viernes, 21 de octubre de 2011

LA PRIMERA VUELTA AL MUNDO

El día en que mi señora madre me entregó a nuestro vecino, Juan de Santandrés,  para que entrase a su servicio como paje, no podía imaginarse -la pobre- a la terrible y maravillosa aventura a la que me estaba enviando. 
Ni yo tampoco, claro.

Tras haber atravesado media España, llegamos al fin, a la hermosa ciudad de Sevilla en la que todo era esplendor, brillo y riqueza. 
Nunca en mi vida había visto tanta gente, ni tantos carruajes engalanados que voceaban a los cuatro vientos la riqueza de sus dueños. 
En el río, que me recordaba un poco al de Bilbao, había atracadas decenas de Naos, incontables galeras y decenas de barcas,barcazas y barquichuelas que se apiñaban unas a las otras, había un millón de velas que flameaban al viento como sábanas colgadas al sol.

A las pocas semanas de andar zascandileando y buscándonos la vida por la ciudad del Betis, una noche llegó mi amo, muy contento y achispado, al cuartucho que nos daba cobijo para soltarme, como un arcabuzazo, la gran noticia:

- ¡Embarcamos en tres días! - me dijo con una amplia sonrisa dibujada en la boca- Tú de grumete y yo de gaviero...

Nuestra nave se llamaba "Victoria" y desde el primer momento me dio muy buena espina el nombre.

El trabajo de grumete resulta duro y desagradecido. Mucho cepillar las cubiertas hasta que se te despellejan las manos, mucho recibir capones del Contramaestre hasta que se harta el hideputa  y mucho de comer poco y mal.

Desde el primer día nos dejaron cristalino, como el agua de un manantial, a la corte de pilluelos que viajábamos en cada nave de la flota, que éramos los últimos de una larga escalera, el último eslabón de la cadena de a bordo y que debíamos buscarnos la vida para todo, o casi.

También desde el primer día me hice amigo de otro muchacho, seco y callado, que se llamaba Francisco Espinar.

Cuando zarpamos desde Sanlúcar, el día veinte de septiembre del año del Señor de mil quinientos y diecinueve, dentro de cada una de las cinco Naos que componían la expedición, los doscientos cincuenta hombres que participábamos, desde el imponente Almirante Magallanes hasta el último de los grumetes, poníamos nuestras almas en manos de Dios y en la pericia y conocimientos de los capitanes y los pilotos.

Aunque por desgracia y, siguiendo la rancia costumbre española, también, y desde el primer momento, aquellos mismos capitanes y pilotos comenzaron a discutir y a pelearse entre ellos hasta el punto de que, cuando logramos arribar al puerto de San Julián, unos meses después, el odio y las rencillas acumuladas durante la travesía llevaron a que los miembros de la expedición se mataran los unos a los otros.

Mi antiguo vecino y yo tuvimos mucha suerte pero el que había sido nuestro capitán hasta aquel momento, Luís de Mendoza, no tanta. 
Junto al capitán Quesada y al capitán Cartagena, sublevados contra Magallanes, fue ejecutado en la isla sin miramiento alguno.
Todo esto ocurría más o menos durante el invierno del año mil quinientos y veinte. Junto a los hombres ajusticiados se había perdido también la Nao "Santiago". 

Un servidor acababa de cumplir los trece años y me dirigía hacia un lugar en el que, según contaban los marinos viejos, las olas eran tan gigantescas que se tragaban los barcos enteros con toda la tripulación dentro  sin tiempo ni de persignarse.

El rumbo era Sur, siempre hacia el sur para encontrar el supuesto paso que nos permitiese llegar hasta el Océano que había al otro lado del mundo. Aquel hasta el que el gran Almirante Colón no había podido llegar.

Aquellos días fueron terribles y durante un mes entero estuvimos dando vueltas y revueltas entre rocas afiladas y bajíos traicioneros que nos hacían estar todo el día con el Páter Noster en la boca. 
Metidos en mitad de tempestades horrorosas que hacían que el barco pareciese que fuese a partirse en mil pedazos con cada envite del mar y que te hacían encogerte de miedo como un ratón de campo agarrado a cualquier cabo, madero o hierro de la Nao. Un terrorífico y largo mes rezándole a la santísima Virgen para que nos amparase y protegiese de la furia del océano.

Por eso, cuando por fin conseguimos salir de aquel dédalo de rocas y arrecifes, el Almirante bautizó a aquel estrecho como: "De Todos los Santos"
Supongo que lo llamó así, porque a todos y cada uno de ellos les habíamos rezado con fervor para que nos ayudasen a poder superarlo.
Por el camino se había quedado la Nao: "San Antonio".

El Mar del Sur hizo honor a su fama de azul y tranquilo, 
después de tantos y tantos días zarandeados por las olas lo rebautizamos como "Pacífico".
Las tres Naos que quedábamos pusimos rumbo al noroeste ya que los gélidos vientos que venían desde el sur no agradaban a nadie ni aconsejaban una travesía hacia lo desconocido, aunque, cierto es, que desconocido era todo aquel mundo acuático por el que nuestras naves navegaban.

Aquellos días estuve al borde de la muerte. 
Porque la enfermedad, el hambre y la desesperación fueron nuestras compañeras de viaje durante los largos y penosos meses siguientes. 
Hasta el serrín y el cuero nos tuvimos que comer. Las ratas se pagaban a medio maravedí y tan sólo los oficiales podían disfrutar de su carne. 
El agua estaba podrida y nuestras bocas tan hinchadas que apenas podíamos hablar entre nosotros .
Cada día los vigías sólo alcanzaban a ver un mar azul inmenso, inacabable e infinito. 
Y así durante tres largos meses. 

Hasta que la Providencia nos llevó hasta una isla que se bautizó como: "De los Ladrones", y el motivo se lo pregunten vuestras mercedes al General Magallanes, porque yo estuve muy ocupado atiborrándome de agua, de cocos, de lagartijas y de todo lo que pude arramblar.

Las gentes que descubríamos en aquellas tierras eran diferentes a los habitantes del Nuevo Mundo, eran más parecidos a los chinos de los que hablaba Marco Polo y eran también valientes, crueles y astutos. 
Lo pudo comprobar por sí mismo Magallanes y, por desgracia, mi querido amigo Francisco.

Todo ocurrió en una pequeña isla que estaba muy cerca de otra, más grande, que los indígenas llamaban, Luzón. 
Los españoles habían desembarcado para reabastecerse de agua y fueron cercados por una turba de indios que los masacraron a todos sin demostrar piedad alguna.
La isla se llamaba Mactán y el General, mi amigo y todos los que allí murieron, que no fueron pocos, se fueron de pie y mirando de cara a la muerte, peleando espada en mano contra la inmensa maraña de brazos que desde la selva asomaron dispuestos a no dejar nadie vivo. 
Ocurrió esta tragedia el día veintiuno de abril.

No pudo decir lo mismo, eso de irse de pie y cara a la muerte, el oficial portugués que había tomado el mando de la expedición tras la muerte del General. 
Se llamaba Duarte Barbosa. 
Engañado por un cacique local acude, junto con una treintena de sus fieles, a una espléndida cena ofrecida por uno de los líderes indígenas a modo de agasajo y pleitesía. 
O eso cree Barbosa.
En un claro de la selva, en mitad de la opípara cena, los treinta y un hombres son degollados como perros sin tiempo a decir ni carallo ni gaitas.

Yo le tuve que dar efusivas gracias a Dios por haberle hecho caso a Juan de Santandrés, que siempre sospechó del  repentino buen rollito y la rápida sumisión de algunos de los habitantes de aquellas islas, de no haber acudido a aquella trampa mortal:

- Acuérdate de tu amigo Paco y del General... -me decía.

Y en verdad que llevaba toda la razón.

Los días venideros trajeron nuevos cambios y más aventuras. 
Ya solamente quedábamos dos naves: la "Trinidad" y la "Victoria". 

A la "Concepción" , que había aguantado la pobre hasta allí, la tuvimos que hacer astillas por los graves desperfectos que arrastraba y así, de Nao pasó a convertirse en leña y su tripulación repartida entre los otros barcos.

Al mando de lo que quedaba de la expedición quedó un reconocido y apreciado marino: Juan Sebastián Elcano se llamaba.

Más tarde la Nao "Trinidad" se tuvo que quedar a resguardo en el puerto de Tidore porque había aparecido entre sus cuadernas una grave vía de agua que había que reparar de urgencia ya que el barco no daba más de sí. 
Iba a ser solamente nuestra nave la que lo consiguiese. La primera en lograr dar la vuelta al mundo. 
¿Ya les dije que me había dado muy buenas vibraciones aquel nombre?

Así, el día seis de septiembre del año del Señor de mil quinientos y veintidós, después de tres años casi justos desde nuestra partida, los dieciocho supervivientes de la expedición que íbamos rotos, exprimidos por el escorbuto, desharrapados y hambrientos, pero con el honor y el orgullo arrogante pintado en los rostros enflaquecidos y curtidos de sal y de sol, por haber sido los primeros hombres en realizar aquel viaje prodigioso que nadie antes se había atrevido a afrontar, convirtiendo a nuestra Nación en Adelantada y Descubridora. 
Y a nuestros barcos a los únicos que podían decir, sin faltar a la verdad, que habían recorrido los Siete Mares, o más y antes que nadie...

Miguel de Arratia. 
Grumete en la Nao Victoria, la primera que consiguió circunnavegar la Tierra. 

Que el Señor guarde a vuestras mercedes, a la Patria y al Rey.

© A. Villegas Glez. 2011

Imagen: Mapa indicando la ruta seguida por la expedición Magallanes- Elcano 1519-1522


1 comentario:

  1. http://www.ivoox.com/01-la-primera-vuelta-al-mundo-audios-mp3_rf_2786582_1.html

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