, precisamente lo que todos pensamos…

- ¿... y no es así…?

El médico pareció dudar ante la respuesta. ¡Era tan increíble todo!

- Pues no… Allí dentro no había armas de fuego, ni réplicas, ni tan siquiera munición o plomo más que el de las tuberías…

- ¿Entonces…?- el paciente parecía intrigadísimo, aunque por dentro el hombre sabía desde el principio lo que era aquello.

- Eso es una bala de un arcabuz del siglo diecisiete amigo mío…

- ¡No es posible…!

- Eso mismo me dije yo… Pero me lo ha confirmado un compañero arqueólogo de la Universidad. La prueba del carbono no falla…

Ahora giraba entre los dedos aquella pelotita de plomo que había estado a punto de mandarle al otro barrio pero de hacía cuatro siglos. Se preguntó si allí habría ahora algún otro yo muerto sobre el lodo mientras los camaradas le despojaban de sus magras pertenencias y sintió no haberse podido despedir del oficial del pelo cano.

Allí se habían quedado ellos, allí estaba él ahora. 

Todos encarando los duros tiempos que quedaban por vivir. 
Los soldados de Flandes peleando sin esperanza por un imperio condenado al ocaso, él peleando en mitad de un mundo que había perdido el norte y el rumbo.

Miró un rato la pelota de plomo y luego la guardó en el bolsillo de los vaqueros. 

Eran tiempos duros pero, si había logrado sobrevivir a un arcabuzazo, ya nada podría detenerle…

Fin 

A. Villegas Glez. 2016































2 comentarios:

  1. Buenísima historia Maese Villegas. Justamente acabo de leer su libro Hierro y Plomo y ¡pardiez!como me gustó. Gracias por tamaña obra.¡Viva España!

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  2. Te superas cada día Antonio.
    Un abrazo

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