El sol abrasaba el polvoriento camino porque a aquello no se le podía llamar carretera ni pista. Un sinuoso corte en el suelo del desierto, una línea recocida, un sendero por el que ni los camellos transitaban. Una vía al infierno.
No pensaba demasiado, ¿para qué?, solamente miraba a los compañeros que, con las camisas legionarias abiertas resoplaban y sudaban bajo el inclemente sol saharaui mientras los vetustos camiones rebotaban en cada pedrusco y cada bache del camino. Delante, tan cocido por el calor como todos los demás iba el Teniente.
Hacía muy poco que habíamos iniciado la marcha desde Ifni con rumbo al asediado puesto de Tzelata en Isbuía. La misión parecía sencilla. Llegar, recoger a la guarnición y volar el fuerte para que el enemigo no lo pudiese aprovechar.
Fácil... O no.
Era el veinticuatro de noviembre y un servidor, tampoco sabía muy bien la razón, por la que había decidido alistarse en aquella nueva Unidad que saltaba desde los aviones. ¿Qué locura, verdad?
Sin embargo me sentía orgulloso, colmado de una especial estima por ser de los primeros que se dijeron: ¿por qué no?
Y eso que, cuando veías los aviones, te entraba un canguelo horroroso y te daban ganas de pedir la baja de inmediato.
Aquellos Junkers y Savoias eran más viejos que Matusalen y crujían y se retorcían con los motores bramando como si, alguna mano invisible, quisiera arrancarlos del fuselaje.
Dentro apenas se escuchaba nada y los oficiales tenían que dar las órdenes a voces mientras los soldados les mirábamos como preguntándoles:
¿Es que nos vamos a tirar de verdad, mi Teniente...?
Y sí que nos tirábamos, unos tras otro, sintiendo el golpetazo del aire y oliendo el aceite quemado que salía desde los motores, apretando mucho los huevos hasta que sentías el tirón del paracaídas sujetándote:
- ¡Gracias Virgencita...!
Sin embargo aquel día de noviembre no nos había tocado saltar. La suerte les correspondió a otros que lo harían sobre otro puesto asediado por los moros: Tilluin.
A nosotros-¡porca miseria!- nos tocó avanzar por tierra, por aquel camino reseco en el que ni los alacranes se atrevían a transitar.
La Sección que mandaba el Teniente Ortiz de Zárate era la encargada de atravesar el desierto y socorrer a los que defendían Tzelata.
Para hacerlo nos trajeron tres camiones viejos y que se caían a pedazos, una ambulancia que, al menos a mí me lo pareció, debía ser de la Primera Guerra Mundial y a un puñado de Zapadores que nos preguntaban que cómo era aquello de saltar en paracaídas.
La respuesta solía ser siempre la misma:
- ¡Acojonante camarada, acojonante!
Al principio parecía que todo sería coser y cantar... Pero no.
En cuanto recorrimos los primeros kilómetros los moros empezaron a hostigar el convoy. Colocaban enormes pedruscos en el camino y nos tiroteaban haciendo que nos encogiésemos sobre las cajas de los camiones.
¡Bang, bang, bang, tacatacatá, piñauuu ziussspong, ping pang...!
Y solamente se veía el desierto y los fogonazos de las armas. Nosotros respondíamos al fuego hasta que algún Cabo o el mismo Teniente se acordaba de nuestras santas madres ordenando ahorrar munición.
Así, rodando entre polvo y tumbos que te molían los riñones, llegamos a unos cinco kilómetros del Fuerte Tzelata. Pensamos que ya habíamos cumplido... Pero no. Ahora era cuando empezaba el verdadero baile, ahora era cuando el enemigo se abatió contra nosotros con toda su fuerza.
Silbaron inconfundibles los morterazos, tabletearon las ametralladoras y el soniquete del combate se hizo atronador.
Saltamos desde los camiones y, al principio, nos quedamos un poco estupefactos. Se escuchaban los gritos de guerra de los moros desde cada punto cardinal y sus armas, cientos de ellas, abatían sus fuegos contra el convoy:
- ¡Os vamos a cortar los cojones!- gritaban los hijoputas.
Y durante un instante parecía que lo iban a lograr. Pero no...
Apareció entre la polvareda y los disparos la figura del Teniente que, echándole más huevos que el caballo de Espartero, nos organizó y desplegó. Él delante, el primero de todos, con su carita de niño bien y sus pantalones bien puestos, lanzaba rayos catódicos por los ojos y espumarajos por la boca. Miraba por los prismáticos y veía el Fuerte que, estando tan cercano, se nos hacía inalcanzable:
- ¡Moncada- le gritó al Sargento- sobre aquella loma nos haremos fuertes...
Mientras corríamos hacia la pequeña elevación de terreno los morteros enemigos hicieron migas los camiones y alcanzaron la radio, lo que nos dejaba allí en medio del desierto y a merced de la morisma.
- ¿Qué coño haces aquí, Manuel?- me preguntaba.
Y muy dentro de mí una vocecilla me contestaba que estaba allí defendiendo España.
Y estaba rodeado de mis compañeros paracaidistas que, igual que yo, habían decidido lanzarse a aquella aventura embriagadora de crear -nuestros cojones- una Unidad nueva y especial dentro del Ejército.
El Teniente nos desplegó sobre la loma. La única ametralladora allí, los fusiles por escuadras allá y acullá, usted Pérez intente reparar esa radio y usted García reparta la munición como si fuese de oro puro.
Los moros intentaron asaltarnos una vez tras otra. Contaban con morteros, ametralladoras y fusiles franceses nuevecitos. Nosotros teníamos los Máuser, los mismos, o casi, que habían llevado nuestros abuelos en Annual.
Sin embargo la disposición defensiva adoptada por nuestro oficial se había convertido en muralla y ningún enemigo sobrepasaba la línea de ciento cincuenta metros. Nuestro pasado legionario nos enaltecía y empujaba. La puntería, pese al tembleque y el canguelo, habría ganado todos los concursos del mundo:
¡Bang, clic, cloc, bang...!
Más de cuarenta enemigos se quedaron tiesos como la mojama de mi tierra en el primer envite. De los nuestros alguno había terminado sus días sobre aquella arena caliente y otros enarbolaban sus vendajes ensangrentados como señales de valor:
- ¡Mandao en una pata compadre...!- decían algunos y se reían ya que el enemigo les dejaba las manos intactas para poder seguir disparando.
A otros les habían dado en las tripas y te miraban estoicos mientras te pedían que les dieses un Ducados:
- Dame tabaco, compadre, total el cáncer ya no va a matarme...- y se tronchaban de la risa los muy... Valientes.
A lo lejos podíamos ver el Fuerte al que seguían bombardeando los moros, intentando tomarlo y pasar a cuchillo a la pequeña guarnición que lo defendía.
Pasaron los días uno tras otro y ni el Fuerte caía ni nosotros nos rendíamos. El enemigo exasperado intentaba tomarnos al asalto pero solamente lograba que su sangre empapase la arena del desierto.
El veintiséis de noviembre, sin apenas comida ni agua, abastecidos pobremente desde el aire por los camaradas aviadores, fue el que mataron al valiente oficial que nos mandaba.
Por la mañana, muy temprano, como si la muerte le advirtiese, como si, en su corazón supiese lo que iba a pasar, mirándonos uno a uno a sus hombres, con orgullo incontenible y agradecimiento infinito nos dijo que:
- ¡O entramos en Tzelata o en el cielo...!
Después le ordenó al sargento que, si él caía, la lucha siguiese sin desfallecer hasta que todos estuviésemos muertos. Ya saben: Tzelata o el cielo...
Aquel día lo mataron.
Iba de puesto en puesto animándonos a todos, regalándonos tabaco americano del bueno y haciéndonos más fuertes y bravos con su ejemplo y aliento cuando una bala enemiga se le clavó en el cuerpo.
El héroe cayó sobre la arena que su sangre, roja y espesa, regó a borbotones.
Algunos hombres dijeron que, sus últimas palabras fueron:
- ¡Seguid aguantando mis valientes!- y una oración escrita sobre un papel amarillento que musitaba mientras la vida se le escapaba.
El Sargento Moncada lloraba lágrimas inundadas de arena igual que las que nos cubrieron el rostro a los demás. Los fusiles bramaron furiosos y, a pesar de faltar municiones, aquella mañana nos despachamos a gusto:
- ¡Hijosdelagranputaaaaaaaaaaaaa!- gritábamos mientras unos hombres envolvían el cuerpo inerte del Teniente y lo ponían a resguardo.
Mientras apretaba el disparador y tiraba del cerrojo la respuesta a la pregunta que me había hecho días antes -¿qué haces aquí, Manuel?- inundó mi corazón y mi alma.
Era una respuesta sencilla, tanto que una sonrisa iluminó mi rostro barbado y sucio:
-¡Estás aquí siguiendo a hombres valientes como el Teniente o el Sargento. Estás aquí defendiendo tu piel, la de los camaradas y, sobretodo, defendiendo la antigua piel de eso que se llama España...
Fin
A. Villegas Glez. 2016
Imagen: El Teniente CLP, Antonio Ortiz de Zárate. Fuente: Alcántara. forogratis. es
No hay comentarios:
Publicar un comentario