Calatayud. Año del Señor de 1120...
El aire reverberaba a causa del calor creando pequeños espejismos sobre el horizonte, no corría apenas la brisa y el rey Alfonso se había despojado de la cota de malla y permanecía sentado en un humilde escabel mientras se refrescaba los brazos y el torso con el agua fresca que le habían traído del río.
De pie, cerca, por si el Rey reclamaba alguna cosa su criado de confianza permanecía mudo, observando cómo el Batallador pasaba ensimismado los dedos sobre la cicatriz que tenía en el antebrazo derecho. Una más de tantas como cubrían su cuerpo, pruebas de su valor en la guerra y de que, por muy monarca que fuese, siempre encabezaba las cargas de sus caballeros.
Emperador de España le llamaban y Alfonso de Aragón se había ganado aquel título con sangre y sudor, jugándose la vida en sus muchas peleas contra los moros.
Él había sido el único capaz de vencer a los temibles Almorávides que casi habían logrado tomar de nuevo toda la Península.
De pronto se escucharon gritos por el campamento del ejército cristiano que sitiaba la fortaleza de Calatayud. Gritos de sorpresa ante el veloz galopar de un jinete que se detuvo justo ante la tienda del rey.
Alfonso, con el torso desnudo y la espada en la mano apartó la lona y se asomó, curioso, a ver lo que sucedía.
El jinete descabalgó de un salto y antes de que la polvareda se disipase se postró de rodillas ante Alfonso:
- Mi Rey... Yusuf sube por el Jiloca al frente de un ejército de diez mil almorávides...No dejan cristiano vivo a su paso...
Alfonso el Batallador sintió el corazón latir fuerte y acompasado, no sintió miedo ni temor. Aquella era la oportunidad que estaba esperando, el momento final de su pelea contra los terribles y fanáticos guerreros africanos que se vestían con pieles de cabra y habían logrado vencer a tantos y tan buenos reyes en el pasado.
- ¡Pelayo!- gritó el rey. El criado, que había salido tras él de la tienda se puso rígido y sintió cómo las manos comenzaban a temblarle. Ya sabía lo que su Señor iba a decirle.
- ¿Sí, mi Rey...?
- Ve en busca de mis caballeros y pídeles que se reúnan conmigo... Y que ordenen a sus hombres prepararse... ¡Corre!
El sol ya se había ocultado por el horizonte y el campamento cristiano estaba casi levantado, con los jinetes preparados, los carros dispuestos y la Infantería de peones formada en cuadros apretados y silenciosos. Todos y cada uno de los hombres del ejército sabían que algo se estaba cociendo en la tienda del rey en la que, en aquel momento, los caballeros y capitanes discutían la estrategia a seguir en la batalla que muy pronto sucedería.
Todos sabían que bajo las órdenes de tan ardoroso y valiente monarca no había más camino que el de la pelea contra los sarracenos y que, tan sólo gracias a aquella bravura, no estaban todos ellos islamizados o peor, degollados como perros infieles.
Los Almorávides causaban espanto entre las filas cristianas y los trovadores cantaban la terrorífica derrota de Sagrajas de hacía un siglo en la que los cristianos fueron masacrados por millares.
Sin embargo las filas permanecían tranquilas, sin miedo aparente, apoyándose los hombres hombro contra hombro:
- ¿Verdad Alonso que venceremos a los moros...?- le preguntaba un joven soldado al compañero, más curtido y veterano que formaba a su lado.
- Tenlo por seguro... Con El Batallador al frente nadie podrá detenernos, ni siquiera esos salvajes...
En la puerta de la tienda flameaban al viento los pendones de Aragón junto al de Guillermo de Aquitania que había acudido, con seiscientos caballeros, en apoyo de tan famoso rey en su pelea contra los muslines. El aire provocaba que los colores y Escudos de Armas bailoteasen alegres y henchidos.
Dentro el rey escuchaba los consejos de sus capitanes mientras rumiaba un astuto plan para derrotar a Yusuf y su poderoso ejército.
Son miles -decían unos- pelean con bravura y tesón -apostillaban los otros- son fanáticos y jamás se rinden y su Comandante, Ibrahim Yusuf es experto y valeroso soldado...
Alfonso escuchaba a todos y miraba muy serio a todos. No temía a la muerte, ni temía a los sarracenos, solamente la deshonra lograba quitarle el sueño.
Despacio se levantó de su silla y dio dos o tres pasos por la arena mientras miraba a los ojos de sus oficiales y caballeros:
- Nada temáis hermanos míos... Saldremos al encuentro de los mahometanos y los venceremos...
- ¿Salir a su encuentro, mi Rey...?- preguntó alarmado el de Aquitania.
- Sí mi querido Guillermo, directos a por su centro y derechos a la victoria. Les vamos a preparar una celada que no van a olvidar en la vida...
Campos de Cutanda. 17 de Junio de 1120...
Para Ibrahim Yusuf, Caid de Ishbiliya había sido toda una sorpresa encontrarse de bruces con aquellos cristianos en mitad de su camino a Zaragoza. Para el resto de su poderoso ejército formado por sus leales almorávides y unos miles de musulmanes del sur peninsular la sorpresa había sido aún mayor.
El temor supersticioso se había apoderado de las aguerridas filas sarracenas:
- ¿Cómo ha llegado hasta aquí el Batallador?- se preguntaban- que Alá nos ayude- rezaban.
Sin embargo pasado el mediodía habían avanzado espoleados por sus oficiales dispuestos a vencer a los infieles que les cortaban el paso a la hermosa Saragusta.
Yusuf dividió el ejército en tres poderosas columnas y envió por delante a su temible caballería de arqueros.
Aquel Batallador, tan famoso y respetado, había encontrado su final.
Los almorávides avanzaron gritando como posesos enarbolando los alfanjes y las lanzas con las banderas verdes ondeando al viento aragonés.
Estaban seguros de su victoria y el choque contra las filas cristianas resultó brutal y demoledor.
Chocaban las espadas empapadas de sangre, las lanzas se removían entre las filas ensartando tripas y arrancando miembros. El chillerío se elevaba al cielo en el que el sol turolense fustigaba por igual a unos y a otros:
¡Clinc, clanc, clong, Alá agbar, por Cristo y por la Virgen, clinc, clonc clang...!
Caían abatidos los hombres por cientos, destrozados por el furor de la batalla, el suelo se empapaba de sangre en regueros infinitos, en borbotones que salpicaban las armaduras y los escudos, volaban las flechas sarracenas y las cristianas y en los campos de Cutanda la locura de la guerra y el caos de la muerte campaban a sus anchas.
¡Clinng, cloong, clanng, agggg...!
El centro cristiano pareció tambalearse y retroceder, pero solamente lo pareció, ya que los soldados del Batallador tapaban cada hueco entre las filas y ocupaban, pisando tripas y cadáveres, el frente que cubría el enemigo.
Yususf envió a su poderosa Caballería que había reservado para aquel momento. Igualito que en Sagrajas, pensó...
Los moros atravesaron un pequeño paso entre dos cotas y sintieron cómo la tierra retumbaba y el suelo vibraba al tiempo que un grito desgarrador, casi inhumano, se elevaba sobre el campo de batalla:
- ¡¡¡Santiagoooo... Españaaaaaaaa!!!
Alfonso iba el primero de todos. Guillermo de Aquitania le miraba admirado por entre los recovecos de su yelmo repujado.
Lanzas en ristre la Caballería del rey arrasó a la almorávide.
Relinchaban los caballos enardecidos con los ijares cubiertos de espuma, brillaban las lanzas y las espadas, refulgían las armaduras y bailaban los pendones al viento.
El avance cristiano no se detuvo... Yusuf contempló desolado como sus mejores soldados y capitanes caían abatidos, ensartados por las lanzas o decapitados por las espadas con forma de cruz.
La infantería, enardecida ante el valor de su Rey, avanzó degollando sin piedad todo lo que por delante se le ponía. La sangre lo cubría todo y el fanático griterío sarraceno se tornó en escándalo de derrota.
Alfonso y sus caballeros no se detenían, avanzaban imparables hacia el campamento moro arrasándolo todo a su paso.
La guardia de Ibrahim Yusuf le rodeaba, Alfonso estaba ya a dos pasos.
El líder almorávide lloraba de rabia y de impotencia cuando ordenó la retirada hacia Valencia.
Tras él la matanza continuaba y sus antaño valientes soldados se habían convertido en una manada de borregos que huía ante la apisonadora cristiana que seguía sin detenerse.
Los campos de Cutanda estaban alfombrados por cientos de muertos y moribundos. El sol empezaba su camino hacia el horizonte mientras Alfonso I el Batallador, seguido por sus más leales caballeros que le aclamaban continuaba su cabalgada entre las tiendas sarracenas que habían sido apresuradamente abandonadas.
Ibrahim Yusuf miró atrás un instante con las lágrimas inundando su rostro curtido:
- Adiós para siempre Zaragoza...
Fin
A. Villegas Glez. 2016
Imagen: Alfonso I de Aragón. Óleo de Francisco Pradilla (1879). Ayto. de Zaragoza
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