25 de Julio de 1797...
Playa de La Alameda. Tenerife, España.
Beach One: Sector: Nos van a dar la del pulpo...
El oleaje mecía la barcaza con virulencia haciendo que la madera emitiese crujidos y lamentos de leña quebrándose. ¡Croooookkkkk, craaackkkkk!
James Willians, segundo hijo de un pequeño comerciante de accesorios navales de la ciudad de Liverpool, se preguntaba la razón por la que se encontraba allí, a quinientos metros de una inexpugnable plaza española, sobre un endeble bote de madera vieja, bogando con los riñones pidiendo clemencia, los pulmones achicharrados, los pies empapados por el agua que se colaba por las junturas, la boca reseca por el miedo y la sal de los salpicones, y con el corazón bombeando hectolitros de sangre que, en unos minutos, podían regar aquella playa de arena negra que se destacaba a la izquierda de la mole del Castillo de San Cristóbal.
El plan parecía desesperado después de cuatro días intentando tomar la ciudad y chocando siempre contra la feroz y valerosa defensa de aquellos españoles que no eran, ni mucho menos, los cobardes que les habían pintado los oficiales.
Desde cada reducto, trinchera, playa y defensa hispana habían logrado detener todos los intentos del Capitán.
El pobre soltaba chispas británicas paseando por la popa de su navío intentando explicarse cómo, aquellos españoles a los que tan fácilmente había derrotado en San Vicente, resistían ahora como tigres de la India frente a sus infantes de marina, sus cañones y sus atrevidos y valientes intentos de desembarco.
Ahora estaba allí delante, en la proa de la barcaza en la que James remaba al compás de sus camaradas que, igual que él, miraban al Capitán, miraban la negrura de la playa que, con cada paletada estaba más cerca, y miraban con aprensión las sombras negras de los navíos españoles anclados en la bahía y la figura imponente de San Cristóbal recortándose contra la noche.
Después de los fracasos anteriores y, ahora con el Capitán al frente, nada podía salir mal... ¿o, no?,
se preguntaba el infante de marina Willians mientras remaba con las últimas fuerzas de sus brazos doloridos.
- ¡Anda que como tenga que sostener ahora el mosquete para apuntar, voy listo...! - se dice.
El soniquete de las olas contra los costados de las barcazas le recuerdan a tambores apagados que guían su avance. James se ve a sí mismo como a un soldado de Guillermo el Conquistador, la punta de lanza del Imperio, parte de la delgada línea roja.
Se siente orgulloso y seguro de sí y rema con más ahínco.
La playa está a doscientos metros...
De repente un funesto resplandor nace de uno de los oscuros costados del fuerte Paso Alto.
Las barcazas quedan inmovilizadas sobre el agua como conejos sorprendidos. Los remos permanecen inmóviles unos instantes, luego el estampido del cañonazo inunda los sentidos de todos y cada uno de los setecientos hombres que componen la fuerza de desembarco.
James siente como se diluye el heroísmo en su barriga y lo sustituye un sentimiento poderoso y arrollador.
Un pánico atroz a morirse, a quedarse sobre aquella playa oscura y fría.
Alguien grita:
- ¡Lest go... Go, go, go...!- La voz poderosa se impone por un momento por encima de la salva de artillería que se dispara desde el fuerte y, lo que es peor, mucho peor, desde los barcos anclados.
Los impactos empiezan a rodear las barcazas levantando sifones de agua helada que empapa a las fuerzas inglesas. Algunos aciertan de lleno en alguna embarcación decorando los sifones espumosos con el rojo de las entrañas.
La noche se convierte en un concierto de artillería española que destroza a los ingleses.
James Willians rema, ahora desesperado, encogido sobre las tablas mojadas, apretados los dientes, el cuerpo tenso y con los nervios a pique de estallar cada vez que cae un bombazo cerca o les acierta la bala de algún mosquetazo.
La playa está a veinticinco metros... Puede distinguir la espuma de las olas rompiendo mansas contra la arena que es negra como la boca de un pozo.
Por el rabillo del ojo cree ver, a su izquierda, una posición de artillería española que enfila directamente, su punto de desembarco.
Una última mirada a su alrededor y James constata, aterrorizado, que aquel día no tomarán tampoco la ciudad de Tenerife.
Todos los barcos, todas los cañones y todos los fusiles del mundo les apuntan.
Willians siente encallar la proa contra la arena y, justo cuando va a levantarse, llega el cañonazo. De metralla...
Apenas siente dolor. Solamente una quemazón que le recorre todo el cuerpo y la humedad de la sangre, propia y ajena, que le empapa.
Luego la caída contra la orilla, la boca llena de tierra salada, el pecho contra la arena y las piernas mecidas por las olas sin que pueda evitarlo.
Las voces que suenan delante suyo, procedentes de sombras rojizas y difusas, retumban lejanas en su cabeza pero suenan trágicas, doloridas y desoladas.
No llorarán por mí- se dice- ni por ése...- remata con amargura con sus ojos recuperando visión ante los restos de lo que fue un camarada que, como él, se mece con las olas sin poder evitarlo.
La diferencia es que del otro solamente queda medio cuerpo.
James Willians, infante de marina destinado en el Theseus recuerda a su Capitán, tan tieso y distinguido sobre la proa de la barca segundos antes del desastre.
Un golpe de mar inunda su boca y anega sus ojos. Sangra al toser y no puede moverse...
Definitivamente Juliet Dardford se tendrá que buscar otro pretendiente -piensa echándose a reír- sin embargo la risa provoca más dolor y más sangre que espuma en su boca.
Alrededor los cañonazos españoles no han cesado ni un momento. Aquellos Demonios del Mediodía no eran tan sencillos ni fáciles de conquistar, ¡no Señor, ni mucho menos...!
James Willians, segundo hijo de un humilde tratante de cuerdas de cáñamo, de tela para velas, de cecina en toneles, de clavos y pez para las reparaciones navales de la ciudad de Liverpool, mira cómo meten el cuerpo desmadejado del Capitán en uno de los pocos botes que han logrado llegar intactos a la orilla.
Lo llevan en volandas desmayado, blanco como la cera de las velas buenas y chorreando sangre como un puerco castrado.
Todos murmullan de dolor...
Nadie mira hacia donde él se ahoga y se desangra.
- ¡Cabrones...!
Una secuencia de cuatro olas consecutivas ocultan el cuerpo de James Willians, entre la espuma del mar resaltan el rojo de la casaca y el ocre desgastado de los cinturones de buen cuero de Cambridge.
A su alrededor, mecidos por las olas del Atlántico, otros cuerpos se bambolean inertes sobre la marea.
La batería de Santo Domingo sigue disparando metralla con el cañón que, los milicianos, han bautizado como: El Tigre.
El oficial observa los impactos que baten la playa y a los ingleses que inician la retirada dejando atrás a muchos caídos.
El Sargento, viejo veterano de mil batallas, que viste canas en la cabeza y en la barba mira admirado a su oficial:
- ¡Olé sus huevos, mi Teniente, gran idea traer al Tigre...!
Francisco Grandi se queda un momento mirando el boquete en el muro del que asoma, dispara, retrocede, lo enfrían, recargan y empujan para asomarse de nuevo por la improvisada tronera, el cañón de bronce que ordenó poner allí, batiendo la playa de la Alameda, en la que ahora caen destrozados los ingleses.
Grandi sonríe.
- No creo que Nelson piense lo mismo, mi Sargento...
Fin
Imagen: Grabado inglés sobre la batalla de Tenerife.
viernes, 18 de agosto de 2017
miércoles, 16 de agosto de 2017
LAS CAMISAS SOBRE EL PETO
En algún lugar de Flandes.
El cuadro retrocedía.
Al son cansado del tambor nos retirábamos hacia las posiciones de partida.
Delante nuestro el reducto enemigo humeaba y las piedras de los muros se decoraban con chorreones rojizos.
Detrás se quedaban los compañeros caídos de los que nadie se encargaba.
Paco, Pedro, Diego... Se quedaban allí tirados como espantapájaros derribados por el viento.
El aire húmedo de Flandes mecía los jirones de las banderas ajedrezadas y se colaba entre las juntas de los petos secándonos el sudor del combate y cambiándolo por un escalofrío que te recorría la espina dorsal como una centella helada.
Las picas en alto asemejaban un bosque de álamos que se balanceaban con la brisa.
Los hombres procuraban evitar que las astas se tocasen, pero, pese a su esfuerzo, las maderas se rozaban a veces.
Los hombres procuraban evitar que las astas se tocasen, pero, pese a su esfuerzo, las maderas se rozaban a veces.
-¡Cloc, clac, clooc!- parecían campanas lejanas que tañían a muerto.
El cuadro se retiraba... El tambor tocaba lento mientras íbamos retrocediendo y el enemigo disparaba sus cañones.
Gracias al cielo el barro se tragaba las balas y el daño, aunque terrible, era soportable. Mucho peor eran los cañonazos en seco, ya que en terreno apropiado las bolas macizas podían destrozar a varios hombres al ir rebotando contra el suelo.
¡BOUMMM! ¡Fuuuuussssssssssss!
- Ha pasado alta, camarada...
- Mejor... ¿Cuántos has contado, Malagueño?
- ¿Cañones...?
- Si...
- Creo que hay ocho... Tres de "a doce" y cinco de "a ocho"...
- Pardiez...
- Si...
El sol del atardecer cubre el campamento produciendo destellos dorados entre las moharras de las picas y los petos de más precio que pasean los caballeros entre los fueguecillos que se van encendiendo por doquier.
Se oyen risas y reniegos, voces roncas, cuchicheos, confesiones y juramentos.
Tintineo de dagas y espadas al cinto, meneo de barajas viejas y sobadas, dados que ruedan, vino que corre generoso en jarras desportilladas.
Mientras el atardecer deja que se escurra despacio el frío sol holandés sobre el horizonte, llegan a mi posición el Sargento y el Capitán:
- ¿Vuestra merced contó bien la artillería enemiga...?
- Tanto como se puede contar bajo el fuego de la misma... Ocho piezas, tres de "a doce", seguramente procedentes de algún barco.
El Sargento permanece impasible.
Al Capitán se le nota, un poco, el peso de la responsabilidad. Aquellos cañones son la garantía de más muertos y mutilados que tendrá que sumar a su ya extensa cuenta personal.
Al Capitán se le nota, un poco, el peso de la responsabilidad. Aquellos cañones son la garantía de más muertos y mutilados que tendrá que sumar a su ya extensa cuenta personal.
- Pardiez- dice- esos jodidos cañones...
- ¡Habrá que clavarlos...!- las palabras del Sargento son como un trabucazo en mitad de la cara.
Siento la mía ponerse colorada y arder como si me hubiese alcanzado, en verdad, una bala enemiga.
Sin decir palabra termino mi ración de vino, que me sabe a gloria, ciño mi cinturón con lo que hablan cantarinas la espada y la daga, para mirar a mis oficiales:
- ¿Viene alguno de vuestras mercedes...?
Ambos permanecen mudos. El Capitán escarbando el fango y el Sargento haciéndose el sueco, el noruego y el persa.
- Escoja a sus hombres y que haya suerte...- dice el Sargento.
- Al amanecer el Tercio avanzará de nuevo tenga éxito vuestra merced, o no...- El oficial ya no escarba el lodo, ahora me mira por derecho con aquellos ojos azules como lagos helados.
No digo ni que sí ni que no, en milicia los planes no suelen salir bien y nunca se sabe lo que puede suceder.
Y menos todavía en una encamisada.
Y menos todavía en una encamisada.
No hay luna pero todo el campo está iluminado por un leve resplandor rojizo.
Entre las antorchas enemigas, los incendios y los fueguecillos del campo propio parece que estamos en mitad de una verbena de pueblo.
Las sombras se proyectan alargadas bamboleándose al compás de las llamas, sobre el monótono cri-cri de los grillos resalta el canturreo melancólico de un borracho y puedo distinguir, inoportunamente atentos, a los dos centinelas holandeses que vienen y van sobre el adarve como muñequitos de un reloj. Puntuales.
El acero sucio de sus petos resalta contra el brillo terrorífico de las moharras. Cada vez que se cruzan el uno con el otro, se dicen algo, la brisa trae hasta mi sus voces apagadas:
- Ya queda menos para el relevo, compañero...- o algo así se estarán diciendo.
No saben lo que se les viene encima... Si resulta, claro.
Dos grupos, uno por centinela. Sencillo.
Intentar no llamar su atención y, usando dos viejas ballestas, acabar con ellos antes de que puedan dar la voz de al arma.
Luego escalar los muros y clavar aquellos malditos cañones que nos están haciendo pedazos.
Se detiene el tiempo, la respiración se hace lenta y pesada, la piel empapada y fría se pega al jubón mientras las camisas, sucias y raídas, que llevamos sobre la coraza, bailotean con la brisa de la madrugada.
De repente el saetazo silba en la noche.
Un instante de silencio y luego el sonido del bulto holandés cayendo al suelo. Inerte.
O eso esperamos, que el hideputa y su compadre, estén ya camino de su cielo hereje.
El clinc-clinc metálico del gancho contra la piedra del muro resuena en mis tripas como si fuesen los campanazos de la Catedral de Burgos.
Algo más allá los del segundo grupo ya se encaraman sobre el adarve. Los veo doblarse sobre el muro intentando que no se recorte demasiado su silueta contra la línea del horizonte.
Estamos dentro. Espectros que, en completo silencio, nos desparramamos por el campamento enemigo.
A los centinelas que nos vamos encontrando o al desgraciado que ha salido a mear, lo degollamos sin piedad y sin hacer ruido.
¡Tactacactactac...!
Clavamos los primeros cañones.
El amanecer rompe el horizonte con destellos anaranjados y la claridad empieza a ganar la batalla diaria contra la oscuridad.
Todo parece en calma.
Parece, porque en una encamisada sabes como empiezas pero nunca como acabas.
De improviso el arcabuzazo rompe el aire provocando que, de un árbol cercano, vuelen espantados una bandada de pájaros que tenían allí su dormitorio.
Los gritos en holandés inundan el campamento.
- Estamos jodidos, malagueño... - me reprocha uno de mis hombres.
- Peor están aquellos...- le respondo señalando con el mentón a los del segundo grupo que, rodeados de enemigos, se baten como leones a espada y daga.
Han formado un pequeño cuadro y venden muy caro su pellejo.
Pronto los harán pedazos con los arcabuces y las picas.
Confirmando mis temores un par de pelotas de plomo nos buscan y zurean por encima de nuestras cabezas.
Un grupo de coseletes enemigos avanza hacia nosotros.
Todo el campamento holandés bulle de actividad.
Los gritos de los oficiales logran organizar sus fuerzas, se ilumina todo con antorchas y a los camaradas del segundo grupo los hacen trizas a base, ya lo sabía yo, de moharras y de arcabuces.
En uno de los cañones clavados metemos todo lo que podemos. Un par de balas, sacos y sacos de pólvora, metralla y hasta los clavos que nos han sobrado en la operación.
Una mecha larga nos dará el tiempo necesario para alejarnos sin daño. O eso creo.
Mis hombres me miran hipnotizados.
-¡Ya está... Vámonos!
Corremos. Corremos como galgos enloquecidos.
Cada paso nos aleja de la muerte y aquello nos da alas.
Corremos como centellas levantando barro flamenco en nuestra carrera, oyendo nuestra respiración entrecortada y con la mirada puesta en el muro que está cada vez más cerca.
Las balas enemigas corretean entre nosotros silbando la canción del tiempo acabado.
De repente: ¡Bang... Paff... Auugg!
Y un camarada, convertido en un bulto desmadejado, resbala sobre el lodo dejando tras de si, una estela rojiza.
Escalo el muro y a mi espalda se desata el infierno.
Un golpetazo de calor quema mi rostro cuando miro. El cañón ha estallado regando el campamento de metralla candente.
Entre las llamaradas se retuercen figuritas negras.
El fuego se extiende por todo el reducto artillero iluminando la mañana y las picas del Tercio que, al otro lado de los muros, se prepara para el asalto definitivo.
El espectáculo impresiona.
Desde el adarve contemplo el poderío de mis camaradas desplegados en compactos cuadros de picas que avanzan hacia el fortín enemigo.
Luego el orgullo inunda mi corazón y la honra mi alma cuando los cuadros que avanzan, al distinguir nuestras camisas sobre los muros, empiezan a gritar y a palotear con las picas en señal de admiración.
Aquellos vítores de mis compatriotas, mientras ardía el campamento holandés a mi espalda, provocan que - este particular que quede entre vuestras mercedes y yo- que algunas lágrimas resbalen por mi rostro curtido para ir a secarse contra la camisa que llevo sobre el peto metálico.
No había mejor lugar para aquellas lágrimas que junto a la sangre y al sudor que ya empapaban aquel viejo trapo.
Fin
Imagen: Piquero siglo XVI. Óleo de A. Ferrer Dalmau
Intentar no llamar su atención y, usando dos viejas ballestas, acabar con ellos antes de que puedan dar la voz de al arma.
Luego escalar los muros y clavar aquellos malditos cañones que nos están haciendo pedazos.
Se detiene el tiempo, la respiración se hace lenta y pesada, la piel empapada y fría se pega al jubón mientras las camisas, sucias y raídas, que llevamos sobre la coraza, bailotean con la brisa de la madrugada.
De repente el saetazo silba en la noche.
Un instante de silencio y luego el sonido del bulto holandés cayendo al suelo. Inerte.
O eso esperamos, que el hideputa y su compadre, estén ya camino de su cielo hereje.
El clinc-clinc metálico del gancho contra la piedra del muro resuena en mis tripas como si fuesen los campanazos de la Catedral de Burgos.
Algo más allá los del segundo grupo ya se encaraman sobre el adarve. Los veo doblarse sobre el muro intentando que no se recorte demasiado su silueta contra la línea del horizonte.
Estamos dentro. Espectros que, en completo silencio, nos desparramamos por el campamento enemigo.
A los centinelas que nos vamos encontrando o al desgraciado que ha salido a mear, lo degollamos sin piedad y sin hacer ruido.
¡Tactacactactac...!
Clavamos los primeros cañones.
El amanecer rompe el horizonte con destellos anaranjados y la claridad empieza a ganar la batalla diaria contra la oscuridad.
Todo parece en calma.
Parece, porque en una encamisada sabes como empiezas pero nunca como acabas.
De improviso el arcabuzazo rompe el aire provocando que, de un árbol cercano, vuelen espantados una bandada de pájaros que tenían allí su dormitorio.
Los gritos en holandés inundan el campamento.
- Estamos jodidos, malagueño... - me reprocha uno de mis hombres.
- Peor están aquellos...- le respondo señalando con el mentón a los del segundo grupo que, rodeados de enemigos, se baten como leones a espada y daga.
Han formado un pequeño cuadro y venden muy caro su pellejo.
Pronto los harán pedazos con los arcabuces y las picas.
Confirmando mis temores un par de pelotas de plomo nos buscan y zurean por encima de nuestras cabezas.
Un grupo de coseletes enemigos avanza hacia nosotros.
Todo el campamento holandés bulle de actividad.
Los gritos de los oficiales logran organizar sus fuerzas, se ilumina todo con antorchas y a los camaradas del segundo grupo los hacen trizas a base, ya lo sabía yo, de moharras y de arcabuces.
En uno de los cañones clavados metemos todo lo que podemos. Un par de balas, sacos y sacos de pólvora, metralla y hasta los clavos que nos han sobrado en la operación.
Una mecha larga nos dará el tiempo necesario para alejarnos sin daño. O eso creo.
Mis hombres me miran hipnotizados.
-¡Ya está... Vámonos!
Corremos. Corremos como galgos enloquecidos.
Cada paso nos aleja de la muerte y aquello nos da alas.
Corremos como centellas levantando barro flamenco en nuestra carrera, oyendo nuestra respiración entrecortada y con la mirada puesta en el muro que está cada vez más cerca.
Las balas enemigas corretean entre nosotros silbando la canción del tiempo acabado.
De repente: ¡Bang... Paff... Auugg!
Y un camarada, convertido en un bulto desmadejado, resbala sobre el lodo dejando tras de si, una estela rojiza.
Escalo el muro y a mi espalda se desata el infierno.
Un golpetazo de calor quema mi rostro cuando miro. El cañón ha estallado regando el campamento de metralla candente.
Entre las llamaradas se retuercen figuritas negras.
El fuego se extiende por todo el reducto artillero iluminando la mañana y las picas del Tercio que, al otro lado de los muros, se prepara para el asalto definitivo.
El espectáculo impresiona.
Desde el adarve contemplo el poderío de mis camaradas desplegados en compactos cuadros de picas que avanzan hacia el fortín enemigo.
Luego el orgullo inunda mi corazón y la honra mi alma cuando los cuadros que avanzan, al distinguir nuestras camisas sobre los muros, empiezan a gritar y a palotear con las picas en señal de admiración.
Aquellos vítores de mis compatriotas, mientras ardía el campamento holandés a mi espalda, provocan que - este particular que quede entre vuestras mercedes y yo- que algunas lágrimas resbalen por mi rostro curtido para ir a secarse contra la camisa que llevo sobre el peto metálico.
No había mejor lugar para aquellas lágrimas que junto a la sangre y al sudor que ya empapaban aquel viejo trapo.
Fin
Imagen: Piquero siglo XVI. Óleo de A. Ferrer Dalmau
lunes, 14 de agosto de 2017
LA BARRANCA DE LOS FRAILES
Columna Goded. Barranco de Los Frailes. Sector Ixdaín.
Alhucemas, 11 de septiembre de 1925...
Amanece.
Un fogonazo rojizo asoma tras el horizonte y va iluminando, como si lo quemase despacio, el terreno ante mis ojos.
Hace fresco y la cercanía del mar lo inunda todo con el sabor del yodo.
Me recuerda el olor al pescado que solía freír, en la sartén vieja y renegrida, que nadie osaría arrancar jamás de sus manos frías y muertas, mi querida madre que Dios tuviera en su Gloria.
Quizás muy pronto vaya a reunirme con ella.
La idea, claro, me aterra. Morirse no es bonito para nadie... Morirse en la guerra resulta, además de estúpido, desagradable.
Pero, ¿aquí está uno, no...?
Pues eso...
Amaneciendo en tierra extraña y peligrosa con el mar a la espalda y por delante los enemigos más duros y tenaces de todo el Rif.
Porque son valientes los cabileños de Alhucemas. Decididos, astutos, implacables y saben siempre jugar con la ventaja del terreno.
De improviso retumba un estruendo en mi barriga, como cuando tienes hambre y el estómago reclama algo que digerir, pero no es hambre, es otra cosa.
Es un aviso, una alerta, una alarma sobre lo que está a punto de suceder.
Aquellas tonterías de adivinos y nigromantes parecen ahora terriblemente reales cuando las dimensiones se funden en un abrazo y, enredado entre las tripas, algo ancestral ruge desaforado.
Un instinto viejo que, como el metrónomo de un pianista desquiciado, marca el compás precipitado del tiempo que nos queda.
Un tiempo que, me temo, se nos está acabando.
El desembarco ha sido un éxito a pesar de las muchas bajas y las muchas dificultades. Los de la columna Ceuta las habían pasado negras para llegar a la Cebadilla y luego tomar posiciones desalojando a la bayoneta al enemigo de sus trincheras.
Nosotros, la columna Melilla, en Ixdaín, tampoco lo habíamos pasado mejor.
El enemigo había fortificado las playas, las había protegido con minas fabricadas con bombas navales y de aviación y sembrado cada barranco y cada trocha con posiciones defensivas y cañones ocultos que batían las zonas de desembarco y las rutas de salida.
Así que desde el principio un fuego nutrido y preciso se había desatado contra nosotros.
El sonido del chapoteo de las balas contra el agua, el estruendo metálico cuando acertaban contra las lanchas, el grito dolorido de los que alcanzaban, las olas batiendo contra tu cuerpo, como si el mar quisiera succionarte y alejarte de allí envuelto en una mortaja de agua salada. Los metros hasta la orilla que se hacen eternos, cada paso requiere un esfuerzo titánico, y no es el agua o el fango del fondo lo que te retiene, es el miedo, el miedo atroz a que te acierte una bala, o peor, a que te destroce un cañonazo.
Pero, sin embargo, ya que ni uno ni otro te alcanza, avanzas...
La espalda del compañero como guía, sus pasos, tu marca, tu sendero, alrededor otros camaradas siguen caminos similares y cuando, el primero cae, ocupan su lugar como antaño los hoplitas los huecos de la falange.
Así, metro a metro, trinchera a trinchera, avanzamos aquel día ocho, que parece ahora tan lejano, sobre las playas de Ixdaín y la Cebadilla, en pleno corazón del territorio enemigo.
El día que llegamos para devolverle a Krim, su visita a Annual, Arruit, Nador o Zeluán.
No ha sido nada fácil llegar hasta aquí.
La defensa rifeña ha resultado feroz en cada sector, en cada barranca, en cada chumbera. Enloquecidos se arrojan contra nuestras posiciones como lobos sanguinarios. No temen morir y lo demuestran en cada asalto.
Este amanecer del día once de septiembre no va a ser distinto...
Por dentro, entre los resquicios de mis entrañas, algo me grita, me advierte.
Alrededor mis camaradas deben sentir algo parecido ya que se distingue algo distinto en sus actitudes.
No hay chascarrillos ni bromas y las miradas entre unos y otros están cargadas de una terrorífica certeza.
Cada cual embutido en sus pensamientos, en su propio y particular mundo y todos, lo reconozcamos o no, rezamos.
Siempre anduvimos faltos de fe y ahora, tan cerca la Parca, rezamos como si Dios ahora fuese un amigo de toda la vida.
La brisa llega cargada con el aroma del romero y del tomillo, el mar golpea sereno contra las rocas desgastadas de la orilla y mece los barcos que se pueden ver más allá, anclados en la bahía. Manchas grises que se balancean contra el horizonte bailando un sensual tango con la espuma del mar.
¡Cómo me gustaría estar allí y no aquí!
No debo ser el único que piensa de esta manera, me digo.
Después otro refrán acude, como un pistoletazo, a mi cabeza.
¡Mal de muchos... !
Sonrío con mi propia broma.
Hace meses que no sonrío así.
Igual que un juez de pista dispara en las pruebas olímpicas, mi sonrisa casi infantil, se convierte en el pistoletazo de salida para que se desate sobre nosotros el infierno en la tierra.
La sonrisilla, claro, se borra de mi cara al instante.
El primer impacto de la artillería enemiga volatiliza al Sargento Peláez, al "Matraca" y al "Ojopollo"...
En un segundo sus cuerpos dejan de ser materia sólida y pasan al estado viscoso.
A aquellos a los que salpican sus restos les entra un ataque de histeria y comienzan a gritar desquiciados intentando quitarse del uniforme el ojo derecho del Matraca que los mira con reproche.
Al primer impacto le siguen más, muchos más...
Toda nuestra línea es batida con fuego de artillería. Un cañoneo preciso y continuo.
Algún cabrón europeo que debió aprender la técnica en el Somme o Verdún y la aplica ahora al servicio de los rifeños. El hijoputa.
Más ojos de camaradas que miran reprochando que nosotros sigamos vivos y ellos no, se han sumado a los otros cuando el bombardeo cesa para dejar paso al grito de guerra de los cabileños.
La tierra ensangrentada me cubre cuando calo la bayoneta en el fusil.
¡Clic-Clac!
Brilla el metal contra los pocos rayos de sol que logran atravesar la capa de humo y polvo en suspensión que cubre la línea española.
Difusas figuras grisáceas no avanzan, cargan contra nosotros entre la neblina.
Mi mente quiere alejarse de allí, escapar de aquella locura, pero mi cuerpo permanece clavado al terreno, como si un gigantesco imán me mantuviese pegado al suelo sin opción de moverme.
Los bultos grises son ahora más grandes y se oyen con claridad sus berridos inhumanos mezclados con el chirriar insoportable de las chirimías y el tronar de algunos tambores.
A mi lado llega una figura desgarbada. Es el Teniente...
El brazo izquierdo no está y en su lugar hay un horrible muñón ensangrentado que aprieta un trapo que gotea sangre sobre la tierra del suelo.
El oficial permanece impasible, ajeno a su terrible mutilación, y apunta sereno su revólver hacia los bultos grises y grita:
- ¡¡¡FUEGOOOOO!!!
El verdoso del uniforme de mis camaradas me rodea. Al cabo luchamos los unos por los otros...
Aquí, en el fango, se pelea por el compañero, el amigo, el camarada que, como tu, está allí y no en cualquier otro sitio.
También por aquellos cadáveres resecos que devoraron las alimañas, los miles de compatriotas insepultos que tapizaron los caminos desde Anual hasta Melilla aquel verano del año veintiuno.
A cincuenta metros el disparo del máuser resulta devastador y los bultos, ahora se ven parduzcos y puedo distinguir los ojos inundados de odio y las gumias que brillan en sus manos, caen hacia atrás empujados por la fuerza del impacto.
Toda la línea propia se estremece y se agita en movimientos de vaivén cuando la avalancha rifeña alcanza los pozos de tirador y nuestras débiles trincheras.
El choque es cuerpo a cuerpo. La línea se retuerce hacia atrás y hacia adelante como una víbora herida.
El griterío, indescriptible.
No hay sonido en el mundo que se le parezca, no hay nada igual al aullido que genera el estruendo enloquecido que producen los hombres matándose unos a otros.
Cuando introduzco el peine, el máuser despide un humillo azulado y quema tanto que mis dedos bailotean contra el metal recalentado.
El cerrojo cierra sin problemas pero, cuando intento apuntar, compruebo que ya no me hace falta.
El enemigo está sobre nosotros.
Llega la hora de la Señora Bayoneta... Cincuenta centímetros de acero ideado para removerse entre las entrañas del enemigo causando el mayor daño posible.
Es de lo que más aterroriza en el combate. Tener que clavarla... O que te la claven a ti.
Solamente distingo un turbante pardo y una chilaba oscura que se abalanza contra mi. Mi gesto es automático, basculo a la derecha, asiento los pies y clavo a la Señora Bayoneta entre las sorprendidas tripas de mi adversario.
- ¡Ugggg...!- dice...
No presto atención a los espasmos de las piernas mientras saco el acero de las tripas y lo apoyo contra la nuez de Adán.
Ya no me sorprenden las reacciones del cuerpo humano cuando se muere, ya no...
Otro grito a mi derecha...
El mundo se torna un tiovivo en el que los caballitos han sido sustituidos por puntas de bayoneta y cuchillos.
El aire que respiras está saturado de gotitas de sangre en suspensión y los oídos hace siglos que se taponaron y ahora solamente oyes un murmullo lejano o el berrido de algún enemigo que está demasiado cerca.
Al Teniente lo han dejado hecho filetes hace rato y solamente queda con vida algún Sargento o Cabo de la Compañía.
Les puedo oír gritar órdenes desesperadas.
Apenas veo lo que tengo delante, el humo lo cubre todo y cada paso es un paso hacia lo desconocido.
Algo cruje a mi espalda.
Es el brillo lo que me salva. El fulgor de la gumia en las manos del enemigo.
No pregunten, pero se distingue, es diferente el brillo de la bayoneta al del cuchillo...
Advertido por la diferencia no dudo.
Los ojos del rifeño me miran con sorpresa... No tendrá más de treinta años. Reza, creo, mientras compasivo extraigo despacio la Señora Bayoneta de su ingle y la apuntalo contra su pescuezo.
A mi derecha sucede la misma obra pero con distinto protagonista. El que grita de dolor y miedo, es de los míos...
Mis manos aferran el fusil, ya que es la única manera que conozco para vencer los temblores mientras la Señora Bayoneta gotea sobre el suelo dejando lágrimas rojas que marcan mi camino.
Los gritos pidiendo clemencia están más cerca.
Pero llego tarde.
Tres cabileños han agarrado a un compatriota con vida.
Contemplo cómo le rebanan el cuello como a un carnero el día de su fiesta grande.
El cuerpo cae desmadejado para desangrarse sobre el ardiente suelo africano.
Apunto...
Uno de los cabileños cae fulminado. Los otro buscan refugio desesperados.
¡Bang...!
El segundo cuerpo cae como un saco de harina.
El tercer enemigo ha logrado ocultarse...
Respiro con dificultad mientras la adrenalina anega mis arterias. Mi cerebro solamente genera un mensaje:
- ¡Tres disparos en el cargador....!
Luego caigo en la cuenta de que estoy casi al descubierto y que solamente la polvareda me protege.
Para confirmarlo el zumbido de una bala pasa muy cerca, demasiado cerca, de mi oreja izquierda.
Instintivo me arrojo a tierra.
La boca se me llena con el sabor reseco a tornillos oxidados, las rodillas braman doloridas y los codos gimen desollados, pero mejor aquello que un balazo en la barriga.
Apunto... ¡Crakc!
El percutor se parte. ¡Maldita sea!
Mi enemigo sonríe de oreja a oreja mientras me apunta con un viejo Lebel francés.
A nuestro alrededor la matanza continua.
El verde de los camaradas se mezcla con el pardo de los rifeños entre gritos de angustia, dolor, miedo y desesperación.
Relucen al sol los cuchillos y las bayonetas, los fogonazos de los disparos cubren la tierra, una traca continua que inunda el aire de plomo ardiente.
Uno de aquellas balas pasa a dos milímetros de mi cabeza. Apenas la oigo, solamente un leve siseo, un silbido del viento, un susurro de la misma Parca que roza mi oído y provoca que se me ericen todos los vellos del cuerpo.
El moro ha fallado...
Blandiendo mi fusil como una estaca y gritando como un poseso me arrojo contra mi adversario.
Es curioso, pero entre el torbellino de la batalla que se desata a mi alrededor, solamente escucho el sonido del mecanismo del viejo Lebel intentando acerrojarse.
¡Craacckk...!
Golpea la culata de mi fusil contra la cabeza del rifeño. El sonido que produce me recuerda a cuando, allá en el pueblo, subíamos al monte para escuchar partirse las ramas de los robles cuando no soportaban más el peso de la nieve.
¡Tengo que recargar...!- piensa mi mente de soldado- ¡Tengo que salir de aquí...!- piensa mi parte humana.
Se impone, claro, la supervivencia.
Desolado compruebo que, aparte del percutor, mi fiel máuser tiene quebrada la caja de los mecanismos y está inservible. Ya solamente puede usarse como pica.
Tampoco tengo ni idea de dónde estoy.
El movimiento del combate me ha llevado a no saber si me encuentro en mis líneas o metido hasta los huevos en territorio cabileño.
Todo el barranco y las crestas están cubiertas por el humo, los gritos, los fogonazos mientras retumba el tronar de la artillería, propia y extraña, que bate casi cada centímetro de terreno.
Sobrevuelan el cielo los aeroplanos arrojando bombas al enemigo y aquí abajo, nosotros, la fiel infantería, resistimos hasta el último de nosotros.
Avanzo con cuidado, atento a todo, con la Señora Bayoneta al frente, esperando el disparo que me arroje a tierra o la cuchillada inesperada y mortal de algún enemigo emboscado.
A mi derecha el sonido de un clarín de órdenes restalla sobre el estruendo de la batalla.
Sin dudar me encamino hacia aquel sonido, familiar, reconocible y amigo.
Un soniquete que me lleva, sin duda, hacia mis compañeros, hacia mis camaradas.
Y creo que ya les dije al principio que, al cabo, uno muere aquí junto a ellos, por ellos...
Fin
Imagen: Fotografía aérea de la playa de Ixdaín. Septiembre, 1925
Alhucemas, 11 de septiembre de 1925...
Amanece.
Un fogonazo rojizo asoma tras el horizonte y va iluminando, como si lo quemase despacio, el terreno ante mis ojos.
Hace fresco y la cercanía del mar lo inunda todo con el sabor del yodo.
Me recuerda el olor al pescado que solía freír, en la sartén vieja y renegrida, que nadie osaría arrancar jamás de sus manos frías y muertas, mi querida madre que Dios tuviera en su Gloria.
Quizás muy pronto vaya a reunirme con ella.
La idea, claro, me aterra. Morirse no es bonito para nadie... Morirse en la guerra resulta, además de estúpido, desagradable.
Pero, ¿aquí está uno, no...?
Pues eso...
Amaneciendo en tierra extraña y peligrosa con el mar a la espalda y por delante los enemigos más duros y tenaces de todo el Rif.
Porque son valientes los cabileños de Alhucemas. Decididos, astutos, implacables y saben siempre jugar con la ventaja del terreno.
De improviso retumba un estruendo en mi barriga, como cuando tienes hambre y el estómago reclama algo que digerir, pero no es hambre, es otra cosa.
Es un aviso, una alerta, una alarma sobre lo que está a punto de suceder.
Aquellas tonterías de adivinos y nigromantes parecen ahora terriblemente reales cuando las dimensiones se funden en un abrazo y, enredado entre las tripas, algo ancestral ruge desaforado.
Un instinto viejo que, como el metrónomo de un pianista desquiciado, marca el compás precipitado del tiempo que nos queda.
Un tiempo que, me temo, se nos está acabando.
El desembarco ha sido un éxito a pesar de las muchas bajas y las muchas dificultades. Los de la columna Ceuta las habían pasado negras para llegar a la Cebadilla y luego tomar posiciones desalojando a la bayoneta al enemigo de sus trincheras.
Nosotros, la columna Melilla, en Ixdaín, tampoco lo habíamos pasado mejor.
El enemigo había fortificado las playas, las había protegido con minas fabricadas con bombas navales y de aviación y sembrado cada barranco y cada trocha con posiciones defensivas y cañones ocultos que batían las zonas de desembarco y las rutas de salida.
Así que desde el principio un fuego nutrido y preciso se había desatado contra nosotros.
El sonido del chapoteo de las balas contra el agua, el estruendo metálico cuando acertaban contra las lanchas, el grito dolorido de los que alcanzaban, las olas batiendo contra tu cuerpo, como si el mar quisiera succionarte y alejarte de allí envuelto en una mortaja de agua salada. Los metros hasta la orilla que se hacen eternos, cada paso requiere un esfuerzo titánico, y no es el agua o el fango del fondo lo que te retiene, es el miedo, el miedo atroz a que te acierte una bala, o peor, a que te destroce un cañonazo.
Pero, sin embargo, ya que ni uno ni otro te alcanza, avanzas...
La espalda del compañero como guía, sus pasos, tu marca, tu sendero, alrededor otros camaradas siguen caminos similares y cuando, el primero cae, ocupan su lugar como antaño los hoplitas los huecos de la falange.
Así, metro a metro, trinchera a trinchera, avanzamos aquel día ocho, que parece ahora tan lejano, sobre las playas de Ixdaín y la Cebadilla, en pleno corazón del territorio enemigo.
El día que llegamos para devolverle a Krim, su visita a Annual, Arruit, Nador o Zeluán.
No ha sido nada fácil llegar hasta aquí.
La defensa rifeña ha resultado feroz en cada sector, en cada barranca, en cada chumbera. Enloquecidos se arrojan contra nuestras posiciones como lobos sanguinarios. No temen morir y lo demuestran en cada asalto.
Este amanecer del día once de septiembre no va a ser distinto...
Por dentro, entre los resquicios de mis entrañas, algo me grita, me advierte.
Alrededor mis camaradas deben sentir algo parecido ya que se distingue algo distinto en sus actitudes.
No hay chascarrillos ni bromas y las miradas entre unos y otros están cargadas de una terrorífica certeza.
Cada cual embutido en sus pensamientos, en su propio y particular mundo y todos, lo reconozcamos o no, rezamos.
Siempre anduvimos faltos de fe y ahora, tan cerca la Parca, rezamos como si Dios ahora fuese un amigo de toda la vida.
La brisa llega cargada con el aroma del romero y del tomillo, el mar golpea sereno contra las rocas desgastadas de la orilla y mece los barcos que se pueden ver más allá, anclados en la bahía. Manchas grises que se balancean contra el horizonte bailando un sensual tango con la espuma del mar.
¡Cómo me gustaría estar allí y no aquí!
No debo ser el único que piensa de esta manera, me digo.
Después otro refrán acude, como un pistoletazo, a mi cabeza.
¡Mal de muchos... !
Sonrío con mi propia broma.
Hace meses que no sonrío así.
Igual que un juez de pista dispara en las pruebas olímpicas, mi sonrisa casi infantil, se convierte en el pistoletazo de salida para que se desate sobre nosotros el infierno en la tierra.
La sonrisilla, claro, se borra de mi cara al instante.
El primer impacto de la artillería enemiga volatiliza al Sargento Peláez, al "Matraca" y al "Ojopollo"...
En un segundo sus cuerpos dejan de ser materia sólida y pasan al estado viscoso.
A aquellos a los que salpican sus restos les entra un ataque de histeria y comienzan a gritar desquiciados intentando quitarse del uniforme el ojo derecho del Matraca que los mira con reproche.
Al primer impacto le siguen más, muchos más...
Toda nuestra línea es batida con fuego de artillería. Un cañoneo preciso y continuo.
Algún cabrón europeo que debió aprender la técnica en el Somme o Verdún y la aplica ahora al servicio de los rifeños. El hijoputa.
Más ojos de camaradas que miran reprochando que nosotros sigamos vivos y ellos no, se han sumado a los otros cuando el bombardeo cesa para dejar paso al grito de guerra de los cabileños.
La tierra ensangrentada me cubre cuando calo la bayoneta en el fusil.
¡Clic-Clac!
Brilla el metal contra los pocos rayos de sol que logran atravesar la capa de humo y polvo en suspensión que cubre la línea española.
Difusas figuras grisáceas no avanzan, cargan contra nosotros entre la neblina.
Mi mente quiere alejarse de allí, escapar de aquella locura, pero mi cuerpo permanece clavado al terreno, como si un gigantesco imán me mantuviese pegado al suelo sin opción de moverme.
Los bultos grises son ahora más grandes y se oyen con claridad sus berridos inhumanos mezclados con el chirriar insoportable de las chirimías y el tronar de algunos tambores.
A mi lado llega una figura desgarbada. Es el Teniente...
El brazo izquierdo no está y en su lugar hay un horrible muñón ensangrentado que aprieta un trapo que gotea sangre sobre la tierra del suelo.
El oficial permanece impasible, ajeno a su terrible mutilación, y apunta sereno su revólver hacia los bultos grises y grita:
- ¡¡¡FUEGOOOOO!!!
El verdoso del uniforme de mis camaradas me rodea. Al cabo luchamos los unos por los otros...
Aquí, en el fango, se pelea por el compañero, el amigo, el camarada que, como tu, está allí y no en cualquier otro sitio.
También por aquellos cadáveres resecos que devoraron las alimañas, los miles de compatriotas insepultos que tapizaron los caminos desde Anual hasta Melilla aquel verano del año veintiuno.
A cincuenta metros el disparo del máuser resulta devastador y los bultos, ahora se ven parduzcos y puedo distinguir los ojos inundados de odio y las gumias que brillan en sus manos, caen hacia atrás empujados por la fuerza del impacto.
Toda la línea propia se estremece y se agita en movimientos de vaivén cuando la avalancha rifeña alcanza los pozos de tirador y nuestras débiles trincheras.
El choque es cuerpo a cuerpo. La línea se retuerce hacia atrás y hacia adelante como una víbora herida.
El griterío, indescriptible.
No hay sonido en el mundo que se le parezca, no hay nada igual al aullido que genera el estruendo enloquecido que producen los hombres matándose unos a otros.
Cuando introduzco el peine, el máuser despide un humillo azulado y quema tanto que mis dedos bailotean contra el metal recalentado.
El cerrojo cierra sin problemas pero, cuando intento apuntar, compruebo que ya no me hace falta.
El enemigo está sobre nosotros.
Llega la hora de la Señora Bayoneta... Cincuenta centímetros de acero ideado para removerse entre las entrañas del enemigo causando el mayor daño posible.
Es de lo que más aterroriza en el combate. Tener que clavarla... O que te la claven a ti.
Solamente distingo un turbante pardo y una chilaba oscura que se abalanza contra mi. Mi gesto es automático, basculo a la derecha, asiento los pies y clavo a la Señora Bayoneta entre las sorprendidas tripas de mi adversario.
- ¡Ugggg...!- dice...
No presto atención a los espasmos de las piernas mientras saco el acero de las tripas y lo apoyo contra la nuez de Adán.
Ya no me sorprenden las reacciones del cuerpo humano cuando se muere, ya no...
Otro grito a mi derecha...
El mundo se torna un tiovivo en el que los caballitos han sido sustituidos por puntas de bayoneta y cuchillos.
El aire que respiras está saturado de gotitas de sangre en suspensión y los oídos hace siglos que se taponaron y ahora solamente oyes un murmullo lejano o el berrido de algún enemigo que está demasiado cerca.
Al Teniente lo han dejado hecho filetes hace rato y solamente queda con vida algún Sargento o Cabo de la Compañía.
Les puedo oír gritar órdenes desesperadas.
Apenas veo lo que tengo delante, el humo lo cubre todo y cada paso es un paso hacia lo desconocido.
Algo cruje a mi espalda.
Es el brillo lo que me salva. El fulgor de la gumia en las manos del enemigo.
No pregunten, pero se distingue, es diferente el brillo de la bayoneta al del cuchillo...
Advertido por la diferencia no dudo.
Los ojos del rifeño me miran con sorpresa... No tendrá más de treinta años. Reza, creo, mientras compasivo extraigo despacio la Señora Bayoneta de su ingle y la apuntalo contra su pescuezo.
A mi derecha sucede la misma obra pero con distinto protagonista. El que grita de dolor y miedo, es de los míos...
Mis manos aferran el fusil, ya que es la única manera que conozco para vencer los temblores mientras la Señora Bayoneta gotea sobre el suelo dejando lágrimas rojas que marcan mi camino.
Los gritos pidiendo clemencia están más cerca.
Pero llego tarde.
Tres cabileños han agarrado a un compatriota con vida.
Contemplo cómo le rebanan el cuello como a un carnero el día de su fiesta grande.
El cuerpo cae desmadejado para desangrarse sobre el ardiente suelo africano.
Apunto...
Uno de los cabileños cae fulminado. Los otro buscan refugio desesperados.
¡Bang...!
El segundo cuerpo cae como un saco de harina.
El tercer enemigo ha logrado ocultarse...
Respiro con dificultad mientras la adrenalina anega mis arterias. Mi cerebro solamente genera un mensaje:
- ¡Tres disparos en el cargador....!
Luego caigo en la cuenta de que estoy casi al descubierto y que solamente la polvareda me protege.
Para confirmarlo el zumbido de una bala pasa muy cerca, demasiado cerca, de mi oreja izquierda.
Instintivo me arrojo a tierra.
La boca se me llena con el sabor reseco a tornillos oxidados, las rodillas braman doloridas y los codos gimen desollados, pero mejor aquello que un balazo en la barriga.
Apunto... ¡Crakc!
El percutor se parte. ¡Maldita sea!
Mi enemigo sonríe de oreja a oreja mientras me apunta con un viejo Lebel francés.
A nuestro alrededor la matanza continua.
El verde de los camaradas se mezcla con el pardo de los rifeños entre gritos de angustia, dolor, miedo y desesperación.
Relucen al sol los cuchillos y las bayonetas, los fogonazos de los disparos cubren la tierra, una traca continua que inunda el aire de plomo ardiente.
Uno de aquellas balas pasa a dos milímetros de mi cabeza. Apenas la oigo, solamente un leve siseo, un silbido del viento, un susurro de la misma Parca que roza mi oído y provoca que se me ericen todos los vellos del cuerpo.
El moro ha fallado...
Blandiendo mi fusil como una estaca y gritando como un poseso me arrojo contra mi adversario.
Es curioso, pero entre el torbellino de la batalla que se desata a mi alrededor, solamente escucho el sonido del mecanismo del viejo Lebel intentando acerrojarse.
¡Craacckk...!
Golpea la culata de mi fusil contra la cabeza del rifeño. El sonido que produce me recuerda a cuando, allá en el pueblo, subíamos al monte para escuchar partirse las ramas de los robles cuando no soportaban más el peso de la nieve.
¡Tengo que recargar...!- piensa mi mente de soldado- ¡Tengo que salir de aquí...!- piensa mi parte humana.
Se impone, claro, la supervivencia.
Desolado compruebo que, aparte del percutor, mi fiel máuser tiene quebrada la caja de los mecanismos y está inservible. Ya solamente puede usarse como pica.
Tampoco tengo ni idea de dónde estoy.
El movimiento del combate me ha llevado a no saber si me encuentro en mis líneas o metido hasta los huevos en territorio cabileño.
Todo el barranco y las crestas están cubiertas por el humo, los gritos, los fogonazos mientras retumba el tronar de la artillería, propia y extraña, que bate casi cada centímetro de terreno.
Sobrevuelan el cielo los aeroplanos arrojando bombas al enemigo y aquí abajo, nosotros, la fiel infantería, resistimos hasta el último de nosotros.
Avanzo con cuidado, atento a todo, con la Señora Bayoneta al frente, esperando el disparo que me arroje a tierra o la cuchillada inesperada y mortal de algún enemigo emboscado.
A mi derecha el sonido de un clarín de órdenes restalla sobre el estruendo de la batalla.
Sin dudar me encamino hacia aquel sonido, familiar, reconocible y amigo.
Un soniquete que me lleva, sin duda, hacia mis compañeros, hacia mis camaradas.
Y creo que ya les dije al principio que, al cabo, uno muere aquí junto a ellos, por ellos...
Fin
Imagen: Fotografía aérea de la playa de Ixdaín. Septiembre, 1925
miércoles, 9 de agosto de 2017
EL FORTÍN DE BOMMENZE
Flandes, 1576...
Llovía...
Las gotas gruesas como uvas y heladas como la muerte se derramaban sobre los capotes encerados y los chambergos empapados:
¡plocplicplocplocplacploc...!
Diluviaba sobre Zelanda y sobre todo el Tercio que rodeaba el Fuerte de Bommenzee con los holandeses riéndose de nosotros desde sus trincheras, sus revellines y sus murallas.
Delante de las defensas herejes el barro se mezcla con la sangre de los muchos y buenos camaradas que han caído y que ahora están tirados sobre el fango, como muñecos rotos y desmadejados, ante las inexpugnables murallas del fortín de la isla Bommenzee.
A los heridos que intentan arrastrarse hacia nuestras trincheras los cazan sin compasión los arcabuceros herejes.
El Tercio entero estaba agazapado,empapado y acribillado.
Tomar aquel fortín que defiende la plaza de Zierikzee, se ha convertido en una misión imposible, tornándose en inalcanzables los revellines, en inútiles todos los asaltos y en una utopía tomar aquella fortaleza.
Sin embargo a nuestro Coronel no se le pasa por la cabeza la idea de abandonar el intento, ni tampoco a sus soldados, ya que ninguno queremos acabar ni derrotados ni avergonzados.
Todos preferimos morir sobre aquel lodazal que corre en ríos ensangrentados antes que retirarnos.
Diluviaba sobre Zelanda y el repiqueteo del agua contra los morriones españoles provoca un soniquete insistente y repetitivo, como el eco apagado de tambores que llegase desde muy lejos.
- Están tocando a muerto...- bromea un soldado.
Una risotada recorre las filas de piqueros que permanecen en formación bajo la cortina de agua, esperando la orden de avanzar sobre la brecha que, supuestamente, abrirán los camaradas.
Ya lo habían intentado tres veces aquella mañana. Y las tres habían tenido que retroceder hasta las posiciones de partida bajo el intenso fuego de los malditos herejes.
A quince metros de las defensas enemigas el barro es rojo y arrastra partes de la anatomía humana por las que se pirran en las Universidades los Doctores y los estudiosos.
Nos cubre un fango gris, marrón y rojo que mancha los trapos raídos que no hace mucho eran nuestras camisas y jubones formando sobre ellos curiosos dibujos al mezclarse con la sangre coagulada que nos empapa.
Más que hombres parecemos espectros que chorrean un funesto odio contra nuestros enemigos.
La línea española se extiende frente al glacis holandés que llevamos intentando tomar toda la mañana.
Puedo ver a mis camaradas que, igual que yo, se agazapan esperando la orden de atacar, otra vez, la posición enemiga.
Ya apenas disparamos con los arcabuces. No hay mechas secas en todo el Tercio.
Algo más atrás veo las formaciones de piqueros. Hasta nuestra posición llega el sonido que provoca el agua al golpear contra sus morriones.
En los tres intentos anteriores los holandeses se han despachado a gusto contra ellos con sus cañones y mosquetes... Supongo que estarán deseando que abramos brecha y entrar en el fuerte para agradecérselo a los herejes.
Cerca de mi hay un soldado... Como los demás está cubierto de sangre y barro. Rígido contempla absorto la muralla del glacis holandés. Me da la sensación de que está contando...
Toledo, creo recordar que se llama... Sí, Diego... Diego de Toledo.
Como, si al recordar su nombre hubiese activado alguna tecla oculta, el soldado salta desde la trinchera, espada en mano y gritando hasta desgañitarse :¡Cierra y Santiago!, se lanza como poseído por los demonios, contra las defensas holandesas.
Durante un instante que se hace eterno solamente existe en el mundo un valiente que corre en solitario contra la muerte y cinco o seis mil ojos admirados, de un lado y de otro, que le contemplan.
Luego se desata la locura.
Los herejes comienzan a disparar contra Diego, éste a correr zigzagueando, esquivando las balas que zurean por todas partes, directo a la muralla, imparable...
Nosotros, sus camaradas, galvanizados por su movimiento, comenzamos a correr detrás suyo, gritando hasta enronquecer que ahora sí, que ahora íbamos a tomar aquel fortín por nuestros santos cojones y que no íbamos a dejar a nadie vivo.
El de Toledo alcanza la primera trinchera hereje y se mete dentro... Los gritos espantados de los holandeses nos enardecen.
Un hombre solo los está haciendo puré, un valiente enloquecido que ensarta enemigos a pares, corta miembros, grita, muerde y golpea todo lo que encuentra en su camino.
Desde el revellín los camaradas de los de la trinchera, perdido de golpe el valor, empiezan a mirarse unos a otros como preguntándose que qué hacen ellos allí...
Algunos arrojan las picas y retroceden.
La inercia nos lleva a escalar los muros y más enemigos arrojan las armas aterrados por lo que se les viene encima, otros disparan sus mosquetes y nos matan a algún camarada con lo que nuestra rabia se multiplica por cien.
- ¡¡¡Santiagoooo... Cierraaaaa...!!!
La ola española supera el muro y se desparrama dentro del reducto hereje. Una tormenta de acero y redaños que ahoga a los enemigos que huyen mirando hacia atrás contemplando horrorizados que aquel día no hacemos prisioneros.
Por encima del estruendo del combate los últimos enemigos piden desesperados clemencia:
-¡Srinden, srinden...!- dicen.
Ninguno les hacemos ni puñetero caso.
Diluviaba sobre Zelanda y ahora el agua se mezclaba con la sangre de los herejes muertos que tapizaban el barro del fortín.
Sin resuello, con el corazón palpitando con fuerza en el pecho, todos los que hemos sobrevivido, casi al unísono, como si lo hubiésemos ensayado, buscamos con la mirada al valiente que nos había arrastrado en su locura.
Diego de Toledo, que dibujaba en su rostro una sonrisa desquiciada mientras saqueaba el cuerpo de un oficial holandés, siente sobre él las miradas admiradas de todos sus camaradas, incluido el Coronel Mondragón, alza la cara y entonces su sonrisa cambia a la de un niño al que han pillado en alguna travesura.
Los ojos chispeantes nos recorren casi de uno en uno, se pone de pie, sopesando la bolsa que acaba de quitarle al oficial muerto,parece muy satisfecho con el volumen que contiene, luego alza su espada y grita:
- ¡Españaaaaaaaa...!¡Españaaaaa...!
Tres mil voces roncas nos unimos a la suya y nuestro grito recorre los canales enemigos y alcanza la ciudad de Zierikzee, tan cercana que, desde sus murallas han podido contemplar la carnicería en Bomenzee...
Aquella misma tarde los emisarios de la villa solicitan la capitulación a cambio de unos miles de florines, pan, vino y hasta la virtud de sus mujeres nos ofrecen con tal de evitar el asalto y el saqueo.
Y así, gracias al valor suicida de un solo hombre, pudimos tomar el fuerte de Bomenzee y la villa de Zierikzee...
Ni que decir tiene que, Diego de Toledo, con aquella sonrisa suya de niño malo, no necesitó nada más para asaltar algunos refajos de damas de Zierikzee.
Y encima no tuvo que gastar un óbolo de su faltriquera.
Todo esto ocurrió hace muchos años, muchos, cuando nuestra patria agarraba al mundo por las pelotas y el mundo contenía el aliento.
Cuando el mundo hablaba español gracias al valor de hombres como Diego, el Coronel Mondragón y miles de camaradas que se dejaron allí los huesos bajo el viejo grito de:
¡Santiago, Cierra, España...!
Unos huesos que hoy, cuando estoy viejo y cansado, vuestras mercedes, mis compatriotas, han olvidado...
Fin
Imagen: Plano holandés del sitio de Zierikzee.
Llovía...
Las gotas gruesas como uvas y heladas como la muerte se derramaban sobre los capotes encerados y los chambergos empapados:
¡plocplicplocplocplacploc...!
Diluviaba sobre Zelanda y sobre todo el Tercio que rodeaba el Fuerte de Bommenzee con los holandeses riéndose de nosotros desde sus trincheras, sus revellines y sus murallas.
Delante de las defensas herejes el barro se mezcla con la sangre de los muchos y buenos camaradas que han caído y que ahora están tirados sobre el fango, como muñecos rotos y desmadejados, ante las inexpugnables murallas del fortín de la isla Bommenzee.
A los heridos que intentan arrastrarse hacia nuestras trincheras los cazan sin compasión los arcabuceros herejes.
El Tercio entero estaba agazapado,empapado y acribillado.
Tomar aquel fortín que defiende la plaza de Zierikzee, se ha convertido en una misión imposible, tornándose en inalcanzables los revellines, en inútiles todos los asaltos y en una utopía tomar aquella fortaleza.
Sin embargo a nuestro Coronel no se le pasa por la cabeza la idea de abandonar el intento, ni tampoco a sus soldados, ya que ninguno queremos acabar ni derrotados ni avergonzados.
Todos preferimos morir sobre aquel lodazal que corre en ríos ensangrentados antes que retirarnos.
Diluviaba sobre Zelanda y el repiqueteo del agua contra los morriones españoles provoca un soniquete insistente y repetitivo, como el eco apagado de tambores que llegase desde muy lejos.
- Están tocando a muerto...- bromea un soldado.
Una risotada recorre las filas de piqueros que permanecen en formación bajo la cortina de agua, esperando la orden de avanzar sobre la brecha que, supuestamente, abrirán los camaradas.
Ya lo habían intentado tres veces aquella mañana. Y las tres habían tenido que retroceder hasta las posiciones de partida bajo el intenso fuego de los malditos herejes.
A quince metros de las defensas enemigas el barro es rojo y arrastra partes de la anatomía humana por las que se pirran en las Universidades los Doctores y los estudiosos.
Nos cubre un fango gris, marrón y rojo que mancha los trapos raídos que no hace mucho eran nuestras camisas y jubones formando sobre ellos curiosos dibujos al mezclarse con la sangre coagulada que nos empapa.
Más que hombres parecemos espectros que chorrean un funesto odio contra nuestros enemigos.
La línea española se extiende frente al glacis holandés que llevamos intentando tomar toda la mañana.
Puedo ver a mis camaradas que, igual que yo, se agazapan esperando la orden de atacar, otra vez, la posición enemiga.
Ya apenas disparamos con los arcabuces. No hay mechas secas en todo el Tercio.
Algo más atrás veo las formaciones de piqueros. Hasta nuestra posición llega el sonido que provoca el agua al golpear contra sus morriones.
En los tres intentos anteriores los holandeses se han despachado a gusto contra ellos con sus cañones y mosquetes... Supongo que estarán deseando que abramos brecha y entrar en el fuerte para agradecérselo a los herejes.
Cerca de mi hay un soldado... Como los demás está cubierto de sangre y barro. Rígido contempla absorto la muralla del glacis holandés. Me da la sensación de que está contando...
Toledo, creo recordar que se llama... Sí, Diego... Diego de Toledo.
Como, si al recordar su nombre hubiese activado alguna tecla oculta, el soldado salta desde la trinchera, espada en mano y gritando hasta desgañitarse :¡Cierra y Santiago!, se lanza como poseído por los demonios, contra las defensas holandesas.
Durante un instante que se hace eterno solamente existe en el mundo un valiente que corre en solitario contra la muerte y cinco o seis mil ojos admirados, de un lado y de otro, que le contemplan.
Luego se desata la locura.
Los herejes comienzan a disparar contra Diego, éste a correr zigzagueando, esquivando las balas que zurean por todas partes, directo a la muralla, imparable...
Nosotros, sus camaradas, galvanizados por su movimiento, comenzamos a correr detrás suyo, gritando hasta enronquecer que ahora sí, que ahora íbamos a tomar aquel fortín por nuestros santos cojones y que no íbamos a dejar a nadie vivo.
El de Toledo alcanza la primera trinchera hereje y se mete dentro... Los gritos espantados de los holandeses nos enardecen.
Un hombre solo los está haciendo puré, un valiente enloquecido que ensarta enemigos a pares, corta miembros, grita, muerde y golpea todo lo que encuentra en su camino.
Desde el revellín los camaradas de los de la trinchera, perdido de golpe el valor, empiezan a mirarse unos a otros como preguntándose que qué hacen ellos allí...
Algunos arrojan las picas y retroceden.
La inercia nos lleva a escalar los muros y más enemigos arrojan las armas aterrados por lo que se les viene encima, otros disparan sus mosquetes y nos matan a algún camarada con lo que nuestra rabia se multiplica por cien.
- ¡¡¡Santiagoooo... Cierraaaaa...!!!
La ola española supera el muro y se desparrama dentro del reducto hereje. Una tormenta de acero y redaños que ahoga a los enemigos que huyen mirando hacia atrás contemplando horrorizados que aquel día no hacemos prisioneros.
Por encima del estruendo del combate los últimos enemigos piden desesperados clemencia:
-¡Srinden, srinden...!- dicen.
Ninguno les hacemos ni puñetero caso.
Diluviaba sobre Zelanda y ahora el agua se mezclaba con la sangre de los herejes muertos que tapizaban el barro del fortín.
Sin resuello, con el corazón palpitando con fuerza en el pecho, todos los que hemos sobrevivido, casi al unísono, como si lo hubiésemos ensayado, buscamos con la mirada al valiente que nos había arrastrado en su locura.
Diego de Toledo, que dibujaba en su rostro una sonrisa desquiciada mientras saqueaba el cuerpo de un oficial holandés, siente sobre él las miradas admiradas de todos sus camaradas, incluido el Coronel Mondragón, alza la cara y entonces su sonrisa cambia a la de un niño al que han pillado en alguna travesura.
Los ojos chispeantes nos recorren casi de uno en uno, se pone de pie, sopesando la bolsa que acaba de quitarle al oficial muerto,parece muy satisfecho con el volumen que contiene, luego alza su espada y grita:
- ¡Españaaaaaaaa...!¡Españaaaaa...!
Tres mil voces roncas nos unimos a la suya y nuestro grito recorre los canales enemigos y alcanza la ciudad de Zierikzee, tan cercana que, desde sus murallas han podido contemplar la carnicería en Bomenzee...
Aquella misma tarde los emisarios de la villa solicitan la capitulación a cambio de unos miles de florines, pan, vino y hasta la virtud de sus mujeres nos ofrecen con tal de evitar el asalto y el saqueo.
Y así, gracias al valor suicida de un solo hombre, pudimos tomar el fuerte de Bomenzee y la villa de Zierikzee...
Ni que decir tiene que, Diego de Toledo, con aquella sonrisa suya de niño malo, no necesitó nada más para asaltar algunos refajos de damas de Zierikzee.
Y encima no tuvo que gastar un óbolo de su faltriquera.
Todo esto ocurrió hace muchos años, muchos, cuando nuestra patria agarraba al mundo por las pelotas y el mundo contenía el aliento.
Cuando el mundo hablaba español gracias al valor de hombres como Diego, el Coronel Mondragón y miles de camaradas que se dejaron allí los huesos bajo el viejo grito de:
¡Santiago, Cierra, España...!
Unos huesos que hoy, cuando estoy viejo y cansado, vuestras mercedes, mis compatriotas, han olvidado...
Fin
Imagen: Plano holandés del sitio de Zierikzee.
martes, 1 de agosto de 2017
EL CORONEL MONDRAGÓN
Muy pocas veces en la vida se tiene la oportunidad de conocer a un verdadero valiente, a un hidalgo, a un soldado, a un héroe... Un servidor tuvo ese privilegio.
Se llamaba Cristóbal de Mondragón, aunque nació en la villa castellana de Medina del Campo una fría madrugada del año mil quinientos catorce... Más o menos al mismo tiempo, nací yo.
Desde muy pequeños nos hicimos amigos y, aunque su cuna era mucho más alta que la mía, jamás hizo valer aquella condición, siendo siempre un amigo leal, un hombre generoso, de buen trato, un soldado colmado de bravura y un Coronel -título que le impusimos sus propios hombres- astuto y cuajado de las virtudes que requería la Milicia.
Nada más cumplir los dieciocho años, yo tenía uno menos, Cristóbal decidió sentar plaza de soldado en los ejércitos del Emperador. Unas nuevas Unidades a las que llamaban: Tercios.
Un servidor de vuestras mercedes, le siguió, claro.
Ninguno podíamos imaginar que aquel nombre haría estremecerse a Europa y a más de medio Mundo.
Nuestro primer destino fue Italia. Pasamos unos años aprendiendo, bregando con los camaradas y disfrutando de la vida en la hermosa Italia.
Alguna escaramuza tuvimos en la que nos fuimos curtiendo.
La cosa se puso peor en Túnez peleando contra los otomanos, los piratas, algún veneciano y cualquiera que se pusiera ante las galeras de España.
Después el destino nos llevó hasta la batalla de Muhlberg, una ciudad a orillas del río Elba, contra los herejes que andaban tocándole las narices, o unas cuartas más abajo, al mismísimo Emperador.
Allí fue donde la fama de mi amigo empezó a forjarse.
Los luteranos habían cortado todos los puentes sobre el gran río, que era frío y negro como la boca de un pozo, ancho, profundo y bajaba formando corrientes y remolinos capaces de tragarse entera a una compañía de arcabuceros.
Los herejes se creyeron a salvo en la otra orilla y, desde sus fuegos de campamento, les podíamos oír mofándose de todos nosotros.
Entonces se descubrieron el vado, las barcas y la posición defensiva luterana erizada de picas y de arcabuces que había al otro lado del río.
No sabría decir cuánto tiempo pasó -sucedió todo tan rápido que mi memoria solamente recuerda destellos- pero sucedió...
A mi amigo Cristóbal le poseyeron de repente todos los demonios del Averno. Miró hacia el enemigo, miró largamente la corriente negra y, de cuando en cuando, nos miraba a nosotros, sus camaradas.
Luego muy despacio se despojó del peto metálico y del correaje de cuero. Impasible, con todo el Tercio mirándole galvanizado por su audacia, se encaminó hacia la orilla, dejó que las aguas le anegasen, se metió la espada entre los dientes, y empezó a nadar directo contra las defensas enemigas.
Al poco algunas balas de arcabuz chapotearon a su alrededor.
¡Bang... Plouuffsss!
No pude hacer otra cosa más que ir detrás de mi amigo, claro...
Ocho hombres entraron en el agua conmigo y todos fuimos tras la estela de aquel inconsciente que estaba a punto de alcanzar la sorprendida orilla enemiga.
Me faltaban cinco o seis metros para llegar a tierra cuando hasta mi llegaron las primeras voces aterrorizadas, los primeros gritos y los primeros lamentos.
Cristóbal de Mondragón peleaba como Sansón, rodeado de filisteos a los que masacraba sin compasión, en lugar de quijada, su espada se había convertido en una demoledora guadaña.
Después, ¿a qué entrar en detalles?
Matanza sin freno, frenesí, arcabuzazos, sangre por todas partes, mierda, barro, frío, muerte... Y muy profunda, allá lejos en el fondo de las tripas, una extraña emoción extasiada por estar allí en mitad de aquella locura.
Tomamos el puente de barcazas, lo montaron los zapadores en un pis pas y, en menos tiempo todavía, lo estaba cruzando el grueso del ejército con el Duque de Alba al frente.
El Emperador en persona ascendió a Cristóbal a Alférez. Su estrella empezaba a brillar.
Nombrado Gobernador de una villa flamenca, tal era la confianza y la admiración que despertaba, que recibía tales responsabilidades y nombramientos, tuvimos que hacer frente a las rebeliones herejes.
Defendimos Lieja, Amberes,Deventer...
En el año mil quinientos setenta y dos, estábamos desplegados en el frente de Goes. Un asedio largo y sangriento en el que estuvimos muchos meses intentando doblegar al enemigo sin poder lograrlo.
Hasta que al Coronel Mondragón se le ocurrió cruzar un brazo de mar de la desembocadura del Escalda, que, con la bajamar, parecía hacerse transitable.
Alguien nos bautizó, a los tres mil hombres que cruzamos aquella lengua de agua, fango y corrientes traicioneras, los más bajitos en verdad, las pasaron putas, alguien nos nombró como el Tercio de las Ranas...
Ocho o diez millas de pelea contra la negrura que pretendía devorarte y contra el tiempo, ya que, si la marea subía, estaríamos todos perdidos.
Gracias al cielo logramos alcanzar el otro lado. El enemigo que asediaba a nuestros camaradas enrocados en Goes no podía creer lo que veía.
Tres mil empapados españoles se habían materializado de la nada y avanzaban contra ellos gritando algo así como: ¡...erra, erra...!
No creo que haga falta seguir explicando a vuestras mercedes.
Espadazos, carreras de un enemigo espantado ante las poquitas ganas de hacer prisioneros que teníamos los españoles, más gritos y más imágenes horrendas.
También más de aquella lejana sensación muy al fondo de la barriga.
Me aterra estar aquí y, al tiempo, no quiero estar en otro sitio.
La campaña contra los rebeldes se alargaría ya durante toda nuestra vida.
Schouwen, Zierikzee, Limburgo, Dalem, Maastrich... Viendo pasar por el mando a grandes hombres como el Duque, Juan de Austria, Requesens o Alejandro Farnesio.
Alcanzó Cristóbal el grado de Maestre de Campo de los Tercios Viejos el año ochenta y dos del siglo. Todos seguíamos llamándole el Coronel, algunos, le llamaban: el Viejo.
A fe que ya lo éramos...
Su última victoria fue a orillas del río Lipe contra el listo de Mauricio de Nasau que pretendía emboscar a nuestro astuto y valiente comandante.
El Coronel dejó que los confiados herejes tomasen posiciones para luego, cuando más tranquilos estaban, descargar sobre ellos una lluvia de pelotas de plomo.
- Toma Mauricio, por "espabilao"
Ya estaba muy enfermo aquellos días. Llevaba toda una vida de servicios leales al emperador y tenía el cuerpo marcado de cicatrices. Toda una vida de Tercios, de marchas, de batallas, de pesadillas, de encamisadas...
Cristóbal de Mondragón, mi amigo, mi Coronel, mi camarada, murió en la villa de Amberes un helado día de diciembre del año noventa y cinco.
Fiel servidor de su Emperador, leal camarada, valiente soldado, hombre recto y generoso...
Su única ambición, ser nombrado Caballero de alguna de las Órdenes Militares, no fue jamás satisfecha.
Sin su presencia ya no merece la pena seguir con este relato...
Un anónimo camarada y amigo de don Cristóbal de Mondragón.
Se llamaba Cristóbal de Mondragón, aunque nació en la villa castellana de Medina del Campo una fría madrugada del año mil quinientos catorce... Más o menos al mismo tiempo, nací yo.
Desde muy pequeños nos hicimos amigos y, aunque su cuna era mucho más alta que la mía, jamás hizo valer aquella condición, siendo siempre un amigo leal, un hombre generoso, de buen trato, un soldado colmado de bravura y un Coronel -título que le impusimos sus propios hombres- astuto y cuajado de las virtudes que requería la Milicia.
Nada más cumplir los dieciocho años, yo tenía uno menos, Cristóbal decidió sentar plaza de soldado en los ejércitos del Emperador. Unas nuevas Unidades a las que llamaban: Tercios.
Un servidor de vuestras mercedes, le siguió, claro.
Ninguno podíamos imaginar que aquel nombre haría estremecerse a Europa y a más de medio Mundo.
Nuestro primer destino fue Italia. Pasamos unos años aprendiendo, bregando con los camaradas y disfrutando de la vida en la hermosa Italia.
Alguna escaramuza tuvimos en la que nos fuimos curtiendo.
La cosa se puso peor en Túnez peleando contra los otomanos, los piratas, algún veneciano y cualquiera que se pusiera ante las galeras de España.
Después el destino nos llevó hasta la batalla de Muhlberg, una ciudad a orillas del río Elba, contra los herejes que andaban tocándole las narices, o unas cuartas más abajo, al mismísimo Emperador.
Allí fue donde la fama de mi amigo empezó a forjarse.
Los luteranos habían cortado todos los puentes sobre el gran río, que era frío y negro como la boca de un pozo, ancho, profundo y bajaba formando corrientes y remolinos capaces de tragarse entera a una compañía de arcabuceros.
Los herejes se creyeron a salvo en la otra orilla y, desde sus fuegos de campamento, les podíamos oír mofándose de todos nosotros.
Entonces se descubrieron el vado, las barcas y la posición defensiva luterana erizada de picas y de arcabuces que había al otro lado del río.
No sabría decir cuánto tiempo pasó -sucedió todo tan rápido que mi memoria solamente recuerda destellos- pero sucedió...
A mi amigo Cristóbal le poseyeron de repente todos los demonios del Averno. Miró hacia el enemigo, miró largamente la corriente negra y, de cuando en cuando, nos miraba a nosotros, sus camaradas.
Luego muy despacio se despojó del peto metálico y del correaje de cuero. Impasible, con todo el Tercio mirándole galvanizado por su audacia, se encaminó hacia la orilla, dejó que las aguas le anegasen, se metió la espada entre los dientes, y empezó a nadar directo contra las defensas enemigas.
Al poco algunas balas de arcabuz chapotearon a su alrededor.
¡Bang... Plouuffsss!
No pude hacer otra cosa más que ir detrás de mi amigo, claro...
Ocho hombres entraron en el agua conmigo y todos fuimos tras la estela de aquel inconsciente que estaba a punto de alcanzar la sorprendida orilla enemiga.
Me faltaban cinco o seis metros para llegar a tierra cuando hasta mi llegaron las primeras voces aterrorizadas, los primeros gritos y los primeros lamentos.
Cristóbal de Mondragón peleaba como Sansón, rodeado de filisteos a los que masacraba sin compasión, en lugar de quijada, su espada se había convertido en una demoledora guadaña.
Después, ¿a qué entrar en detalles?
Matanza sin freno, frenesí, arcabuzazos, sangre por todas partes, mierda, barro, frío, muerte... Y muy profunda, allá lejos en el fondo de las tripas, una extraña emoción extasiada por estar allí en mitad de aquella locura.
Tomamos el puente de barcazas, lo montaron los zapadores en un pis pas y, en menos tiempo todavía, lo estaba cruzando el grueso del ejército con el Duque de Alba al frente.
El Emperador en persona ascendió a Cristóbal a Alférez. Su estrella empezaba a brillar.
Nombrado Gobernador de una villa flamenca, tal era la confianza y la admiración que despertaba, que recibía tales responsabilidades y nombramientos, tuvimos que hacer frente a las rebeliones herejes.
Defendimos Lieja, Amberes,Deventer...
En el año mil quinientos setenta y dos, estábamos desplegados en el frente de Goes. Un asedio largo y sangriento en el que estuvimos muchos meses intentando doblegar al enemigo sin poder lograrlo.
Hasta que al Coronel Mondragón se le ocurrió cruzar un brazo de mar de la desembocadura del Escalda, que, con la bajamar, parecía hacerse transitable.
Alguien nos bautizó, a los tres mil hombres que cruzamos aquella lengua de agua, fango y corrientes traicioneras, los más bajitos en verdad, las pasaron putas, alguien nos nombró como el Tercio de las Ranas...
Ocho o diez millas de pelea contra la negrura que pretendía devorarte y contra el tiempo, ya que, si la marea subía, estaríamos todos perdidos.
Gracias al cielo logramos alcanzar el otro lado. El enemigo que asediaba a nuestros camaradas enrocados en Goes no podía creer lo que veía.
Tres mil empapados españoles se habían materializado de la nada y avanzaban contra ellos gritando algo así como: ¡...erra, erra...!
No creo que haga falta seguir explicando a vuestras mercedes.
Espadazos, carreras de un enemigo espantado ante las poquitas ganas de hacer prisioneros que teníamos los españoles, más gritos y más imágenes horrendas.
También más de aquella lejana sensación muy al fondo de la barriga.
Me aterra estar aquí y, al tiempo, no quiero estar en otro sitio.
La campaña contra los rebeldes se alargaría ya durante toda nuestra vida.
Schouwen, Zierikzee, Limburgo, Dalem, Maastrich... Viendo pasar por el mando a grandes hombres como el Duque, Juan de Austria, Requesens o Alejandro Farnesio.
Alcanzó Cristóbal el grado de Maestre de Campo de los Tercios Viejos el año ochenta y dos del siglo. Todos seguíamos llamándole el Coronel, algunos, le llamaban: el Viejo.
A fe que ya lo éramos...
Su última victoria fue a orillas del río Lipe contra el listo de Mauricio de Nasau que pretendía emboscar a nuestro astuto y valiente comandante.
El Coronel dejó que los confiados herejes tomasen posiciones para luego, cuando más tranquilos estaban, descargar sobre ellos una lluvia de pelotas de plomo.
- Toma Mauricio, por "espabilao"
Ya estaba muy enfermo aquellos días. Llevaba toda una vida de servicios leales al emperador y tenía el cuerpo marcado de cicatrices. Toda una vida de Tercios, de marchas, de batallas, de pesadillas, de encamisadas...
Cristóbal de Mondragón, mi amigo, mi Coronel, mi camarada, murió en la villa de Amberes un helado día de diciembre del año noventa y cinco.
Fiel servidor de su Emperador, leal camarada, valiente soldado, hombre recto y generoso...
Su única ambición, ser nombrado Caballero de alguna de las Órdenes Militares, no fue jamás satisfecha.
Sin su presencia ya no merece la pena seguir con este relato...
Un anónimo camarada y amigo de don Cristóbal de Mondragón.
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