Del Diario de Alí Ben Sahar, Capitán de Al Quama.
Año 103 de la Hégira.
Asnos salvajes los llaman...
No sé si es cierto. Solamente sé que en estas montañas y despeñaderos, en estos desfiladeros cerrados, entre estas rocas, el poder de nuestros ejércitos no servirá de nada.
Que Alá nos ayude...
28 de Mayo del año 722. Asturias. España...
Apoyado sobre un saliente de la Cova Dominica, el líder de los rebeldes contemplaba el poderoso ejército que había acampado a los pies de la cueva. Quince o veinte mil sarracenos se agolpaban contra el estrecho desfiladero. Los pendones verdes ondeaban al viento asturiano y el silencio de la madrugada se rompía con los rezos de los agarenos. Los tambores y chirimías bereberes retumbaban contra las viejas piedras y a cada soldado cristiano se le estremecía el alma ante el poder musulmán:
- Acojona, ¿verdad, Pelayo?
- No podrán vencernos amigo... Su número y arrogancia les costará mañana mucha, mucha sangre. Además Nuestra Señora nos protegerá...
- Lo sé amigo... Pero da pavor verlos...
- No podemos dejarles vencer... Hay que resistir y recuperar lo que es nuestro.
- ¿El Sur...?
- Aunque nos cueste años y años conseguirlo.
- Que Dios nos ayude...
- Lo hará...
La luna iluminaba el paisaje asturiano, haciendo que las piedras brillasen y los lagos y ríos refulgiesen con una luz espectral. Las tinieblas cubrían el desfiladero y hacían bailotear sombras grises entre los matojos y la arboleda. El aire soplaba haciendo estremecerse las ramas y crujir la madera como si algún Ente las arrancase de cuajo de sus raíces, las piedras gemían, las montañas se estremecían y en la cueva la roca se agitaba mientras los soldados de Pelayo afilaban sus espadas y ensebaban las astas de sus lanzas.
Los cien hombres que había dentro de la cueva, los escogidos, los más valientes y decididos, miraban de cuando en cuando hacia donde su líder hablaba con uno de sus Capitanes.
El resto, no más de trescientos guerreros, permanecía desplegado y en silencio alrededor del ejército moro que había atravesado la vieja calzada romana para plantarse allí, frente a la Cueva de Nuestra Señora, con el único propósito de acabar con aquellos asnos salvajes que habían decidido rebelarse contra el poder del Islam.
Amaneció aquel día muy despacio, como si el sol no quisiera contemplar la masacre que se avecinaba, Las nubes cubrían el cielo y las sombras tardaron en disiparse, la bruma de la mañana se quedó mucho rato sobre las aguas como si pretendiese con su velo que los hombres no se matasen los unos a los otros.
Entre la bruma, como si flotase por algún magnífico prodigio, apareció la figura engalanada del traidor Opas.
El líder de los rebeldes tuvo que sujetar a sus hombres para que no rompiesen la formación ya que querían todos ellos abalanzarse sobre aquel hombre que había vendido su religión y a sus compatriotas:
- ¡Pelayo, Pelayo!- gritó el antiguo Obispo.
- ¿Qué quieres renegado...?- Pelayo le miraba con odio incontenible. Él mismo habría bajado desde su posición para matar a aquel desgraciado vendido a los agarenos, pero la estrategia estaba clara desde hacía días y era la única opción para vencer a tan superior enemigo, así que se contuvo.
- Debes abandonar tu rebeldía. Estos moros nos traen paz y prosperidad. Entrega tus armas y serás nombrado gobernador de toda Asturias...
- ¡Jamás...!- los ojos del líder godo refulgían como el sol que comenzaba a brillar entre las nubes.
- Pues entonces prepárate para morir...
Diario de Alí Ben Sahar...
Atacamos. Atacamos con valor, con toda nuestra fuerza. Los arqueros regaban de saetas la entrada de la cueva en la que los cristianos se refugiaban, las piedras de nuestros honderos barrían las cornisas sobre las que se apostaban los enemigos, las lanzas volaban por todas partes y nuestras tropas enardecidas ocupaban todo el desfiladero con forma de hoz en el que estábamos desplegados...
De nada sirvieron los consejos que algunos Capitanes le dimos a Alqama. De nada sirvieron los ruegos a Munuza para que nos retirásemos a una mejor posición.
El Gobernador despreciaba profundamente a los "asnos salvajes" y no nos prestó la menor atención hasta que fue demasiado tarde...
Pelayo contemplaba el avance agareno. Sonreía. Los moros habían caído en su trampa y aquel día, pese a la superioridad técnica y numérica del enemigo, sería el primero de una larga lista que, él sabía, no había hecho más que empezar a escribirse.
Las antorchas llevaron sus órdenes hasta los hombres que permanecían agazapados entre los riscos.
La avalancha cristiana destrozó las primeras filas enemigas mientras las saetas sarracenas no conseguían alcanzar siquiera la entrada de la cueva y desde los riscos una marea de rocas caía incesante sobre las filas de Munuza aplastando por decenas a sus, hasta hacía poco, aguerridas tropas.
Los hispanos que se abalanzaban contra sus soldados bajaban gritando poseídos por una fuerza sobrenatural, impelidos por el instinto de conservación, impregnados de bravura saltaban de entre los recovecos de la montaña degollando sin detenerse a cuánto enemigo se encontraban en su camino.
Las piedras enormes rodaban por las laderas sepultando a los hombres que miraban hacia atrás y no tenían a dónde huir. Las flechas, espadas y lanzas de los cristianos, goteando sangre, seguían abalanzándose sobre cada nueva fila que cubría el frente agareno.
Pelayo, el líder de los rebeldes, junto a sus cien escogidos, se dejó caer por entre los riscos de la cueva y su furor y valor deshizo lo que quedaba de la vanguardia enemiga.
Los moros retrocedieron espantados ante la avalancha de acero que se abatía sobre ellos, las filas se arrollaron las unas a las otras y nadie se ocupó de proteger al general Al Quama que pereció entre un mar de espadas con forma de cruz.
La estampida provocó que los poderosos e invencibles sarracenos se disgregasen y corriesen entre las peñas y los valles buscando una salida ante la masacre que les estaban infringiendo aquellos rebeldes.
- ¡Corre Alí, corre por tu vida...!
- ¿Hacia dónde Hamed...?
Del diario de Ben Sahar.
Fue una carnicería. Los cristianos se abalanzaron sobre nosotros desde cada recoveco de aquellas enormes montañas. Blandían sus espadas con valor inaudito, convencidos de que la madre del Nazareno les protegía y amparaba. Convencidos de que peleaban por algo mucho más grande y lejano. Convencidos de que, aquel combate en Asturias era el principio de algo mucho más grande, mucho más importante.
La retirada resultó horripilante.
Una vez conocida la noticia de que los cuerpos de cientos de compañeros se pudrían sobre aquellas piedras, los antaño sumisos pueblos y villas se alzaron contra nuestro poder. Agarraron sus armas y nos persiguieron sin compasión, sin tregua, sin piedad por entre aquellas enormes montañas del norte peninsular.
Cayó Munuza, aterrorizado por lo que contemplaba, cayeron muchos capitanes y muchos, muchos soldados. Cayó allí el orgullo del Califato y, a pesar de considerarlos menos que a borricos, escoria o perros infieles, los cristianos habían plantado una semilla envenenada que, por mucho tiempo que pasara, ya nunca dejaría de florecer hasta que abandonásemos esta tierra, este paraíso que habíamos conquistado casi sin esfuerzo.
La tarde caía sobre la Cova Dominica y el desfiladero estaba alfombrado de cadáveres. Una profunda hondonada había quedado cubierta casi hasta el borde de cuerpos de agarenos muertos y sobre ella revoloteaban los buitres en una danza macabra.
Pelayo, el líder de los rebeldes, tinto en sangre y sudor contemplaba el paisaje. Su alma temblaba ante el dantesco espectáculo y al tiempo se estremecía de agradecimiento.
Nuestra Señora, como había prometido, había peleado junto a ellos contra los infieles invasores.
En el cielo rojizo del atardecer vio brillar una cruz entre las nubes. Sin dudar ni un momento agarró dos ramas de roble y formó con ellas aquella misma Cruz que, desde el cielo, le susurraba que su pelea no había hecho más que comenzar y que aquella victoria no era sino el primer paso para hacer de aquella vieja tierra de los godos algo mucho más grande, mucho más gloriosos y mucho más importante de lo que ahora era.
Cuando juntó los dos humildes palos y formó la cruz, desde cada recoveco, desde cada peña, desde cada rincón de aquel lugar de Asturias un bramido se elevó al cielo, un grito unido de las gargantas que habían sobrevivido a la batalla, roncas, enardecidas y rotas, aquellas voces se elevaron al cielo por encima de las peñas de Covadonga y juraron no detenerse jamás hasta expulsar de su tierra a los agarenos.
Y ya podían pasar siglos enteros que, aquel germen que acababa de nacer, aquel río incontenible, ya no se detendría jamás.
Desde las peñas y barrancas Pelayo oía su nombre y se estremecía de orgullo al saberse el iniciador de la enorme gesta que su pueblo acababa de comenzar.
Era el Año del Señor de 722 en la Cueva Dominica, Asturias. España.
A. Villegas Glez. 2016
Imagen: Estatua de Don Pelayo en el Santuario de Covadonga. Obra de Eduardo Zaragoza, 1964.
Fotografía: Autor desconocido.
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