domingo, 31 de agosto de 2014

El Galeote

Una vez fui galeote, hace ya muchos años, y todavía conservo sobre la piel las huellas de los rebencazos que nos daban los sarracenos. ¡Tachat, tachat, tachat!, restallaba el látigo mientras nos desollaban las espaldas.

La galera “Mahoma” era el orgullo de su capitán, Uluch Ahmed, y el hijo de mala madre tenía por honra que su nave fuese la más rápida y mortífera de toda la flota de La Sublime Puerta, y lo era, ¡Vive Dios que lo era!, ahí están mis cicatrices que lo demuestran.
Me llamo Gonzalo de Guzmán y Arregui y una vez fui galeote.

El día que los otomanos nos capturaron volvíamos de Chipre, a dónde habíamos llevado a varios caballeros de La Religión, que así es como llamamos a los miembros de la Orden de San Juan de Jerusalén.
Aparecieron los turcos de repente, tres galeras y una galeaza que nos hizo mucho daño con sus cañones. 

Una de aquellas galeras era la “Mahoma”, y ya les dije que era rápida como el viento, pues se distinguían sus remos avanzando cortando el agua rítmicos y acompasados. Disciplinados.

Los de la galera “Santiago”, como buenos hidalgos y españoles bien nacidos no íbamos a dejar que nos capturasen sin lucha, por eso durante tres horas nos batimos con furia, pero los jenízaros nos inundaron las arrumbadas y pronto Cristo empezó a abrirnos las puertas del cielo.

No sé si fue por mis ropas caras de hidalgo pudiente -que había ganado en una partida de desencuadernada- por lo que me encadenaron a un remo y no me degollaron como a un perro a proa, junto al espolón, como habían hecho con otros prisioneros, quizá los turcos suponían que mi supuesta familia rica pagaría mi rescate en buenos doblones del Rey.

¡Si estos infieles conociesen la realidad...!

En pocos días aprendí que en galera turca remar y callar es ley, a mi lado me habían tocado de compañeros de banco, dos tudescos grandes como bueyes e igual de inteligentes, un renegado maltés que hablaba solamente en lengua franca y al que no entendía ni la misma madre que lo parió y el de más allá que era un griego delgado y taciturno y que no dijo palabra en cinco meses, que fue el tiempo justo que tardó el brutal cómitre en hacerle trizas los riñones a rebencazos, para que luego lo tirasen por la borda sin más ceremonias.

El tiempo al remo es tiempo de mucho pensar, pues ingenias mil planes irrealizables de fuga, recuerdas cada instante bueno y malo de tu existencia, rezas mucho e imaginas, cada vez que nos cruzamos con alguna galera cristiana, que ésa será la que te saque de allí. 

También hay días en los que reniegas de todo y tan sólo deseas llegar de una puñetera vez a Constantinopla o a dónde sea, y que te quiten los grilletes oxidados que te están corroyendo los huesos.

Es bueno pensar y repensar e intentar que nada te afecte, así quizás la cabeza logre escapar de todo aquello y puede ser que no te vuelvas loco y acabes como algunos que gritan, o se ríen sin motivo aparente, o lloran desesperados mientras se arrancan las uñas a mordiscos.

Tampoco se hacen muchos amigos en galera pues apenas da lugar para ello ya que los turcos no permiten a los españoles juntarnos a más de tres a la vez. 

O se matan entre ellos, o peor, capaces son de tomar el barco a puros huevos, que con éstos nunca se sabe, así deben de pensar los turcos, porque es vernos a dos galeotes charlando en buen castellano y comenzar de inmediato a darnos latigazos, mientras nos enseñan las gumias y se señalan el gaznate, los hideputas.

Y de esta manera tan entretenida van pasando los días y los meses y los años.

De Constantinopla nada de nada, solamente algún atraque en puerto aliado de La Sublime para reabastecernos y soltar esclavos, aunque a mí nadie me deshierra, a mí me dejan encadenado al remo en cada ocasión.

Durante este tiempo encadenado, la galera "Mahoma" había sostenido combates duros- con nosotros dentro, claro- verdaderas batallas en las que piensas que hasta allí habías llegado, mientras chorrea la sangre y caen los hombres destrozados a tu alrededor.
Es para cagarse, y perdonen vuestras mercedes, pero es que es así, pues amarrado a las tablas si se va a pique la galera, tu te vas con ella irremediablemente al fondo y con tanta gente acuchillándose a mansalva y sin piedad a tu alrededor quedas expuesto a llevarte uno de los mil tajos que cortan el aire o de que te acierte una de las cien pelotas de plomo o de las quinientas saetas que vuelan por todas partes, y tú allí amarrado e indefenso. 
Un infierno para los nervios, créanme.

Sin embargo un suceso inesperado nos había sacado de la rutina, al menos de la rutina de navegar sin rumbo en busca de presas.
La inmensa flota turca se había reunido. Galeras y galeazas por decenas y cientos de tahonas y naves menores con miles de gargantas embarcadas y todas gritando : “Alá es grande” cinco veces al día. Cantando alegres y confiados, tocando chirimías y panderos hasta la madrugada. 

Algo gordo se cocía.

Entre los esclavos los rumores corren como el viento, que si los turcos se estaban reuniendo para entablar un gran combate contra los cristianos, que si el Papa había convocado una Liga, que si el Rey Felipe de España enviaba a su propio hermano como Capitán General, y mil chascarrillos más que corrían de banco en banco, de galera a galera, como un rayo de luz y de esperanza.
Todo esto no eran más que rumores y muy pocos les hacíamos caso y menos caso se hacía todavía a los cuatro locos que andaban propagando la rebelión entre nosotros, entre los galeotes, pregonan que cuando llegase el momento habría que intentar morir luchando. Yo estaba dispuesto pero, ¿y los grilletes…?

Sin embargo los rumores se convirtieron en realidad el día siete de octubre del año mil quinientos setenta y uno, nunca jamás olvidaré la fecha, era el día de la celebración de Nuestra Señora del Rosario y fue el día en que me liberé, por fin, del yugo sarraceno.

Las tablas saltaban hechas pedazos y los remos partidos eran ahora solamente inútiles estorbos, más de la mitad de los galeotes de la "Mahoma" yacían muertos. 

A mi alrededor todo era un caos de tripas y sangre, de madera y astillas, de cabos y lonas desparramados, de locura y de matanza.

La flota cristiana -gracias a Dios- estaba destrozando a los turcos. 

Los gritos desquiciados de los que mandaban nuestra galera así me lo indicaban, pues corrían todos como locos por las arrumbadas muy poco antes del brutal choque que dimos contra las naves cristianas. 
Los galeotes remábamos desquiciados y con la espalda chorreando sangre, pues como en cada ocasión, la galera de Uluch Ahmed navegaba de las primeras. 
Y así nos dieron...

Las galeazas cristianas nos hicieron migas con sus cañones mucho antes de poder acercarnos, pero la inercia, pues allí a aquellas alturas no remaba nadie, nos había llevado contra el espolón de una galera española. 

A través de un boquete de la tablazón podía ver a mis antiguos camaradas cargar y disparar sus arcabuces. Impasibles y certeros eran una muralla de hierro y de plomo. 
Eran la Ira de Dios.

Tengo que confesar que el orgullo que sentí en aquel momento por mi patria y por mis compatriotas valía todo el oro de las Indias y pagaba, sobradamente, todas las miserias y privanzas sufridas durante aquellos largos años de cautiverio.
La imagen de aquellos arcabuceros españoles disparando sobre los turcos, aquel día de octubre, hacía que mi corazón henchido diese gracias a Dios por haber nacido en aquella tierra dura e ingrata, en aquellos campos yermos y abandonados, en aquellos páramos llenos de ovejas, en aquel lugar en dónde relumbraban con igual fuerza, la gloria y la miseria.

Entonces me puse a gritar:

-¡¡¡SANTIAGO!!!!....¡¡¡¡CIERRA, CIERRA!!!!

Y el Apóstol me escuchó, porque unos soldados viejos, que segaban turcos como descosidos, me oyeron, y paso a paso se acercaron hasta dónde yo estaba. 

Daba miedo verlos venir dando tajos y pegando tiros con los arcabuces mientras chorreaba la sangre turca de sus espadas:

-¿Español, eres?- me dice uno con barbas y cara de fiera y me parece que respondo que sí.

- ¡Vamos pues!- y de un tiro certero me libra de los grilletes que me aprisionaban.

Los huesos vibran y duelen pero mi corazón salta de alegría y más todavía cuando me dieron una espada.
Pensaba yo que tantos años sentado al remo me habrían hecho perder la destreza, pero no, y además allí había sarracenos a cientos para poder practicar, ya que a mi alrededor la batalla continuaba.

Nadie daba cuartel, aunque al asomarme a la borda pude comprobar que los turcos buscaban más escapar que combatir, y no me extraña, porque casi toda la flota otomana ardía y las naves que quedaban se batían desesperadas a saetazos contra el poder de fuego de los cristianos que barrían las cubiertas enemigas a mosquetazos.
Por allí había un tal Miguel de Cervantes que, herido en una mano, manejaba la espada con la otra haciendo gran escabechina de turcos y a su magnífica e irrepetible pluma les remito.

A fin de cuentas yo no soy más que un pobre hidalgo segundón y simple soldado del Rey.
Gonzalo de Guzmán y Arregui... 

Y una vez fui galeote.

Golfo de Lepanto, año del Señor de Mil Quinientos Setenta y Uno.


© A. Villegas Glez.

Del libro: © Hierro y Plomo. Cuentos de los Tercios Viejos






lunes, 25 de agosto de 2014

EL CIUDADANO GARCÍA

Era noche cerrada con la luna iluminando la Torre de Hércules y la bahía.
El carromato rebosante de cadáveres medio podridos se detiene junto a la fosa abierta y sin muchos trámites dos hombres empiezan a arrojar los restos al fondo. Mientras un cura soñoliento les va dando la Extrema Unción a los muertos.

Hace frío y todos quieren acabar rápido el desagradable trabajo que les ha tocado hacer, total, aquellos que van tirando a la fosa no son más que pobres desgraciados, indigentes que no habían tenido ni para morirse. Huesos que acabarán revueltos unos con otros en la fosa común de los pobres.

De repente, entre la niebla, aparece corriendo un soldado. Llega el hombre sin aliento y justo a tiempo para ver como los hombres del carromato agarran por los pies el cadáver que viene buscando.

- ¡Esperad, esperad… ¡- dice mientras hace sonar su bolsa con el tintineo de las monedas que carga.

Los enterradores se detienen de inmediato con el brillo avaricioso pintado en los ojos. El cura mira interesado al soldado sin resuello que les pide que esperen y que no arrojen todavía el lívido cadáver al hoyo.

- ¿Qué sucede alférez?... - el cura ha reconocido las divisas en la bocamanga del joven oficial.

- Espere Padre, se lo ruego… Ése hombre merece algo más… Si me permite…

- Claro hijo… ¿Es familia suya…?

- Es familia de todos nosotros, Padre… Un buen hijo de España…

Con amor infinito el joven alférez envuelve el cuerpo inerte con una bandera española.

Luego, mientras los hombres depositan con cuidado el cuerpo en el fondo de la fosa, el joven oficial saca su sable de la vaina y saluda muy tieso y marcial. Tiene los ojos arrasados en lágrimas.
Después saluda, mientras algunas de sus lágrimas llegan al suelo y riegan la tierra sobre la que descansan varias docenas de muertos, retorcidos, pálidos, con la expresión aterrada de quien muere pobre y solo.
Y entre ellos, uno más, el cuerpo envuelto en la bandera, sobre el que empiezan a caer las paletadas de tierra mientras el cura reza un Padre Nuestro y el aire gallego se torna helado mientras las meigas entonan canciones de luto.

La última paletada oculta el último destello rojo de la bandera. Rojo como la sangre tan generosamente vertida por el hombre que ahora, sin honores y sin recuerdos, acaban de enterrar.

Mientras se aleja de allí el joven alférez recuerda y las imágenes grabadas en sus ojos de niño se agolpan en su mente, los recuerdos grabados mientras recorría España peleando contra los gabachos, mientras peleaba al lado del más valiente soldado que había conocido jamás.

Se llamaba Antonio García Monteavaro y López, había nacido en Castropol, Asturias, y estaba impregnado desde la cuna del valor y la determinación de su antepasado Pelayo.

Y el joven alférez acababa de enterrarlo…

Mil batallas contra el enemigo habían vivido juntos, el héroe y el pequeño niño que ahora vestía el uniforme. Mil historias de valentía y arrojo, de luchas a cuchillo, cara a cara contra los mejores soldados del mundo.

Antonio García estuvo en todas, sin faltar a ninguna, la lista era larguísima, tanto como el valor a toda prueba demostrado una vez y otra por el asturiano.
Empezó su guerra en La Balmaseda, en dónde le dieron un tiro, en Oviedo recibió una estocada, peleó en Navia, La Caridad y Mondoñedo en dónde recibió otro tiro que casi se lo lleva al cielo, recuperado y luchando en Lugo, le arrearon los coraceros gabachos tres sablazos más, después Vivero, Betanzos, Coruña y Santiago, de los que se lleva de recuerdo otro tiro y un par de puñaladas.

Antonio García era duro como el acero.

Valdeorras, Morella, Villafranca del Bierzo,
Alba de Tormes, Brañobares, Ciudad Rodrigo, Olivenza, y Llerena…

Todo había ido bien menos en el último combate. La mala suerte hace que agarren prisionero a Antonio junto a otros camaradas y los franceses buscan una tapia y los arcabucean sin miramientos.
Milagrosamente -con seis balazos en el cuerpo- el durísimo trozo de pedernal asturiano, logra salir vivo de la carnicería.

Se recupera tan bien, que en poco tiempo está de nuevo desjarretando franceses en Castillejos y Fregenal de La Sierra, en dónde el Destino le guarda una agradable sorpresa.
En Fregenal se encuentra -mira tú qué casualidad, François- al comandante enemigo que había ordenado fusilarlo.
El gabacho, aparte de alucinar en colores al verlo aparecer, sano y entero, no tiene su misma suerte y se queda para siempre acurrucado contra la tapia en la que lo han fusilado con los ojos todavía muy abiertos por la sorpresa.

Luego, García ve como unos quince gabachos se retiran llevándose con ellos una bandera de España.

Antonio García no duda…

Se abalanza, dando gritos que espantan, contra la quincena larga de franceses. Los gabachos que lo ven venir solo, le plantan cara, pero a pesar de ser muchos más, el espanto y el terror que causa el español, que está rojo de ira, echando espumarajos por la boca y dando unos sablazos terribles y certeros que parten en dos a todo el que encuentra por medio, los hace recular y querer correr más que pelear contra aquella fiera que grita y grita mientras clava y taja con su sable que chorrea sangre hasta la empuñadura:

- ¡La Bandera, dadme mi bandera!... ¡¡¡Dádmela gabachos hijosdeputaaaaaaaaaaaa!!!

Y se la dan, claro.

Esta hazaña le cuesta al bravo español recibir otro tiro y dos puñaladas. Que gratis no se la iban a dar…
Antonio tiene a cuatro o cinco franceses destrozados a sus pies, los otros habían huido como alma que lleva el demonio, dejando atrás, en las manos de García, la bandera robada.
Cuando la noticia se extendió entre las tropas españolas le pusieron el apodo de: “El Inmortal” y otro, que a él siempre le gustó más, que era: “El Arcabuceado”La fama de su valor daba fuerzas a los demás para que siguieran luchando, para que los hijos de España continuasen la pelea y el sacrificio contra los franceses. Impasibles y valientes, arrojados y bravos como lo era el admirado Antonio García.

Después de lo de Fregenal, continúa la marcha de liberación por nuestra tierra, pues, pese a que los combatientes eran casi todos asturianos, leoneses y gallegos sentían aquellas tierras del sur como suyas, como hermanas. Además ahora la capital estaba en Cádiz y Las Cortes y La Regencia y parecía que España, por fin, iba a levantar cabeza…
Así estuvo Antonio García en La Higuera, La Palma y en la grandiosa victoria de La Albuera, después Puebla de Guzmán, Zújar, Cúllar, Alaguas y Murcia…
Toda una campaña de norte a sur por las invadidas tierras de España.

Durante aquellos años le concedieron algunas prebendas y dádivas por su valiente comportamiento, espectacular fue el recibimiento que le otorgó el pueblo de Cádiz en el año 1813. Fue Aclamado por la gente, respetado por los mandamases que le concedieron medallas y le dieron dineros y uniformes y hasta el embajador inglés quiso conocer a tan extraordinario soldado. El británico le regaló un sable y un uniforme de la infantería inglesa.

Fue un fugaz agradecimiento.

Antonio García hasta las charreteras de oro del uniforme tuvo que vender para poder pagarse los médicos que cerrasen sus heridas. Pero como él había sido siempre generoso -había entregado las cincuenta pesetas que le había dado el Regente para sus gastos, al Hospital de Inválidos- por este y otros gestos que demostraban su noble corazón, no se le dejó en la estacada.
Cuando pidió humildemente, pública ayuda para pagar a un médico que le ayudase a sanar las heridas que le habían infringido los gabachos cuando lo de la bandera, el Ejército, en pública suscripción, reunió nueve mil y pico reales con los que el héroe pudo recuperarse.

De inmediato acudió a su destino en el frente con la guerra ya acabada… 
Ahora empezaba otra, más cruenta y dolorosa… La guerra entre hermanos…
Ya saben, España en su máxima expresión, dividida en sectas de distinto color y misma mala leche, en facciones irreconciliables, en perros rabiosos con collares distintos.
Antonio García toma partido por los liberales, sin comprender a los compatriotas que gritaban: ¡vivan las caenas!, sin entender como su amada patria había pasado de luchar por su independencia a hacerlo por la inmensa estupidez de no poder ponerse a hablar sin gritar, sin insultar y sin ofender al otro… Por dejarnos arrastrar por la envidia y la avaricia y enterrar nuestra humildad e hidalguía.

Se une a la partida de otro reconocido y valiente soldado al que le llamaban El Empecinado… Los fernandinos los capturan y a Martín le espera el patíbulo mientras que a los demás los dejan libres…
La suerte del Inmortal parece no acabarse. ¡Perra Suerte!

Antonio García, dolido por mil heridas, el alma rota y el corazón partido, se pierde por entre las calles de La Coruña, en dónde vivirá como un pordiosero hasta el final de sus días.
Un joven alférez le encontrará, a punto de ser enterrado en una fosa común, un día frío y lluvioso de marzo del año 1841…


Relato basado en la vida de Antonio García, El Inmortal de Castropol.
No hubo bandera ni alférez en su entierro… Solamente el puñado de tierra y el puñado de cal. Solamente el ingrato agradecimiento, el olvido más vergonzante, la fosa común en la que reposan nuestra gloria, nuestra honra y nuestro honor.
Gloria para tí, tocayo, gloria y recuerdo… Descansa en Paz hermano, porque ya desde hoy no serás un Héroe Olvidado.
© A. Villegas Glez. 12

















sábado, 9 de agosto de 2014

UN EMPERADOR ENTRE SUS FILAS

 En un pequeño pueblo navarro nació Antonio de Leiva allá por el año mil cuatrocientos ochenta. 
Unos dicen que era de origen humilde y su progenitor un simple zapatero y otros -quizás los más fiables- le sitúan como segundo hijo de don Juan de Leiva, hidalgo que había construido el castillo de la Villa y combatido al lado de los Reyes Católicos. 
Antonio tendría un hermano mayor que, como era costumbre en la época, heredaría el mayorazgo y el título del padre, por lo que a él, no le quedaba más remedio que buscarse la vida de la única manera de la que se la podía buscar. O la Iglesia, o la Milicia. 

Antonio de Leiva escogió convertirse en soldado.

En el año mil quinientos y uno le encontramos combatiendo contra los rebeldes moriscos de Las Alpujarras y muy pronto adquiere fama de valiente y despierto lo que le concede el reconocimiento de sus superiores y de sus compañeros.

Pasa a Italia con la armada de Luis Portocarrero que acudía en apoyo de las tropas del Gran Capitán que estaba enfangado en su campaña contra Francisco I de Francia.

Participa destacadamente en la batalla de Seminara y en la de Rávena, en esta última la infantería española, abandonada de sus aliados, tuvo que retroceder acosada por los franceses y bajo el fuego de su artillería. 
Los españoles se retiraron pagando un alto precio en sangre pero sin perder la cara del enemigo y causándole innumerables muertos. Retrocedían los españoles paso a paso conteniendo a los gabachos mientras que las tropas del Virrey de Nápoles corrían como conejos asustados.
Rávena se convirtió así en dura escuela para la infantería española que comenzaba aquí  a forjar su leyenda.

Antonio de Leiva mandaba una Compañía durante la jornada y fue herido grave, pero en ningún momento quiso abandonar la primera línea de combate.

El mismo Gonzalo Fernández, impresionado por su valía, lo puso al mando de la Campaña de la Provenza, que pese a convertirse en desastre, pudo haber sido mucho peor de no ser por la astucia, valentía, dotes de organización y mando del Maestre Antonio de Leiva.

Francisco I de Francia había vuelto a invadir Italia y los galos, penetrado profundamente en el Milanesado, Leiva se vio rodeado por todas partes de tropas enemigas lo que le obligó a refugiarse tras los muros de la ciudad de Pavía.

A la que el gabacho puso cerco de inmediato.

Desde las murallas de la ciudad Antonio de Leiva contemplaba el enorme y poderoso ejército que el rey francés traía consigo. Treinta mil soldados y cincuenta piezas de artillería. 
En Pavía dos mil quinientos españoles y cuatro mil tudescos defendían los adarves.

La artillería francesa comenzó a disparar apenas pusieron en posición las baterías, ya no dejarían de hacerlo hasta el final del asedio. 
Sin embargo todos y cada uno de los asaltos que intentaron los franceses contra las murallas fueron rechazados por los defensores, con el Maestre de Campo siempre bien visible sobre las murallas, espada en mano y peleando como uno más entre sus hombres.

Francisco I estaba que trinaba como los pajarillos en los árboles de las Tullerías. 
Aquel cabezón navarro le estaba amargando la fiesta y la invasión de Italia con su obstinada resistencia, y para colmo de males, sus batidores le informaban de que los españoles cerraban con su ejército sobre Pavía, dispuestos a levantar el cerco de la ciudad y merendarse a los gabachos.

Habían transcurrido tres meses desde que el asedio había empezado y el rey Francisco se decidió entonces a rendir la ciudad por hambre y no hacer mucho caso de aquellas cosas que le contaban de supuestos ejércitos de españoles que se acercaban a Pavía.

Paco de Francia ni se imaginaba que el hambre, la enfermedad y la miseria campaban a sus anchas por la ciudad muy desde el principio, y que aquella circunstancia no era excusa para que los defensores se rindiesen.
Allí no quería capitular ni el gallo de la veleta, a pesar de que hasta el mismo Maestre Leiva se encontraba herido, quebrantado y roto por la enfermedad y que lo único que comían los defensores era el caldo que sacaban de los muy hervidos cinturones de cuero.

En aquella situación al confiado rey francés le dio un soponcio el veinticuatro de febrero del año mil quinientos y veinticinco, cuando el ejército imperial -que él creía inexistente- se hizo terriblemente real aquella mañana de invierno.

Francisco no podía creérselo, pero, todavía confiado, envió sus tropas al ataque. 
Primero le destrozaron la infantería y cuando decidió encabezar una carga de caballería, como las de antes, al rey gabacho y a sus brillantes caballeros los hicieron papilla los arcabuceros españoles.

Antonio de Leiva ordenó a sus soldados hambrientos que realizasen una salida, directa al campamento francés -y a sus cocinas-, una salida con el Maestre en silla de manos, porque casi no podía ni sujetar la espada por culpa de la fiebre, que significó la puntilla para los franceses que se vieron entre dos fuegos y huyeron despavoridos.

Francisco de Francia fue capturado y a don Antonio de Leiva, por su pertinaz y efectiva defensa de Pavía el Emperador le nombró Gobernador del Milanesado y Señor de Ascoli.

Sobre el año veintinueve del siglo ocurre la anécdota de Plasencia.

Con ella se da fe de la enorme fama que nuestro héroe había adquirido y el enorme respeto que despertaba su persona.
El mismo Emperador había solicitado la presencia del Maestre, pues deseaba conocer personalmente a tan magnífico y valiente capitán de sus ejércitos.

Las tropas fueron llamadas a una revista de comisario -o sea a un recuento- y allí estaban todos, piqueros y arcabuceros, formando sus Compañías y pasando delante del Contador Real, cuando a este se le quedó la pluma temblando sobre el papel y al Tercio entero se le quebró el aliento de emoción cuando, el mismísimo Emperador y portando una humilde pica, había avanzado hasta la mesa para decir con voz rotunda y clara:

- ¡Carlos de Gante, soldado en el Tercio del valiente don Antonio de Leiva…!

No mucho después, en la ciudad de Bolonia, durante la coronación de Carlos como Emperador del Sacro Imperio, se cuenta que el de Gante se moría de envidia cuando observaba como al Maestre Leiva sus soldados le aclamaban y le llevaban en volandas durante las celebraciones.

Como jefe indiscutible de todas las tropas del imperio Antonio de Leiva siguió acompañando y aconsejando al Emperador durante sus campañas. En África durante las expediciones del año treinta y tres y luego de nuevo en Italia.

En mil quinientos treinta y seis, Leiva toma la plaza de Tosano y aconseja al Emperador que lleve la guerra a territorio francés.

En la Campaña de la Provenza, durante la tercera guerra italiana, perderemos a Garcilaso en Le Muy – murió el poeta al frente de sus soldados como Maestre de Infantería- y a don Antonio de Leiva, abatido por la enfermedad en Aix en Provence.

Su cuerpo fue trasladado a Milán y enterrado en la iglesia de San Dionisio.

Dejó una hija guapa, soltera y heredera de un buen montón de ducados.

Y allí arriba, en la Taberna del Cielo, siempre podrá fardar -aunque a él no le guste hacerlo- de que, entre las filas de su Tercio, pasa revista un tal Carlos, Emperador del Mundo.

© A. Villegas Glez. 














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