viernes, 12 de abril de 2013

LA TRAVESÍA. La Escuadra Arregui V

La proa del galeón cortaba las crestas de las olas espumosas del Canal de la Mancha y la madera crujía mientras las velas hinchadas empujaban la nave rumbo a España.
Se llamaba “San Cristóbal”, y en lo alto de su más alto palo bailoteaba con el viento la vieja aspa roja junto a otros gallardetes y banderolas que identificaban el barco como galeón de Su Majestad Católica.
Era una máquina impresionante y eso que era el menor de los galeones que componían la pequeña flota y que había salido de Dunquerque rumbo a España unos, y para afrontar la campaña del corso los otros, los valerosos marinos de la Villa, fieles súbditos del Emperador y feroces enemigos de los herejes holandeses e ingleses a los que acosaban en sus mismas costas causándoles no pocos daños y quebrantos.
Guzmán de Sevilla no nos había mentido y gracias a sus contactos habíamos acabado enrolados en una compañía de arcabuceros de las que iban de dotación en los galeones, galeras y demás embarcaciones del Rey, bueno alistados quedaron el cabo Arregui y el mismo Guzmán de Sevilla, porque yo tan sólo cambié de título que no de condición, pues de mochilero pasé a ser grumete que viene a ser lo mismo pero en mitad de la mar.
Mucho cepillar y baldear las cubiertas, mucho cargar cosas de nombres incomprensibles y mucho subir por los cordajes aquellos que llaman los marineros gavias y que he de confesar a vuestras mercedes que era lo que más me gustaba, subir hasta arriba, hasta las cofas y desde allí mirar el mundo tan alto casi como el mismísimo Dios, o al menos así podía sentirme.

Estando subido allí arriba, haciendo compañía a Braulio de Huelva que era un marinero viejo, arrugado y reseco como la mojama de su tierra, en mitad de su turno de guardia fue cuando vimos aparecer las velas. Braulio oteó con ojo experto el horizonte y me dijo:

- Ingleses... Cinco galeones reales… Y vienen directos a por nosotros.
Después puso las manos alrededor de la boca a modo de bocina y dio la voz de al arma al resto del “San Cristóbal:

- ¡¡¡Velas a estribor!!!- gritó con toda la fuerza de sus pulmones, no había un ápice de miedo en la voz del viejo marino.

A su lado, mientras el viento atlántico me golpeaba en la cara me fijé en la flota propia que iniciaba las maniobras de defensa. 
La mala mar de los días anteriores había hecho que la pequeña armada, de tres galeones y cinco carracas de transporte -los aliados flamencos se habían desgajado del convoy la noche anterior, para atacar a la flota arenquera holandesa- navegase algo desperdigada, con los galeones “San Matías” y “San Cipriano", adelantados y muy despegados el uno del otro, en medio iban las urcas, lentas, pesadas y casi indefensas y detrás, en retaguardia, íbamos nosotros, el “San Cristóbal”.

Yo no sabía nada de la guerra en el mar, pero mi experiencia en Mastrique me había enseñado que cuando el enemigo atacaba en cuadro cerrado y decidido contra un grupo de gente suelta y deshilada ya llevaban más de la mitad de la batalla ganada, y de esta manera se nos estaban acercando, con todas las velas desplegadas, los cinco galeones ingleses que, encima y en palabras de Braulio, nos tenían ganado el barlovento.
Yo algo había aprendido de vientos y sabía que aquello del barlovento ganado por el enemigo no era cosa baladí y que, por la cara que ponía el viejo marinero, nuestra situación no era para nada halagüeña:

- ¡Esos hideputas son marinos desde la cuna, chaval! - me dijo, admirado por aquellos herejes que nos acosaban -el "San Cristóbal" está perdido... - remató.
- No serán para tanto Maese Braulio- yo siempre le llamaba así porque cuando lo hacía podía ver brillar sus ojillos de viejo.
- Cierto es que no siempre vencieron... Pero nos tienen ganado el barlovento.
- ¡Jodío barlovento...!- dije mirando al mar que estaba negro como la boca de un lobo.
- ¡Pues anda que el sotavento, chaval! - y el marino se rió a carcajadas dejándome ver su boca sin dientes y casi su humanidad al completo.

Descendía por las gavias y el corazón me palpitaba muy fuerte en el pecho mientras sonreía de oreja a oreja ya que estaba a punto de vivir mi primer combate naval y enganchado en los cordajes del galeón, que escoraba un poco a estribor mientras avanzaba sobre las olas y ponía proa al enemigo, la emoción me embriagaba.
Me sentía ansioso por entrar en combate y ver por mí mismo de lo que era capaz aquella conjunción de madera, hierro, cuerdas, velas y cañones sobre las que ondeaba orgullosa la bandera de mi Rey, de mi imperio y de mi patria. 
Les juro que en aquel momento no sentía miedo ni otro sentimiento más que orgullo.

Poco antes de saltar sobre la cubierta pude ver cómo los otros dos galeones españoles viraban muy trabajosamente intentando poner también la proa cara al enemigo, mientras las urcas forzaban el trapo, viraban y cogían las de Villadiego para intentar poner toda el agua que pudiesen entre ellas y los lobos ingleses. 
Los hijos de la Pérfida venían muy directos hacia el “San Cristóbal” formados en una cuña.

En nuestro barco todos nos habíamos visto hechizados por una actividad frenética. 
Los artilleros cargaban los cañones, en los palos se desplegaban éstas o se recogían aquellas velas según ordenaba el Segundo tras recibir instrucciones del Capitán que observaba, con el catalejo clavado en la cara, los movimientos de los barcos enemigos, la infantería embarcada preparaba los mosquetes, los sables, las hachas y las picas de abordaje muy serios y atentos a las órdenes del oficial que los mandaba.

Entre ellos estaban Arregui y Guzmán de Sevilla que me guiñó un ojo cuando me acercaba, justo en el momento en que el oficial, de espesas barbas, renegrido de mar y con una cicatriz que le recorría la frente de lado a lado, arengaba a sus hombres:

- Ya saben vuestras mercedes que los ingleses intentarán mantener la distancia para cosernos a cañonazos y después, cuando ya no quedemos ninguno vivo o casi, darnos el abordaje. El trabajo de vuestras mercedes consiste en mantenerse con vida y cuando aborden, si abordan, darles lo que se merecen y un poco más. 
De arrimarse hasta ellos con poco daño y darnos la oportunidad de abordar nosotros ya se encargará el capitán Pérez de la Gomera. 
Si cualquiera de estas dos cosas sucediese, que quede claro cuál es la más mortífera y valiente infantería del Mundo. ¿...¡Lo han entendido vuestras mercedes!..?

Nadie dijo una palabra solo se escuchó un murmullo de general asentimiento y algún que otro pardiez musitado entre dientes. Después el oficial miró al cura que estaba a su lado, Fray Tomás de Ávila que era pequeño, enjuto y que portaba su hábito de San Francisco ciñendo espada y daga como un soldado más.
El Páter nos bendijo a todos con dos movimientos de brazo y una mirada al cielo gris como el plomo que teníamos sobre nuestras cabezas.
El tambor empezó a redoblar tocando a zafarrancho de combate y la actividad sobre la cubierta del “San Cristóbal” se hizo entonces vertiginosa. 
Se esparció la arena y los hombres la miraban sabiendo que pronto estaría absorbiendo los cuajarones de su propia sangre. Olía a sal y a mar, a pólvora, olía a rabia, a miedo mezclado con valor, olía tan intenso que mi alma batía tambores de orgullo por sentirme al lado de aquellos hombres. 

Los españoles teníamos la mirada fija en la proa del primer barco enemigo que se nos había echado ya muy encima. 
Recuerdo perfectamente la humedad de las gotas del mar que el viento traía hasta mi cara junto al olor inconfundible de los botafuegos encendidos y de las mechas de arcabuz, que humeaban dejando hilos grises que el viento se llevaba bailando más allá de las cofas.
Aquel olor tuvo la virtud de infundirme valor, pues sabía que estando entre aquellos hombres barbudos, malolientes, pícaros, buscavidas, hidalgos, hambrientos, orgullosos, vocingleros, generosos, alegres y los más bravos y valerosos soldados del Mundo, sabía que estando entre aquellos compatriotas que soplaban con ojo experto las mechas de sus arcabuces, sabía que nada podría pasarme.

El cabo Arregui y Guzmán estaban destinados en el alcázar de popa, formando parte de uno de los trozos de infantería y a unirme a ellos me dirigía cuando el oficial de la cicatriz echó mano de mí y me asignó otra misión:

- ¡Grumete! -me dijo- tú que pareces espabilado dirigirás a los mozos de la pólvora, que no les falte ni a los cañones ni a los mosquetes- dicho esto me golpeó afectuoso el hombro y se fue tras unos hombres que movían la cureña de un cañón.
El oficial era un portento de amable disciplina y de eficacia pues por dónde iba pasando sus órdenes se cumplían a rajatabla y los hombres pugnaban por ganarse su respeto.
Yo no iba a ser menos y aunque lo que más deseaba era estar junto a Arregui y Guzmán me sumergí de inmediato en el interior del barco buscando la santa-bárbara.

Ni qué decirles a vuestras mercedes que desde el primer día de embarque, y en cada rato libre que había tenido que no fueron muchos, me había dedicado a recorrer el barco desde las sentinas hasta las cofas y ahora aquella curiosidad mía me ayudaba a sortear los estrechos pasadizos puesto que me conocía de cabo a rabo las tripas del barco.

Estado allí abajo en la batería, tras un breve silencio, en el que se podía escuchar el chapoteo de las olas contra el casco del galeón, todo retumbó de repente en mil estallidos y el “San Cristóbal” se estremeció de punta a punta al recibir la primera andanada enemiga.
El mundo se tornó un continuo golpeteo, un repiqueteo mortal que estremecía las cuadernas del barco, tras la primera andanada recibimos otra por la banda contraria y luego otra más.

Las tablas del galeón se hacían pedazos y volaban en todas direcciones, clavándose en la carne de los hombres que, sudando a mares y sangrando a chorros, estábamos allí abajo intentando esquivar la lluvia de astillas y de disparar las cinco piezas de a dieciocho que montaba en cada costado el “San Cristóbal”. 
La batería estaba llena del humo acre de la pólvora quemada y los oídos pitaban tanto que apenas podías oír nada.
Pasado un rato los gritos de rabia y de dolor, los insultos, los berridos animales de los heridos, todo quedaba apagado en tus orejas por el continuo batir de los cañones propios y los cebolletazos que, uno tras otro, el galeón español iba recibiendo.

Entonces el oficial artillero me gritó, pude oírle porque berreaba muy cerca de mi oreja derecha:

- ¡Sube la provisión para los mosquetes!... ¡Balas y pólvora!, ¡corre, corre!- los ojos inyectados en sangre ardían bajo el gorrillo marinero que el oficial utilizaba. 

Comprobé que sangraba por un costado pero él no parecía darle importancia alguna.
Estaba cubierto de la pólvora quemada que se pegaba a mi cuerpo sudado, sin aliento pues no había dejado de bajar las escalerillas que se hundían hasta las entrañas del barco, para subirlas luego cargado de sacos de pólvora y de balas de cañón oxidadas, que de inmediato ordenaba pulir a dos chiquillos de apenas siete u ocho años cada uno que, con los mocos colgando y en una esquina de la batería baja, se dedicaban a tal menester. 
También había ayudado a mover una de las pesadas cureñas cuando un pepinazo inglés se había llevado por delante a tres de los sirvientes, que ahora estaban muy desparramados por la arena sin que a nadie le importase un pimiento aquel espectáculo de la anatomía humana.

Bajé de nuevo hasta la santa-bárbara y me colgué del cuello dos bolsas de pelotas de plomo y dos sacos de pólvora que pesaban como mil borricos muertos, avancé pesadamente por entre los astillazos que volaban, el humo de los cañones y los pedazos de hombre que había por todas partes, hasta que logré asomar la cabeza por el portillo que comunicaba la cubierta del galeón con la batería baja.

Allí afuera se había desatado el mismo infierno sobre la tierra.
Los palos a los que tanto me gustaba subir habían desaparecido. El mayor colgaba de la borda y había varios hombres cortando los cabos que lo unían al galeón, por todas partes había restos de madera destrozada, de hierros retorcidos, de redes y de cadenas, por todos lados había charcos de sangre y trozos de ser humano flotando sobre ellos. 
Por todas partes granizaban la metralla de los cañones y los arcabuzazos que, desde tres galeones ingleses, uno de ellos tan destrozado como nosotros, nos disparaban sin descanso, lanzando los ganchos de abordaje mientras machacaban la cubierta española sin piedad.

Miré a popa y el alcázar estaba hecho astillas casi por completo, sobre los escalones que subían había varios cuerpos cosidos a tiros y caídos en posturas inverosímiles.
En mitad de los restos un grupo de españoles resistían muy arrimados a la acribillada bandera con la Cruz de San Andrés, disparaban sus mosquetes alternándose con mortal precisión contra uno de los barcos enemigos.
Las culebrinas que guarnecían el alcázar habían sido volatilizadas y junto con ellas casi todo el trozo de infantería que lo defendía.

Al principio sentí temor, pero luego, entre los que se asomaban con el arcabuz y disparaban contra los ingleses pude ver al cabo Arregui y a Guzmán de Sevilla, y junto a ellos el capitán De la Gomera que herido en un brazo, ordenaba hasta desgañitarse abrir fuego a las tres piezas que todavía quedaban útiles en la cubierta española. 
Mientras, en la batería baja el fuego no cesaba y cada cañonazo inglés era convenientemente respondido.
A proa, el oficial que me había ordenado encargarme de la pólvora, peleaba como un jabato al lado de los hombres que le quedaban vivos, manejaban un cañón que no dejaban de disparar contra el alcázar y los oficiales enemigos.
Oficiales y marineros a los que podíamos distinguir las caras pues se abalanzaba su borda contra la nuestra a ritmo vertiginoso.

Un poco antes de que los costados se tocasen mi cerebro reaccionó, salí de mi agujero, tomé impulso y empecé a correr agachado hacia lo que quedaba del alcázar de popa, para morir allí junto a los que consideraba mi padre y mi padrino. Las bolsas en mi cuello pesaban como piedras de molino y cuando llegó el estruendo de las maderas tocándose y la fuerza de las dos bestias entrechocando entre sí se desató la inercia me empujó y casi me abro la cabeza contra un cañón que había volcado, pero quiso Dios que no fuese así y aquel mismo empujón me llevó hasta los sangrientos escalones que subían al alcázar. 

Aquello era una carnicería, una exposición de los interiores del ser humano, los médicos y filósofos cuentan no sé qué historias de que existen cuatro humores en el cuerpo, ¡pardiez!, que en todos mis años de servicio puedo jurar que solamente pude ver el humor sanguíneo.

Casi no podía respirar y el peso de las bolsas me machacaba, a mi espalda empezaron a escucharse los gritos del enemigo que nos abordaba, el ¡clinc, clanc, clonc! de las espadas y los gritos en lengua hereje que daban los hideputas viéndose victoriosos.
Aquello fue lo que terminó de empujarme para subir los escalones que resbalaban de sangre y saltar dentro del pequeño reducto en que se había convertido aquella popa destrozada del “San Cristóbal”.

Entonces fue cuando mataron a mi maestro y amigo Guzmán de Sevilla.
Los ingleses habían acabado con la gente de proa que se había defendido a cuchilladas hasta perecer todos y ahora disparaban contra nuestra posición y nos gritaban que nos rindiésemos, pero nosotros les respondíamos a arcabuzazos y ellos se iban arrimando y así fue la cosa hasta que se nos echaron encima.

Guzmán, Arregui, el capitán López y todos los que quedábamos vivos nos pusimos en pie y comenzamos a acuchillar con las espadas con las dagas y con las medias picas a todo el inglés que se nos acercaba.
El sevillano parecía un demonio manejando la espada y la daga, pinchaba y tajaba usando toda la destreza adquirida y toda su audacia que eran muchas, tanta que los ingleses no tuvieron más remedio que matarlo de varios arcabuzazos y de lejos para luego, cuando ya había caído al suelo, atravesarlo de parte a parte con un sable de abordaje. 
Así murió el pobre Guzmán. Peleando hasta el fin con su pelo ralo y sus manos como rayos mortales.
Luego le acertaron al cabo Arregui. ¡Maldita fuese la estampa de aquellos ingleses!

Estaba cerca de la bandera y junto al capitán López que sangraba como un verraco por el brazo izquierdo, o lo que de él le quedaba, puesto que le colgaba del hombro por cuatro pellejos sanguinolentos.
El arcabuzazo le dio al vascongado Arregui en el hombro izquierdo justo por encima del corazón y lo tumbó como a un fardo.

Lo último que pude ver fueron sus manos alzándose al cielo y los cuajarones de sangre que le salían de la boca y caían sobre las barbas bermejas cada vez que respiraba.

Con los ojos arrasados por las lágrimas tan rabiosas que me quemaban las tripas y al tiempo tan tristes que se me partían el corazón, intenté acercarme hasta el cabo Arregui. Me levanté para salir corriendo pero antes de lograr dar el primer paso algo me golpeó muy fuerte en la cabeza. 
Se apagó la luz del Universo y caí de bruces sobre la sangre todavía fresca de mi amigo y padrino Guzmán de Sevilla.

Los hideputas de los ingleses nos habían vencido.

Mientras caía sobre las tablas recuerdo que encomendaba mi alma a Dios y le pedía que me dejase reunirme en el cielo con el único padre que había conocido, el cabo Arregui.


© A. Villegas Glez. 2013

Imagen: Galeón y Galera españolas del siglo XVI.






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